Una madre que te entendía cuando eras niña 

Dejaba abierta una rendija por la que nos entraba la risa. Por eso, siempre, en medio de la crueldad, olfateo la ternura. Espero la carcajada. Ella me enseñó a cabrearme raro.

Mi madre a todo se despega. Una temporada llevaba su estuche de gafas al cine y un buen día, desapareció. La montura y la miopía. Bebió por primera vez en una feria, conmigo. «Niña, cuidao, que eso entra muy rápido y sube muy rápido». Y volvió a la Fanta de Naranja. Antes de dejar de fumar, se encendía sus pitis en el patio. Se apoyaba en la lavadora y dejaba la otra mano en la cadera, con el ojo entrecerrado y atento. Un día me dijo que ya bastaba, que eso olía muy mal, y me clavó una sospecha. Ahora, cuando alguien dice que quiere dejar el tabaco, yo pienso: «Hazlo sin excusas. Es fácil, fácil, fácil».

Las madres simplifican lo más complicado y se enredan en lo más fácil. La mía me volvía loca en nuestra pelea más tremenda y cruel; la que invocaba esas palabras infantiles y redondas: Eres mala / nadie te quiere / te vas a quedar sola / mientes más que hablas/ etc. En el grito, de repente, le brillaba la mirada y yo sabía qué llegaba… Se cachondeaba. Dejaba abierta una rendija por la que nos entraba la risa. Por eso, siempre, en medio de la crueldad, olfateo la ternura. Espero la carcajada. Ella me enseñó a cabrearme raro.

***

Hace 20 años mi madre entró de la mano conmigo en la óptica, donde los señores trajeados y repeinados se acercaban a los niños. Nada más cruzar la puerta, yo ya quería un chisme que servía para limpiar las gafas porque parecía un pegamento rosa con una esponja blanca en el capuchón. Mi madre dijo que ni en broma, que si había pensado yo que ella era el Banco de España, que debería estar trabajando y me había acompañado para comprarme las gafitas, que más me valía cuidarlas porque vaya tela, vaya tela… Se creció hasta el grito.

Un vendedor leyó muy serio mi prescripción y pidió hacerme una prueba, por si acaso. Dicté las letras de la tabla, le señalé a qué dirección miraba la “E” ensanchada y me confirmó que tenía que llevar las gafas porque si no me iba a quedar ciega. Y mi madre, que no pillaba la brutalidad adulta: «¿Pero solo en el cole, no?». Desde entonces, jamás me dijo que estaba desagradable con gafas, pero siempre que las llevo (si me quito las lentillas) me insiste en que me tengo que operar lo antes posible. «Por la salud».

El señor me puso a elegir gafas y las encontré todas horribles. Yo llevaba unas finas, cuadradas, como de alambre azul con las patillas negras. Todas se parecían a mi montura aburrida. Había algunas peores; las gafas de pasta, buaj… Pero vi unas de ensueño. Las cogí, me las planté y le dije a mi madre que las quería.

Ella se quedó tiesa y el señor, un pijo de Los Remedios, se quedó más tieso todavía.

Las gafas eran rojas por fuera y rosas por dentro. Las patillas eran plateadas. La forma era como un ojo de gato, pero más alargado y exagerado. «A ver, pruébatelas». Mi madre siguió alucinada. Me preguntó si las quería de verdad. Le dije que por supuesto, eran fantásticas.

 

«Estás guapísima», concluyó. El señor no daba crédito. Mi madre pidió que las envolviera y él las metió en una funda roja, silencioso, ya sin poder sobre nosotras.

Eran extravagantes, ella lo sabía. En el colegio un tonto me llamó Batman (ahora lo pienso y me flipa). Con el tiempo descubrí que muchas chicas de mi clase vestían como vestían y eran como eran por la manera en la que sus madres les cribaban la ropa y les dejaban ser.

En la caja, antes de pagar, tuvo un segundo síntoma de su carácter impredecible. «Hazme el favor y mete también el limpiador de gafas ese». Mi madre. 

