Jasón y las furias cerró la última noche del festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida el pasado domingo, último día de agosto, con una pelea desde las postrimerías del amor que quedará resonando en los muros del anfiteatro hasta que vuelva a abrirse el próximo verano.
Según el mito, Jasón abandonó a Medea tras diez años de matrimonio para irse con Creúsa, hija de Creonte, rey de Corinto. Su argumento era que introduciéndose en la realeza podría asegurar un mejor futuro para los hijos que tenía en común con Medea. La tragedia de Eurípides comienza con Medea en su casa desesperada, absolutamente fuera de sí, sumida en el dolor del abandono que le lleva prácticamente al delirio.
Sin la magia de Medea, Jasón nunca habría podido conseguir la gloria que obtuvo atrapando el vellocino de oro en su expedición con los argonautas. En ese momento, usó las ventajas de contar con Medea a su lado para conseguir sus propios intereses sin importarle que ella hubiese de enemistarse con su pueblo de origen llegando a despedazar a su propio hermano cegada por el amor de Jasón.

Arrebatada por el odio de la traición, Medea mata a sus propios hijos
Al recibir la terrible noticia, Jasón decide hacer un trato con las Furias -aliadas de Medea- para poder bajar al Hades y encontrarse con sus hijos y quien sabe si con suerte poder rescatarlos y llevarlos de vuelta a la Tierra. En este descenso al inframundo, Jasón ha de enfrentarse con los momentos de su vida en los que ha mentido. Se suceden entonces episodios biográficos en los que actuó de manera dudosa para conseguir sus fines.
El texto, increíblemente armado por Nando López a partir de la Medea de Eurípides, Jasón y los argonautas de Apolonio de Rodas y la Teogonía de Hesíodo entre otros relatos de la tradición, consigue con creces poner de manifiesto el problema de la ambigüedad, de la fina línea que a veces separa la verdad de la mentira y de cómo esto puede aprovecharse en favor de unos intereses propios que dejan por el camino las promesas de amor. Son muchas las licencias que el dramaturgo se toma para poder armar un andamiaje sobre el que sustentar su propuesta: la participación de las Furias como hilo conductor, las analepsis y prolepsis que se producen en el relato de la vida de Jasón o la sorprendente aparición de Orfeo en el Hades, con quien Jasón tiene una conversación acerca de su situación.
El héroe derrotado elige hacer un viaje de confrontación consigo mismo para poder llegar a la salvación. Sin embargo, vemos lo difícil que es para Jasón admitir no tanto sus acciones, sino los verdaderos motivos que le llevaron a emprenderlas. Las Furias van haciendo de guía y coro por este periplo, atormentando a Jasón con sus voces, induciéndole un delirio que paradójicamente le hace entrar por momentos en contacto con la realidad, una realidad que durante toda su vida él ha intentado crear a su antojo, intentando adaptar por medio de la manipulación a su voluntad, pero que ahora ha sido quebrada.
En realidad, Jasón no es un donjuán, alguien a quien sólo le importa la conquista por el simple hecho de conquistar. No es un siervo al servicio del juego del amor. Lo verdaderamente problemático y oscuro de este personaje que la tragedia pone de manifiesto es la facilidad con las que transita del plano afectivo al práctico o instrumental para conseguir lo que quiere en cada momento.
Suele suceder que en toda tragedia chocan dos realidades: la de lo racional y la de las entrañas. Se enfrentan entonces las leyes con el amor, la razón frente a al corazón, lo humano con lo divino. En este caso, Jasón es conocedor del funcionamiento de la estrategia, la guerra y la diplomacia, pero también de las pasiones y no tiene problema en pasar de un registro a otro continuamente arrasando con cualquier cosa que encuentre a su paso.
En un determinado momento, cuando Medea le reclama haberle jurado amor eterno, él se defiende diciendo que no mintió —porque en ese momento el acto fue sincero—, pero que es propio de los mortales asegurar tales cosas por ser su entendimiento limitado; además, alude a la posibilidad de deshacer el contrato matrimonial sin mayor dificultad por el hecho de que Medea es extranjera —no olvidemos que ella eligió el exilio por amor a él—. Así, Medea inmersa por imposición en el reino de las entrañas, sin más razón que atender en su interior que la de la venganza, pelea desde el suelo un fin del amor teñido de sangre y odio.
Lo que algunas voces han señalado como pérdida del tono trágico —una pelea de puerta de discoteca— puede también entenderse como el gemido desde las entrañas del que se nutre toda la tragedia. Las emociones más bajas actúan no sólo funcionalmente como vía hacia la catarsis, sino como motor y clamor de lo que termina subyaciendo siempre, otorgando ritmo a la obra, como un latido de fondo que bombea toda la sangre convertida en bilis, impidiendo que el conflicto se estanque, dándole salida y cauce siempre, aunque eso suponga que estalle en forma de violencia.
Unamuno, que sabía muchísimo sobre las emociones más viscerales e incómodas que cualquier ser humano puede sentir, adaptó la Medea de Séneca, que fue estrenada en la primera edición del Festival en 1933 con Margarita Xirgu como protagonista.

José Vicente Moirón (Jasón) y Carmen Mayordomo (Medea), reciben el testigo y encarnan a los protagonistas de esta tragedia con tanto recorrido en Mérida que, en esta versión, termina por desbordarse en una última escena marcada por el reproche, la traición y la derrota que permanece después de cualquier ruptura, instalando a las espectadoras en la sensación de vacío sordo que flota en el ambiente tras el arranque de ira envenenada tan característico cuando el amor es ya inservible.