Donde el aire es fresco

En un panorama sembrado de grima y peña subidita, Los Bravú y El Apartamento transmiten entereza y disfrute

Mi parte favorita de The French Dispatch, de Wes Anderson, es cuando un marchante de arte explica por qué el talento de un artista al que él representa es real y significativo. En una conversación con dos compañeros suyos, el marchante les muestra un pequeño dibujo. Los compañeros lo identifican inmediatamente como un gorrión perfecto. El marchante les dice que el gorrión es obra del artista y utiliza ese hecho para defender su obra. Esa defensa consiste en un razonamiento muy elemental: si el artista es capaz de dibujar un gorrión perfecto pero se dedica a la pintura abstracta, entonces su pasión es genuina y no fruto de la incapacidad para enfrentarse a lo figurativo. Es decir, no se trata de un cuentista sin habilidades intentando hacerse pasar por vanguardista, sino de un vanguardista habilidoso que decide entregarse a las necesidades de su obra, requieran o no de lo que se entiende de forma clásica como pericia técnica.

Por tonto que pueda sonar, esta escena esconde una verdad muy presente en la percepción del arte contemporáneo. Por poner un ejemplo evidente, Picasso fue un niño prodigio del dibujo y la pintura figurativa. Luego, con el paso de los años, fue relegando la realidad objetiva en favor de los prismas vanguardistas por los que se le identifica a nivel histórico (¿a alguien se le pasa por la cabeza alguna obra de Picasso ajena a esos prismas?). Esa transición constituye una evolución respetable a ojos del público. Que ese respeto esté cimentado en una visión casposa del arte es otra cuestión.

Y digo casposa porque a menudo la apreciación en el arte está condicionada por la sensación de laboriosidad. El público puede quedarse embelesado por el hecho de estar contemplando algo que no saben hacer, o que requiere un tiempo y un esfuerzo que no están dispuestos a invertir, y se olvidan del discurso. Seguramente "puta mierda" sea una de las descripciones más populares de las obras de Pollock. Todas las personas que he visto calificar a Pollock de puta mierda han sido personas que 1) despreciaban la falta de técnica, 2) no estaban preparados para dejarse afectar por algo que no podían describir exactamente (como si pudiesen, por otro lado, describir un Cézanne sólo porque reconocen una manzana) o 3) simple y llana superficialidad.

En cualquier caso, no tengo intención de entrar en si es la técnica la que valida al artista o el artista quien valida a la técnica. De lo que quiero hablar es de que, para mí, lo relevante de saber hacer un gorrión es que uno no olvide por qué quiso dibujar un gorrión en un primer lugar. Encontrar a alguien que no ha olvidado el objetivo de la técnica (que, a mi modo de ver, nunca debe ser la técnica en sí misma) produce alegría. Y Los Bravú no lo han olvidado.

El dúo de artistas (formado por Dea Gómez y Diego Omil) ha hecho una exposición sólida, hermosa y carente de condescendencia. Puede que en alguna de sus obras pueda detectarse cierto desequilibro, donde la saturación de recursos actuales complica el acceso a la esencia de lo que se esté viendo, pero la realidad es que eso da completamente igual porque se trata de una exposición con todo el sentido. No una selección de obras más o menos recogidas bajo un tema que muestran el la consistencia de un artista, sino una exposición con todas las de la ley. 

Hay tantos, tantísimos lugares donde tienes la sensación de estar viendo la solución más resultona de la suma entre X obras inconexas y X limitaciones espaciales, que cuando te topas con una galería donde todas las obras están interconectadas entre sí, unen fuerzas para afectar de un modo concreto al público y además están orquestadas con gusto y bien iluminadas, pues oye, te sorprende.

¿Son Los Bravú el único faro de salvación en un continente de basura? Tampoco vamos a exagerar. Hay muchas personas trabajando mucho. ¿Son esas personas una minoría? Claro, como siempre lo ha sido la verdadera calidad de cualquier campo. Y Los Bravú y El Apartamento forman parte de esa minoría.

Lo que más me ha alegrado de Donde el aire es fresco y las flores tiemblan ha sido la sensación de estar experimentando de forma simultánea lo mejor de la pintura y lo mejor del cómic. Algo que, no sé muy bien por qué, se diluye demasiado en las obras de mayor envergadura pero permanece intacto en las pinturas más pequeñas. Quizá porque el tamaño mural se les acerca más al grafiti, a la fiesta loca, mientras que en lo pequeño se constituyen viñetas.

