La prisa es plebeya

Como no podemos hacer nada por volver al pasado, por recuperar ese tiempo que nunca es perdido, sí que intento echarle un pulso al tiempo.

Iba de camino al gimnasio cuando el semáforo se puso en rojo para el peatón y todos los viandantes permanecimos inmóviles. Todos menos uno que parecía llegar tarde a algún sitio. Aquel tipo necesitaba que se pusiese en verde ya de ya. Y como el pobre semáforo, que era un mandado, no tenía culpa de aquello, no hacía otra cosa que proyectar un monigote rojo. El caballero, apresurado, no podía aguantar más. Sus piernas querían ir a un ritmo, pero su cabeza le hacía razonar. Cambió el color del semáforo para los coches, y  no se había puesto en verde todavía para los ciudadanos de a pié, pero aquel tipo ya había cruzado el paso de cebra como si fuese el primo chico de Usain Bolt.

Me acordé entonces de una frase que leí en Casa Moreno —templo del temple y el disfrute— mientras me tomaba una cervecita con mi amigo Javi. “La prisa es plebeya” decía aquel papel escrito por el tabernero y poeta Emilio Vara. Y ahora que esta vida líquida y veloz nos absorbe cada vez más para llegar a todos los sitios lo antes posible, que nos da tecnología para optimizar el tiempo, menos prisa tengo. “Qué difícil es comer despacio cuando uno tiene hambre” dijo una vez el maestro Curro Romero. Y es verdad, Curro. Qué difícil resulta detener los relojes para que todo vaya despacito. Cómo duele querer lentamente a alguien cuando lo único que quieres es viajar con ella, presentársela a todos tus amigos y verla de blanco en un altar pasado mañana si es posible. Y es complicado ralentizar el tiempo en una época en la que a todos nos entran las prisas. Pero hay que hacerlo. Hay que parar al toro de la vida porque se nos va. Como el agua que se escurre de las manos, que diría Bambino. Y como no podemos hacer nada por volver al pasado, por recuperar ese tiempo que nunca es perdido, sí que intento echarle un pulso al tiempo.

Y mira que cuesta vivir despacio, y hay que ver lo tarde que se da cuenta uno de lo bonita que es la lentitud y, qué cabrona era la juventud, que no dejaba ver lo que venía a continuación. Queríamos ir a saco. Sin frenos. Elegíamos en el FIFA  los jugadores más veloces, no los mejores. Queríamos acabar ya de ya el colegio e ir a la universidad. Y nada más aterrizar en el campus ansiabamos empezar a trabajar. Queríamos ser mayores. Y ahora que lo somos, no sabemos muy bien qué somos en realidad. La única verdad que conocemos es que, al mirar por el retrovisor, cada vez hay más años en la parte de atrás. 

Puede que por eso tenga debilidad por los toreros que paran relojes y los futbolistas que no corren pero te la hacen en una baldosa. Porque tienen la capacidad de amansar, a su manera, los días y las fieras. Y como no sé dar más de dos toques a un balón ni puedo ponerme delante de una vaca, intento parar el tiempo a mi manera. Escojo el camino largo pero bonito cuando salgo del trabajo. Me paro con el coche si el semáforo se pone ámbar. Apuro la cerveza en la terraza hasta el final y, si me envalentono, dejo el maldito móvil en casa.

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La prisa es plebeya

Como no podemos hacer nada por volver al pasado, por recuperar ese tiempo que nunca es perdido, sí que intento echarle un pulso al tiempo.

Iba de camino al gimnasio cuando el semáforo se puso en rojo para el peatón y todos los viandantes permanecimos inmóviles. Todos menos uno que parecía llegar tarde a algún sitio. Aquel tipo necesitaba que se pusiese en verde ya de ya. Y como el pobre semáforo, que era un mandado, no tenía culpa de aquello, no hacía otra cosa que proyectar un monigote rojo. El caballero, apresurado, no podía aguantar más. Sus piernas querían ir a un ritmo, pero su cabeza le hacía razonar. Cambió el color del semáforo para los coches, y  no se había puesto en verde todavía para los ciudadanos de a pié, pero aquel tipo ya había cruzado el paso de cebra como si fuese el primo chico de Usain Bolt.

Me acordé entonces de una frase que leí en Casa Moreno —templo del temple y el disfrute— mientras me tomaba una cervecita con mi amigo Javi. “La prisa es plebeya” decía aquel papel escrito por el tabernero y poeta Emilio Vara. Y ahora que esta vida líquida y veloz nos absorbe cada vez más para llegar a todos los sitios lo antes posible, que nos da tecnología para optimizar el tiempo, menos prisa tengo. “Qué difícil es comer despacio cuando uno tiene hambre” dijo una vez el maestro Curro Romero. Y es verdad, Curro. Qué difícil resulta detener los relojes para que todo vaya despacito. Cómo duele querer lentamente a alguien cuando lo único que quieres es viajar con ella, presentársela a todos tus amigos y verla de blanco en un altar pasado mañana si es posible. Y es complicado ralentizar el tiempo en una época en la que a todos nos entran las prisas. Pero hay que hacerlo. Hay que parar al toro de la vida porque se nos va. Como el agua que se escurre de las manos, que diría Bambino. Y como no podemos hacer nada por volver al pasado, por recuperar ese tiempo que nunca es perdido, sí que intento echarle un pulso al tiempo.

Y mira que cuesta vivir despacio, y hay que ver lo tarde que se da cuenta uno de lo bonita que es la lentitud y, qué cabrona era la juventud, que no dejaba ver lo que venía a continuación. Queríamos ir a saco. Sin frenos. Elegíamos en el FIFA  los jugadores más veloces, no los mejores. Queríamos acabar ya de ya el colegio e ir a la universidad. Y nada más aterrizar en el campus ansiabamos empezar a trabajar. Queríamos ser mayores. Y ahora que lo somos, no sabemos muy bien qué somos en realidad. La única verdad que conocemos es que, al mirar por el retrovisor, cada vez hay más años en la parte de atrás. 

Puede que por eso tenga debilidad por los toreros que paran relojes y los futbolistas que no corren pero te la hacen en una baldosa. Porque tienen la capacidad de amansar, a su manera, los días y las fieras. Y como no sé dar más de dos toques a un balón ni puedo ponerme delante de una vaca, intento parar el tiempo a mi manera. Escojo el camino largo pero bonito cuando salgo del trabajo. Me paro con el coche si el semáforo se pone ámbar. Apuro la cerveza en la terraza hasta el final y, si me envalentono, dejo el maldito móvil en casa.

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