¿Eres tímido o eres terrorista?

Te engañaron: harás (justo) lo que ellos quieren. Ser extrovertido es agotador.

Le habían robado su Sony Xperia y lloraba. “¡Tenía fotos de mi abuela muerta!”.  La mía estaba viva y me sentí responsable. Me hechizó con sus palabras. Interrumpimos todas las clases del curso preguntando si alguien había visto el móvil, ahondando en su insustituible valor. No me daba vergüenza hacerlo, ni lo pensé; me sentía útil y buena. Yo tenía la palabra y ella traía la pena. Sonó el timbre y, antes de salir del aula, se acercó a su amiga. “He tenido que decir que había fotos de mi abuela muerta para que el hijo de puta me lo ha quitado se arrepienta”, le confesó. “Voy a su casa a comer”. Nunca recuperó el teléfono.

Te quedas como un cigarro en la mesilla de noche, seca y desencajada, apretada entre una lámpara de flexo, una montaña de libros y la funda dental. Ser extrovertido es encontrarse en un espacio estrecho. Algunos introvertidos transmiten una seguridad despiadada. Te tienen atemorizada, ¡son unos déspotas!

Lo representa Angela Deane, ellos lo tienen todo: seguridad y flores. Están al otro lado.

Preguntas en un grupo algo anodino, a la espera de que la conversación llegue a lo sustancial, tramando mapas mentales para saber si coincidís en algo, cualquier cosa, para agradaros mutuamente: “¿Habéis visitado Italia? ¿Fuisteis al conservatorio? ¿Os gustó Juego de tronos?”. Un tímido te dice, ya después, ya cuando has restregado toda tu locuacidad: “No puedes forzar a la gente a hablar, ¿y si a alguien le da vergüenza?”. 

Como te expones, se creen con derecho a hurgar en ti: “¿Qué te pasa?”. No me pasa nada. “Cómo te gusta ser el centro de atención”. Te lo cascan así, rozándote la espalda. “Me encanta como eres, expansiva”. Conseguirán lo que quieren, que te calles cien años. “Es que yo soy más discreta”. Te dan un besito y te apodan exhibicionista. “Vamos a bajar la voz, así no molestamos a los demás”. Me emocioné, lo siento por sentir. “Hoy estás callada, te pasa algo”. Que noooooooo.

Te engañaron: harás (justo) lo que ellos quieren 

Se les trata con mimo y protección para no herirles, pero algunos te arrastran sin piedad a donde ellos quieren ir. Te ponen una pistola en la cabeza, pero como no la enseñan (no la veo) no puedo encararme. Al conflicto lo tengo domado, pero ¿qué hago con esa cara colorada que sacan? Yo no sé ponerla, me abruma. 

Voy a despedirme y noto un escalofrío, estornudo, moqueo, tirito. Me doy cuenta de que en la conversación fui arrancándome prendas, que me quedé desnuda, lo di todo. Ellos ni se quitaron la bufanda. Debe de ser cómodo, pienso.

Dibujo de Lyana Fynck. Soy la de la gorra.

Como tú hablas poco puedes seleccionar lo más inteligente. Yo solo quiero que no sufras, y para no soltarte al abismo de la vergüenza me lanzo yo. Cuando me siento incómoda me domina una prodigiosa extraversión. Siento que tengo que cuidar la charla y para prenderla me desespero y trago y suelto que en realidad sí que me gusta algo que odio. “Qué pesadita te pusiste con que Marta Ortega es una gran líder, ¿eres activista del Zara?”. Ya, bueno, ayer se invocaron los demonios porque no había esfuerzo en la conversación y tuve miedo. Soy sociable y desvarío ante el silencio atento. Prefiero que no me mires taladrante a los ojos porque no te conozco, psicópata. 

Ser extrovertido es agotador.

Hazlo tú. Hazlo tú y cuéntame qué se siente al entrar en tu ascensor con la lengua perforada, la cabeza garabateada, los ojos picantes. Pulsarás tu planta y leerás las pintadas para distraerte de ti mismo, como yo. Hazlo y dime. Te escucho, te leo, te atiendo, te comprendo; tímido, introvertido, sigiloso, correcto, maleducado. Me tienes a tus pies.