Sea como sea, Dea y Diego utilizan la poética de su imaginario para imprimir secuencialidad donde tradicionalmente hay simultaneidad. Cuando por ejemplo vemos una pintura donde aparece una mujer en una cama con un secador de pelo, toda la información nos llega al mismo tiempo. Hasta cierto punto, recae sobre nosotros escoger qué mirar primero: la cama, la mujer, el secador. Se nos presenta una escena y nosotros la contemplamos con nuestras prioridades. En un cómic, en cambio, cada escena es compartimentada a través de su temporalidad. Deja de ser un momento y se convierte en el registro temporal de un observador que presencia dicho momento. En una viñeta el secador, en otra unas piernas sobre la cama y, finalmente, el rostro de la mujer. Los Bravú han tenido la lucidez de ofrecernos ambas cosas al mismo tiempo. Nuestras prioridades no desaparecen pero la narrativa tampoco. La contemplación no se desliga de la temporalidad pero tampoco se deja mangonear por ella. Un recurso que no han inventado ellos, claro, pero eso tampoco importa.

La cosa no va de inventar para importar. La innovación en el arte sirve para expandir formatos, generar nuevas herramientas y ampliar los límites de la satisfacción. 

A menudo, para ampliar estos límites hace falta recordar que si quieres afectar a alguien tienes que hablarle en su idioma. ¿Es ese idioma indispensable para la satisfacción plena? No lo sé. Lo que sí sé es que ver el rostro de una santa en éxtasis rodeado de tribales (una de las pinturas pequeñas de la exposición) produce un efecto renovador en la generación que se ha enamorado de personas con tribales tatuados. La intensidad de ese efecto se multiplica a lo largo de la iconografía clásica presente en la obra de Los Bravú.

En la exposición, vertebrada por el azul, hablan del llanto y de la lluvia para hablar de la imaginación y la revelación espiritual. No están, ni mucho menos, inventando la pólvora.

Spider-man es siempre Spider-man, sus superpoderes y sus traumas no cambian, pero dependiendo de cuándo haya sido trasladado al público, su rostro será diferente. Tobey Maguire, Andrew Garfield y Tom Holland son ejemplos de la persistencia de una idea seductora, del mismo  modo que sucede con Frankenstein y Guillermo del Toro o La Odisea y Christopher Nolan. 

En la obra de Dea y Diego se percibe la renovación de algo que merece la pena seguir manifestando. Una idea de lo que podría significar la belleza.

¿Habría funcionado esta exposición en cualquier otra parte? Muy posiblemente, porque las obras que la componen trabajan en equipo. No obstante, El Apartamento parece el sitio indicado para ellas. Que se me entienda bien, Los Bravú deberían tener una temporal en el Thyssen mañana. Digo que es el indicado únicamente porque tanto el galerista como los artistas son profesionales haciendo lo que aman.

En un panorama sembrado de grima y peña subidita (no hay más que ponerse un vídeo de David Uclés tocando el acordeón, si se busca un ejemplo), Los Bravú y El Apartamento transmiten entereza y disfrute.

Alejandra y yo llegamos tarde para ver la exposición el sábado por la mañana.

Diego estaba allí. Se acercó a nosotros (dos completos desconocidos). Nos preguntó cómo estábamos. Nos habló de la influencia de Jung en sus obras, nos dijo de dónde procedía la cerámica que habían utilizado para los azulejos y se ofreció a traducir el texto en gallego de una de las vasijas expuestas. Después nos dejó deambular solos por las distintas salas y, cuando quisimos darnos cuenta, la verja de la entrada estaba echada. Les pedimos perdón a él y al galerista. Estaban hablando en la entrada. No nos habían avisado de que habían cerrado. Era la hora de comer. Se limitaron a decirnos sonriendo que terminásemos de hacer la visita con calma. Como si lo importante, el objetivo de todo el asunto (y es un poco triste que esto resulte sorprendente), fuese que la gente viese la exposición.

Parece que llego tarde y que la exposición ya ha terminado. Quien no haya podido ver el misticismo y los océanos de llanto en las pinturas de Los Bravú, se tendrá que esperar a la próxima. 

Ojalá sea muy pronto.

Por mi parte, estaré muy atento a lo próximo de El Apartamento. 

