Durante los últimos meses he tenido muchas conversaciones sobre arte con distintas personas. He escogido tres como ejemplos de cómo están las cosas.
La primera tuvo lugar en restaurante japonés. Mi interlocutor era un artista y profesor de bellas artes jubilado. Mientras masticaba edamame me trasladó su alivio por haber dejado por fin la enseñanza y poder dedicarse a sus cosas en lugar de discutir con post-adolescentes sobre el sentido de la contemporaneidad. Cabe decir que este profesor en particular, además de ser una persona tierna e inteligente, era una de los pocos docentes de su facultad verdaderamente comprometidos con mostrar el estado actual del arte. Con esto me refiero a una preocupación genuina por, por ejemplo, no mencionar a Joseph Beuys sin antes haber introducido a Lorenza Böttner, no hacerle una felación académica a la visceralidad Pollock para en cambio mostrar la solidez de John Cage o no infravalorar a Daniel Johnston sólo porque existe Antonio López. En resumen, alguien que no se deja apelmazar por la inercia. Alguien valioso.
Lo que me sorprendió de él fue su desesperanza cuando dejamos de hablar del alumnado, que según él sólo tenía ojos para los bodegones al óleo, y pasamos a hablar del público del arte en general. La sentencia que se me quedó grabada fue la siguiente: "A la gente no le interesa el arte". Y el subtítulo que la apuntalaba era que a la gente no le interesaba comprender el arte, que no se esforzaba por que le gustase el arte contemporáneo pero luego se dejaban llevar por la Rosalía de turno porque no necesitaban pensar.
Le pregunté si no creía que era responsabilidad del arte seducir a las personas.
Me dijo que no.
Le pregunté si creía que tenía sentido decirle a alguien "esfuérzate por quererme" o "esfuérzate por encontrarme deseable". Si no le parecía que, fuese o no su rollo, Rosalía sabía seducir.
Me respondió que la responsabilidad del artista no era seducir al público, sino crear arte. Lo cual es muy cierto, claro, pero tampoco vamos a convertir ahora en responsabilidad del público romper con un mazo el hermetismo semiótico donde el artista de turno ha decidido hacerse una paja, ¿no?
La segunda conversación tuvo lugar en una coctelería. Mi interlocutora era una yogui de mi edad con la que solía ir al cine de vez en cuando. En lo concerniente al arte, contaba con un positivismo indiscriminado, que hacía las críticas inadmisibles. En nuestra conversación su statement fue una de las consignas favoritas de quienes creen que la excelencia se obtiene a partir de la magia: "Todo el mundo es un artista". No le pareció aceptable que yo no estuviese acuerdo.
Me dijo que todo era posible mientras uno estuviese en armonía y tuviese la serenidad para canalizar la energía del universo. "Si yo quisiera", me dijo, "podría hacer ahora mismo un dibujo que sería tan bueno como cualquiera de los que hay colgados en el MoMa. Puedo hacer todo lo que me proponga. Todo sin excepción".
Intenté trasladarle la idea de que no todo el mundo es un artista pero que quizá cualquiera pueda convertirse en uno si encuentra algo que le importe lo suficiente. Le dije que, a mi modo de ver, un trompetista no se fabricaba lanzando una trompeta a la multitud como si fuese el ramo de flores de una boda. "¿O podrías incorporarte ahora mismo a una banda de música si te diese una trompeta?", le pregunté.
Dijo que sí.
Me llamó snob por ponerlo en duda.
¿Soy elitista por creer que para ser trompetista hay que saber tocar la trompeta?
La expresión en cualquier formato artístico está íntimamente ligada a la técnica. Sin técnica no hay expresión. Sin expresión no hay nada. Comprendo que a menudo es fácil confundir la sencillez de un estilo con la soltura inherente a un medio o corriente. Cuando yo estudiaba, por ejemplo, la pintura abstracta daba la impresión de ser asequible simplemente porque no debía corresponderse con una vara de medir externa (un jarrón, un cuerpo, lo que fuera), y en consecuencia producía en el alumnado un brote de arrogancia. El hecho de que algo no fuese reconocible producía un sentimiento de legitimidad, obviamente estéril. Del mismo modo, me supongo que cada año se fundan miles de bandas punk que efectivamente cantan a gritos pero no están lo bastante enfadadas para llegar al estado real de las cosas.
En cualquier caso, mi segunda interlocutora puso sobre la mesa un estado de la cuestión realmente interesante: muchas personas creen que los museos son un lugar donde cualquiera puede estar (lo cual es bonito y, a grandes rasgos, cierto) pero donde no se les permite la entrada porque hay fuerzas prepotentes que impiden su reconocimiento (¿acaso no creían muchos de sus coetáneos que Van Gogh era un puto incompetente?). Un síntoma más que claro de la educación basada en el anhelo de ser descubierto.
Hablo aquí de descubrimiento en el sentido que Dominic Sessa fue descubierto por Susan Shopmaker en la escuela donde rodaron The Holdovers (preciosa) y de la que Sessa fue co-protagonista. Durante el tiempo que impartí clase en la facultad de bellas artes, me topé con que un 80% del alumnado estaba más preocupado por averiguar si yo era Susan Shopmaker que por conseguir expresar lo que querían expresar de la mejor manera posible. Algo fácilmente confundible con el desinterés hacia el arte del que hablaba mi primer interlocutor.
Mi tercera conversación fue con mi amigo Pablo después de haber bailado juntos como Snoop Dogg delante de un cajero automático. Pablo, además de haberse convertido en uno de los mejores contrabajistas de jazz de España a base de practicar hasta convertir sus dedos en durezas con forma de dedos, es profesor de arte en secundaria. Aquella noche me contó cuál es su respuesta cuando el alumnado le muestra lo que ha hecho en su clase y le pregunta: "¿Te gusta, profe?".
Pablo siempre les responde: "No. No me gusta y nunca me va a gustar nada de lo que hagáis. A mí no tiene que gustarme. Y si alguna vez algo me gusta, que no lo creo, no os lo voy a decir. Porque lo que hacemos aquí no va de eso".
Tal vez hable ahí su formación en el jazz, donde las cosas, antes que nada, funcionan o no funcionan. Oyéndolo es demasiado tentador imaginar una generación de chavales/as educados/as desde ese fundamento. Renunciando de base al hermetismo intelectual y a la indiferencia de la superestrella secreta. Artistas que fuesen primero capaces de hablar, luego de disfrutar hablando y por último de hablar contigo.
El deseo de descubrir anula la superficialidad. El deseo de ser descubierto, la genera. A veces la superficialidad consiste en un caparazón y a veces en el desinterés. Cuando es un caparazón, los artistas producen una especie de límite en sus obras que las personas no traspasan. No porque no lo deseen, sino porque no hay nadie hablando con ellas al otro lado. Cuando es desinterés, los artistas presentan una piscina y, sin darse cuenta de que la piscina está vacía, se preguntan por qué la gente no se pone a nadar como loca (no quiero volver a hablar de los collages de Isabel Coixet, pero si te lanzas a esa piscina te partes la crisma).
Después de ver The Holdovers, Alejandra me dijo que era la comfort movie absoluta. No quiero hacer spoilers pero creo que tiene razón y que de eso trata lo que estoy diciendo. Lo que sucede en la película es que dos personas muy distintas, que no hacían ningún esfuerzo por ser descubiertas, se descubren mutuamente.
Bien pensado hay pocas cosas más impresionantes que eso.
¿Por qué coño vamos a conformarnos con American Pie?