Llevo pensando unos días en las críticas que recibió la Documenta de Kassel (la feria de arte más importante del mundo) por incluir a Ferrán Adriá en la programación de su edición número 12. Tengo grabada la imagen de una profesora de mi facultad riéndose del estilo "¿Qué será lo próximo, un churrero?".
La idea de vivir en un mundo donde los churreros forman parte del circuito de arte contemporáneo me provoca entusiasmo. Por eso de lo que quiero hablar aquí es del potencial que tienen los churros. Quiero decir, los churros bien hechos. Cualquier cosa bien hecha.
No creo que sea necesario defender a estas alturas que la comida es un método de expresión artística tan válido como la escultura o el teatro. Lo que sí me parece que tiene sentido es reflexionar sobre su capacidad para enmendar carencias.
El otro día fui a cenar con Alejandra a Toga, un restaurante madrileño. Aunque el entrante y el postre estaban muy ricos, voy a centrarme únicamente en el plato principal: noodles con mayonesa de kimchi y atún rojo crudo.
Decir que estaban buenos sería como decir que tener un orgasmo es agradable o que Faulkner escribía bien. Estaban tan bien preparados que la descripción en el menú era de una serenidad casi obscena. Enumerar los ingredientes de algo tan redondo me pareció al mismo tiempo una estupidez y lo único que tenía sentido. Como cuando Rothko titulaba sus pinturas "Naranja sobre amarillo" o "Negro y Marrón". Lo necesario a ese nivel es una denominación básica. Igual que uno puede imaginar el negro y el marrón, puede visualizar los noodles, el atún y la mayonesa de kimchi. Pero en ambos casos la imaginación es inútil hasta que experimentas el meollo del asunto.
Sea como sea, la cuestión no son solamente los noodles, sino la decoración del restaurante.
A grandes rasgos, en Toga han optado por un ambiente bastante sobrio, beige y blanco, sin iluminación estridente y con camareros que nunca levantan mucho la voz. No hay televisores en las paredes ni bachata a todo volumen. Tiene el aspecto de lo que es, el restaurante al que vas cuando quieres tener una cita bonita. No obstante, se les han colado algunos elementos discordantes que sólo tienen sentido cuando uno recuerda que los cocineros no suelen escoger lo que cuelga de las paredes.
Aunque la Mona Lisa que hay junto a la ventana, con noodles de verdad, secos y enroscados haciendo de su pelo supone un ejemplo tentador, tengo que centrarme en la obra más negligente y de mayor dimensión de todo el restaurante.
Se trata de una fotografía de metro y medio de alto donde aparece la Tierra vista desde el espacio. Sobre nuestro planeta, llegando desde el espacio profundo en formación de flecha, hay un montón de huevos fritos. Estoy hablando, atención, de huevos fritos de gominola de los de toda la vida, pegados directamente sobre la fotografía. Algunos un poco resecos y algunos un poco despegados. Huevos fritos tratando de imitar, creo, a los alienígenas de Space Invaders.
No sé si forma parte de la colección permanente del restaurante o si se trata de una exposición temporal del sobrino del dueño. Lo importante es que los noodles estaban tan buenos que conseguían arreglar el panorama. Era necesario hacer un esfuerzo para ver qué había en las paredes. La satisfacción de los noodles alcanzaba los cuadros y no los hacía mejores, pero sí los situaba en una esfera insignificante. Los llevaba al plano de lo que no es veraz ni consistente. Y ese es un plano que cuando tienes la veracidad en la boca te limitas a contemplarlo como contemplarías a un cachorrito que intenta arrancarte una pierna mordiéndote con sus dientecitos la pernera del pantalón.
Me pregunto si funciona en sentido inverso. Si un Rembrandt puede arreglar un sándwich palero. La intuición me dice que cualquier cosa que esté bien hecha te da la perspectiva de las cosas bien hechas. Que una película de Hong Sang-Soo y una tarta deliciosa producen un efecto similar. Que entre un membrillo y un membrillo de Antonio López no hay tanta diferencia. Si uno aprende que puede participar de ambos con la misma intensidad, no la hay.
Pienso en lo impecables e insuperables que serían los museos si diesen bien de comer. Si en el Louvre no tuvieras que conformarte con un bocadillo de tomate y queso que lleva hecho doce horas o si en el MET no sirviesen bandejitas de sushi de gasolinera. Imagino a un visitante deteniéndose ante un Rothko con un plato de noodles entre las manos, pensando: "Naranja, noodles, rojo, atún, violeta, kimchi". Superando luego la denominación para entender lo que de verdad está sucediendo. Mirando a su alrededor y viendo que todo lo que está a la altura ocurre al mismo nivel, al mismo tiempo.
¿Qué audio-guía hace eso?
Imagino cómo vivirían los niños el Reina Sofía si en el patio hubiese un churrero.
A lo mejor sólo intento decir que el arte malo se desacraliza solo y que si los museos tienen miedo de desacralizarse es por falta de convicción.
Yo recomiendo que en el ámbito expositivo, en lugar de la historia del arte o el mercado, cada uno evalúe la calidad de las cosas usando de vara de medir un postre que le parezca indiscutible. Luego ya lo demás, pero primero el postre.