El Louvre por una mañana

Por
Manuel Mata
27/10/2025

Me imagino llegando al amanecer, aparcando la moto, entrando en casa con una tiara de zafiros, partiéndola contra la mesilla de noche, apagando el despertador...

Alejandra se acaba de marchar al trabajo y me he quedado solo en casa. Si pudiera vender un diamante, aunque fuese pequeño, podríamos pasar la mañana juntos. Pero no puedo. No tengo diamantes.

Lo que quiero decir con esto es que estoy del lado de los ladrones del Louvre.

Por supuesto, no han tenido la elegancia y la paciencia de los ladrones de Ocean's Eleven. Han usado radiales y una escalera mecánica y en siete minutos, vestidos con chalecos de obra, se han llevado ocho joyas napoleónicas. Pero sólo la corona que se les cayó durante la huida (huyeron en moto, putos amos) tenía 56 esmeraldas y 1354 diamantes.

¿Debo sentir pena porque un armatoste confeccionado para la déspota del momento se haya abollado contra el asfalto? Yo creo que no, igual que no va a darme pena que Amancio Ortega tenga un día triste.

Los museos son lugares que debemos proteger y valorar. Eso nadie lo está poniendo en duda. No estoy diciendo que debamos desvalijarlos. Es imprescindible que una sociedad cuide de su patrimonio artístico si quiere cuidarse a sí misma. Pero pongamos por caso una sociedad en la que, por lo que sea, la gente lo está pasando mal. Pongamos que en esa sociedad hay personas que no tienen dónde caerse muertas. ¿Podemos recriminar a esas personas que releguen el cuidado del patrimonio artístico a un segundo plano para cuidarse a sí mismas? ¿A qué sistema de prioridades debemos atenernos? ¿Nos compensa que una anciana se suicide porque van a desahuciarla a cambio de conservar intacta la pulsera de una condesa que se cagaba en la boca abierta de la gente?

En cualquier caso, sé que este es un escenario poco sólido. Vender el arte de los museos para solucionar un problema que no se genera en los museos es como asesinar a una vaca para curarte la intolerancia a la lactosa. Tenemos delante cuestiones mucho más obvias como que, por un lado, en La Cañada Real no tengan acceso a la leche mientras, por otro, el rey de España sacrifica una vaca para hacerse unos zapatos.

Existe un alivio latente en las injusticias institucionalizadas. Si mañana se desplomase el Palacio de la Zarzuela, sé que mi madre se reiría.

Según parece, las joyas que han robado en el Louvre son tan famosas que resulta imposible venderlas. Los ladrones tendrán que desarmarlas, separar cada diamante, cada zafiro. Fundir las estructuras de plata y oro, darles formas indetectables. Desperdigar un pendiente napoleónico entre diez joyerías.

Me pregunto si al pueblo francés le da más pena que a mí la destrucción de esta pequeña parte de su patrimonio no porque sea suyo sino porque en su país ya no existe la monarquía. Como si hubieran tenido un ex-novio despótico al que hubieran conseguido dar la patada pero no hubiesen tirado sus cosas porque, bueno, son bonitas, y el principal problema no eran las cosas en sí sino a quién pertenecían.


La naturaleza de los ladrones es desconocida. A lo mejor forman parte de una banda organizada con contactos en Dubai y a lo mejor sólo son cuatro amigos ahogados por hipotecas y con acceso a una escalera. A lo mejor lo sabemos un día y a lo mejor la cosa se queda en el aire. La cuestión es que a mí la imagen de las joyas siendo desmanteladas me resulta agradable, y no puedo ser el único. Pienso en el prólogo de Chuck Palahniuk para el décimo aniversario de El club de la lucha, donde dice que tras publicar el libro empezó a descubrir que había clubs de la lucha por todo el mundo. Decía: "Si se me ha ocurrido a mí ha tenido que ocurrírsele antes a un millón de personas". Así que doy por hecho que a mucha gente le resulta agradable pensar en el desmembramiento de las joyas napoleónicas.

No estaría diciendo esto si hubiesen robado un Matisse o un Rembrandt. Por romántico que sea el robo de una obra de arte, tiene algo intrínsecamente egoísta. Que un Van Gogh  o un Hopper pertenezca a una colección privada, que permanezca colgado en el salón de alguien, es una desfachatez. Como si alguien comprase los derechos absolutos de Mejor... imposible y nadie pudiese volver a ver a Jack Nicholson regresando a la vida.

Entiendo que estas joyas, sobre todo desde la perspectiva de los amantes de la orfebrería y la historia, son equivalentes a cualquier obra maestra de cualquier campo artístico. Soy consciente de que la artesanía que hay detrás de esas joyas no tiene nada que ver con el talento de Napoleón III, igual que soy consciente de que el Greco no recibió clases de pintura de ningún papa. Comprendo que estos objetos son producto de un abuso de poderes pero que han sido articulados mediante una sensibilidad y una autoría valiosas. Sé que un colgante puede ser el fruto de una vida de trabajo. Sin embargo, no puedo evitar pensar que con un diamantito sangriento de esos podría pasar la mañana con Alejandra.

¿Acaso no es legítimo que el pueblo vuelva a asumir el control de aquello que se le ha forzado a hacer?

Me imagino llegando al amanecer, aparcando la moto, entrando en casa con una tiara de zafiros, partiéndola contra la mesilla de noche, apagando el despertador...

Jajajaj.