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Te engañaron: harás (justo) lo que ellos quieren. Ser extrovertido es agotador.

Le habían robado su Sony Xperia y lloraba. “¡Tenía fotos de mi abuela muerta!”.  La mía estaba viva y me sentí responsable. Me hechizó con sus palabras. Interrumpimos todas las clases del curso preguntando si alguien había visto el móvil, ahondando en su insustituible valor. No me daba vergüenza hacerlo, ni lo pensé; me sentía útil y buena. Yo tenía la palabra y ella traía la pena. Sonó el timbre y, antes de salir del aula, se acercó a su amiga. “He tenido que decir que había fotos de mi abuela muerta para que el hijo de puta me lo ha quitado se arrepienta”, le confesó. “Voy a su casa a comer”. Nunca recuperó el teléfono.

Te quedas como un cigarro en la mesilla de noche, seca y desencajada, apretada entre una lámpara de flexo, una montaña de libros y la funda dental. Ser extrovertido es encontrarse en un espacio estrecho. Algunos introvertidos transmiten una seguridad despiadada. Te tienen atemorizada, ¡son unos déspotas!

Lo representa Angela Deane, ellos lo tienen todo: seguridad y flores. Están al otro lado.

Preguntas en un grupo algo anodino, a la espera de que la conversación llegue a lo sustancial, tramando mapas mentales para saber si coincidís en algo, cualquier cosa, para agradaros mutuamente: “¿Habéis visitado Italia? ¿Fuisteis al conservatorio? ¿Os gustó Juego de tronos?”. Un tímido te dice, ya después, ya cuando has restregado toda tu locuacidad: “No puedes forzar a la gente a hablar, ¿y si a alguien le da vergüenza?”. 

Como te expones, se creen con derecho a hurgar en ti: “¿Qué te pasa?”. No me pasa nada. “Cómo te gusta ser el centro de atención”. Te lo cascan así, rozándote la espalda. “Me encanta como eres, expansiva”. Conseguirán lo que quieren, que te calles cien años. “Es que yo soy más discreta”. Te dan un besito y te apodan exhibicionista. “Vamos a bajar la voz, así no molestamos a los demás”. Me emocioné, lo siento por sentir. “Hoy estás callada, te pasa algo”. Que noooooooo.

Te engañaron: harás (justo) lo que ellos quieren 

Se les trata con mimo y protección para no herirles, pero algunos te arrastran sin piedad a donde ellos quieren ir. Te ponen una pistola en la cabeza, pero como no la enseñan (no la veo) no puedo encararme. Al conflicto lo tengo domado, pero ¿qué hago con esa cara colorada que sacan? Yo no sé ponerla, me abruma. 

Voy a despedirme y noto un escalofrío, estornudo, moqueo, tirito. Me doy cuenta de que en la conversación fui arrancándome prendas, que me quedé desnuda, lo di todo. Ellos ni se quitaron la bufanda. Debe de ser cómodo, pienso.

Dibujo de Lyana Fynck. Soy la de la gorra.

Como tú hablas poco puedes seleccionar lo más inteligente. Yo solo quiero que no sufras, y para no soltarte al abismo de la vergüenza me lanzo yo. Cuando me siento incómoda me domina una prodigiosa extraversión. Siento que tengo que cuidar la charla y para prenderla me desespero y trago y suelto que en realidad sí que me gusta algo que odio. “Qué pesadita te pusiste con que Marta Ortega es una gran líder, ¿eres activista del Zara?”. Ya, bueno, ayer se invocaron los demonios porque no había esfuerzo en la conversación y tuve miedo. Soy sociable y desvarío ante el silencio atento. Prefiero que no me mires taladrante a los ojos porque no te conozco, psicópata. 

Ser extrovertido es agotador.

Hazlo tú. Hazlo tú y cuéntame qué se siente al entrar en tu ascensor con la lengua perforada, la cabeza garabateada, los ojos picantes. Pulsarás tu planta y leerás las pintadas para distraerte de ti mismo, como yo. Hazlo y dime. Te escucho, te leo, te atiendo, te comprendo; tímido, introvertido, sigiloso, correcto, maleducado. Me tienes a tus pies.

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