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Una madre que te entendía cuando eras niña 

Dejaba abierta una rendija por la que nos entraba la risa. Por eso, siempre, en medio de la crueldad, olfateo la ternura. Espero la carcajada. Ella me enseñó a cabrearme raro.

Mi madre a todo se despega. Una temporada llevaba su estuche de gafas al cine y un buen día, desapareció. La montura y la miopía. Bebió por primera vez en una feria, conmigo. «Niña, cuidao, que eso entra muy rápido y sube muy rápido». Y volvió a la Fanta de Naranja. Antes de dejar de fumar, se encendía sus pitis en el patio. Se apoyaba en la lavadora y dejaba la otra mano en la cadera, con el ojo entrecerrado y atento. Un día me dijo que ya bastaba, que eso olía muy mal, y me clavó una sospecha. Ahora, cuando alguien dice que quiere dejar el tabaco, yo pienso: «Hazlo sin excusas. Es fácil, fácil, fácil».

Las madres simplifican lo más complicado y se enredan en lo más fácil. La mía me volvía loca en nuestra pelea más tremenda y cruel; la que invocaba esas palabras infantiles y redondas: Eres mala / nadie te quiere / te vas a quedar sola / mientes más que hablas/ etc. En el grito, de repente, le brillaba la mirada y yo sabía qué llegaba… Se cachondeaba. Dejaba abierta una rendija por la que nos entraba la risa. Por eso, siempre, en medio de la crueldad, olfateo la ternura. Espero la carcajada. Ella me enseñó a cabrearme raro.

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Hace 20 años mi madre entró de la mano conmigo en la óptica, donde los señores trajeados y repeinados se acercaban a los niños. Nada más cruzar la puerta, yo ya quería un chisme que servía para limpiar las gafas porque parecía un pegamento rosa con una esponja blanca en el capuchón. Mi madre dijo que ni en broma, que si había pensado yo que ella era el Banco de España, que debería estar trabajando y me había acompañado para comprarme las gafitas, que más me valía cuidarlas porque vaya tela, vaya tela… Se creció hasta el grito.

Un vendedor leyó muy serio mi prescripción y pidió hacerme una prueba, por si acaso. Dicté las letras de la tabla, le señalé a qué dirección miraba la “E” ensanchada y me confirmó que tenía que llevar las gafas porque si no me iba a quedar ciega. Y mi madre, que no pillaba la brutalidad adulta: «¿Pero solo en el cole, no?». Desde entonces, jamás me dijo que estaba desagradable con gafas, pero siempre que las llevo (si me quito las lentillas) me insiste en que me tengo que operar lo antes posible. «Por la salud».

El señor me puso a elegir gafas y las encontré todas horribles. Yo llevaba unas finas, cuadradas, como de alambre azul con las patillas negras. Todas se parecían a mi montura aburrida. Había algunas peores; las gafas de pasta, buaj… Pero vi unas de ensueño. Las cogí, me las planté y le dije a mi madre que las quería.

Ella se quedó tiesa y el señor, un pijo de Los Remedios, se quedó más tieso todavía.

Las gafas eran rojas por fuera y rosas por dentro. Las patillas eran plateadas. La forma era como un ojo de gato, pero más alargado y exagerado. «A ver, pruébatelas». Mi madre siguió alucinada. Me preguntó si las quería de verdad. Le dije que por supuesto, eran fantásticas.

 

«Estás guapísima», concluyó. El señor no daba crédito. Mi madre pidió que las envolviera y él las metió en una funda roja, silencioso, ya sin poder sobre nosotras.

Eran extravagantes, ella lo sabía. En el colegio un tonto me llamó Batman (ahora lo pienso y me flipa). Con el tiempo descubrí que muchas chicas de mi clase vestían como vestían y eran como eran por la manera en la que sus madres les cribaban la ropa y les dejaban ser.

En la caja, antes de pagar, tuvo un segundo síntoma de su carácter impredecible. «Hazme el favor y mete también el limpiador de gafas ese». Mi madre. 

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