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En un panorama sembrado de grima y peña subidita, Los Bravú y El Apartamento transmiten entereza y disfrute

Mi parte favorita de The French Dispatch, de Wes Anderson, es cuando un marchante de arte explica por qué el talento de un artista al que él representa es real y significativo. En una conversación con dos compañeros suyos, el marchante les muestra un pequeño dibujo. Los compañeros lo identifican inmediatamente como un gorrión perfecto. El marchante les dice que el gorrión es obra del artista y utiliza ese hecho para defender su obra. Esa defensa consiste en un razonamiento muy elemental: si el artista es capaz de dibujar un gorrión perfecto pero se dedica a la pintura abstracta, entonces su pasión es genuina y no fruto de la incapacidad para enfrentarse a lo figurativo. Es decir, no se trata de un cuentista sin habilidades intentando hacerse pasar por vanguardista, sino de un vanguardista habilidoso que decide entregarse a las necesidades de su obra, requieran o no de lo que se entiende de forma clásica como pericia técnica.

Por tonto que pueda sonar, esta escena esconde una verdad muy presente en la percepción del arte contemporáneo. Por poner un ejemplo evidente, Picasso fue un niño prodigio del dibujo y la pintura figurativa. Luego, con el paso de los años, fue relegando la realidad objetiva en favor de los prismas vanguardistas por los que se le identifica a nivel histórico (¿a alguien se le pasa por la cabeza alguna obra de Picasso ajena a esos prismas?). Esa transición constituye una evolución respetable a ojos del público. Que ese respeto esté cimentado en una visión casposa del arte es otra cuestión.

Y digo casposa porque a menudo la apreciación en el arte está condicionada por la sensación de laboriosidad. El público puede quedarse embelesado por el hecho de estar contemplando algo que no saben hacer, o que requiere un tiempo y un esfuerzo que no están dispuestos a invertir, y se olvidan del discurso. Seguramente "puta mierda" sea una de las descripciones más populares de las obras de Pollock. Todas las personas que he visto calificar a Pollock de puta mierda han sido personas que 1) despreciaban la falta de técnica, 2) no estaban preparados para dejarse afectar por algo que no podían describir exactamente (como si pudiesen, por otro lado, describir un Cézanne sólo porque reconocen una manzana) o 3) simple y llana superficialidad.

En cualquier caso, no tengo intención de entrar en si es la técnica la que valida al artista o el artista quien valida a la técnica. De lo que quiero hablar es de que, para mí, lo relevante de saber hacer un gorrión es que uno no olvide por qué quiso dibujar un gorrión en un primer lugar. Encontrar a alguien que no ha olvidado el objetivo de la técnica (que, a mi modo de ver, nunca debe ser la técnica en sí misma) produce alegría. Y Los Bravú no lo han olvidado.

El dúo de artistas (formado por Dea Gómez y Diego Omil) ha hecho una exposición sólida, hermosa y carente de condescendencia. Puede que en alguna de sus obras pueda detectarse cierto desequilibro, donde la saturación de recursos actuales complica el acceso a la esencia de lo que se esté viendo, pero la realidad es que eso da completamente igual porque se trata de una exposición con todo el sentido. No una selección de obras más o menos recogidas bajo un tema que muestran el la consistencia de un artista, sino una exposición con todas las de la ley. 

Hay tantos, tantísimos lugares donde tienes la sensación de estar viendo la solución más resultona de la suma entre X obras inconexas y X limitaciones espaciales, que cuando te topas con una galería donde todas las obras están interconectadas entre sí, unen fuerzas para afectar de un modo concreto al público y además están orquestadas con gusto y bien iluminadas, pues oye, te sorprende.

¿Son Los Bravú el único faro de salvación en un continente de basura? Tampoco vamos a exagerar. Hay muchas personas trabajando mucho. ¿Son esas personas una minoría? Claro, como siempre lo ha sido la verdadera calidad de cualquier campo. Y Los Bravú y El Apartamento forman parte de esa minoría.

Lo que más me ha alegrado de Donde el aire es fresco y las flores tiemblan ha sido la sensación de estar experimentando de forma simultánea lo mejor de la pintura y lo mejor del cómic. Algo que, no sé muy bien por qué, se diluye demasiado en las obras de mayor envergadura pero permanece intacto en las pinturas más pequeñas. Quizá porque el tamaño mural se les acerca más al grafiti, a la fiesta loca, mientras que en lo pequeño se constituyen viñetas.