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Artes
El Louvre por una mañana
Me imagino llegando al amanecer, aparcando la moto, entrando en casa con una tiara de zafiros, partiéndola contra la mesilla de noche, apagando el despertador...
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27/10/2025

Alejandra se acaba de marchar al trabajo y me he quedado solo en casa. Si pudiera vender un diamante, aunque fuese pequeño, podríamos pasar la mañana juntos. Pero no puedo. No tengo diamantes.

Lo que quiero decir con esto es que estoy del lado de los ladrones del Louvre.

Por supuesto, no han tenido la elegancia y la paciencia de los ladrones de Ocean's Eleven. Han usado radiales y una escalera mecánica y en siete minutos, vestidos con chalecos de obra, se han llevado ocho joyas napoleónicas. Pero sólo la corona que se les cayó durante la huida (huyeron en moto, putos amos) tenía 56 esmeraldas y 1354 diamantes.

¿Debo sentir pena porque un armatoste confeccionado para la déspota del momento se haya abollado contra el asfalto? Yo creo que no, igual que no va a darme pena que Amancio Ortega tenga un día triste.

Los museos son lugares que debemos proteger y valorar. Eso nadie lo está poniendo en duda. No estoy diciendo que debamos desvalijarlos. Es imprescindible que una sociedad cuide de su patrimonio artístico si quiere cuidarse a sí misma. Pero pongamos por caso una sociedad en la que, por lo que sea, la gente lo está pasando mal. Pongamos que en esa sociedad hay personas que no tienen dónde caerse muertas. ¿Podemos recriminar a esas personas que releguen el cuidado del patrimonio artístico a un segundo plano para cuidarse a sí mismas? ¿A qué sistema de prioridades debemos atenernos? ¿Nos compensa que una anciana se suicide porque van a desahuciarla a cambio de conservar intacta la pulsera de una condesa que se cagaba en la boca abierta de la gente?

En cualquier caso, sé que este es un escenario poco sólido. Vender el arte de los museos para solucionar un problema que no se genera en los museos es como asesinar a una vaca para curarte la intolerancia a la lactosa. Tenemos delante cuestiones mucho más obvias como que, por un lado, en La Cañada Real no tengan acceso a la leche mientras, por otro, el rey de España sacrifica una vaca para hacerse unos zapatos.

Existe un alivio latente en las injusticias institucionalizadas. Si mañana se desplomase el Palacio de la Zarzuela, sé que mi madre se reiría.

Según parece, las joyas que han robado en el Louvre son tan famosas que resulta imposible venderlas. Los ladrones tendrán que desarmarlas, separar cada diamante, cada zafiro. Fundir las estructuras de plata y oro, darles formas indetectables. Desperdigar un pendiente napoleónico entre diez joyerías.

Me pregunto si al pueblo francés le da más pena que a mí la destrucción de esta pequeña parte de su patrimonio no porque sea suyo sino porque en su país ya no existe la monarquía. Como si hubieran tenido un ex-novio despótico al que hubieran conseguido dar la patada pero no hubiesen tirado sus cosas porque, bueno, son bonitas, y el principal problema no eran las cosas en sí sino a quién pertenecían.


La naturaleza de los ladrones es desconocida. A lo mejor forman parte de una banda organizada con contactos en Dubai y a lo mejor sólo son cuatro amigos ahogados por hipotecas y con acceso a una escalera. A lo mejor lo sabemos un día y a lo mejor la cosa se queda en el aire. La cuestión es que a mí la imagen de las joyas siendo desmanteladas me resulta agradable, y no puedo ser el único. Pienso en el prólogo de Chuck Palahniuk para el décimo aniversario de El club de la lucha, donde dice que tras publicar el libro empezó a descubrir que había clubs de la lucha por todo el mundo. Decía: "Si se me ha ocurrido a mí ha tenido que ocurrírsele antes a un millón de personas". Así que doy por hecho que a mucha gente le resulta agradable pensar en el desmembramiento de las joyas napoleónicas.

No estaría diciendo esto si hubiesen robado un Matisse o un Rembrandt. Por romántico que sea el robo de una obra de arte, tiene algo intrínsecamente egoísta. Que un Van Gogh  o un Hopper pertenezca a una colección privada, que permanezca colgado en el salón de alguien, es una desfachatez. Como si alguien comprase los derechos absolutos de Mejor... imposible y nadie pudiese volver a ver a Jack Nicholson regresando a la vida.

Entiendo que estas joyas, sobre todo desde la perspectiva de los amantes de la orfebrería y la historia, son equivalentes a cualquier obra maestra de cualquier campo artístico. Soy consciente de que la artesanía que hay detrás de esas joyas no tiene nada que ver con el talento de Napoleón III, igual que soy consciente de que el Greco no recibió clases de pintura de ningún papa. Comprendo que estos objetos son producto de un abuso de poderes pero que han sido articulados mediante una sensibilidad y una autoría valiosas. Sé que un colgante puede ser el fruto de una vida de trabajo. Sin embargo, no puedo evitar pensar que con un diamantito sangriento de esos podría pasar la mañana con Alejandra.

¿Acaso no es legítimo que el pueblo vuelva a asumir el control de aquello que se le ha forzado a hacer?

Me imagino llegando al amanecer, aparcando la moto, entrando en casa con una tiara de zafiros, partiéndola contra la mesilla de noche, apagando el despertador...

Jajajaj.

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