Sea como sea, Dea y Diego utilizan la poética de su imaginario para imprimir secuencialidad donde tradicionalmente hay simultaneidad. Cuando por ejemplo vemos una pintura donde aparece una mujer en una cama con un secador de pelo, toda la información nos llega al mismo tiempo. Hasta cierto punto, recae sobre nosotros escoger qué mirar primero: la cama, la mujer, el secador. Se nos presenta una escena y nosotros la contemplamos con nuestras prioridades. En un cómic, en cambio, cada escena es compartimentada a través de su temporalidad. Deja de ser un momento y se convierte en el registro temporal de un observador que presencia dicho momento. En una viñeta el secador, en otra unas piernas sobre la cama y, finalmente, el rostro de la mujer. Los Bravú han tenido la lucidez de ofrecernos ambas cosas al mismo tiempo. Nuestras prioridades no desaparecen pero la narrativa tampoco. La contemplación no se desliga de la temporalidad pero tampoco se deja mangonear por ella. Un recurso que no han inventado ellos, claro, pero eso tampoco importa.

La cosa no va de inventar para importar. La innovación en el arte sirve para expandir formatos, generar nuevas herramientas y ampliar los límites de la satisfacción. 

A menudo, para ampliar estos límites hace falta recordar que si quieres afectar a alguien tienes que hablarle en su idioma. ¿Es ese idioma indispensable para la satisfacción plena? No lo sé. Lo que sí sé es que ver el rostro de una santa en éxtasis rodeado de tribales (una de las pinturas pequeñas de la exposición) produce un efecto renovador en la generación que se ha enamorado de personas con tribales tatuados. La intensidad de ese efecto se multiplica a lo largo de la iconografía clásica presente en la obra de Los Bravú.

En la exposición, vertebrada por el azul, hablan del llanto y de la lluvia para hablar de la imaginación y la revelación espiritual. No están, ni mucho menos, inventando la pólvora.

Spider-man es siempre Spider-man, sus superpoderes y sus traumas no cambian, pero dependiendo de cuándo haya sido trasladado al público, su rostro será diferente. Tobey Maguire, Andrew Garfield y Tom Holland son ejemplos de la persistencia de una idea seductora, del mismo  modo que sucede con Frankenstein y Guillermo del Toro o La Odisea y Christopher Nolan. 

En la obra de Dea y Diego se percibe la renovación de algo que merece la pena seguir manifestando. Una idea de lo que podría significar la belleza.

¿Habría funcionado esta exposición en cualquier otra parte? Muy posiblemente, porque las obras que la componen trabajan en equipo. No obstante, El Apartamento parece el sitio indicado para ellas. Que se me entienda bien, Los Bravú deberían tener una temporal en el Thyssen mañana. Digo que es el indicado únicamente porque tanto el galerista como los artistas son profesionales haciendo lo que aman.

En un panorama sembrado de grima y peña subidita (no hay más que ponerse un vídeo de David Uclés tocando el acordeón, si se busca un ejemplo), Los Bravú y El Apartamento transmiten entereza y disfrute.

Alejandra y yo llegamos tarde para ver la exposición el sábado por la mañana.

Diego estaba allí. Se acercó a nosotros (dos completos desconocidos). Nos preguntó cómo estábamos. Nos habló de la influencia de Jung en sus obras, nos dijo de dónde procedía la cerámica que habían utilizado para los azulejos y se ofreció a traducir el texto en gallego de una de las vasijas expuestas. Después nos dejó deambular solos por las distintas salas y, cuando quisimos darnos cuenta, la verja de la entrada estaba echada. Les pedimos perdón a él y al galerista. Estaban hablando en la entrada. No nos habían avisado de que habían cerrado. Era la hora de comer. Se limitaron a decirnos sonriendo que terminásemos de hacer la visita con calma. Como si lo importante, el objetivo de todo el asunto (y es un poco triste que esto resulte sorprendente), fuese que la gente viese la exposición.

Parece que llego tarde y que la exposición ya ha terminado. Quien no haya podido ver el misticismo y los océanos de llanto en las pinturas de Los Bravú, se tendrá que esperar a la próxima. 

Ojalá sea muy pronto.

Por mi parte, estaré muy atento a lo próximo de El Apartamento. 

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