Lo triste es ya no estar triste por ti

Te sorprende tu falta de rebeldía, de orgullo. No es dolor, de verdad que no. Es indiferencia, es hastío.

Te levantas medio de resaca como tantos domingos. No es ni muy tarde ni muy pronto. Sopesas si estás a tiempo de darte una ducha, bajar a desayunar y aprovechar algo de esta mañana de sol. Pero eres más perro que en tus expectativas de primavera, y apuras un poco en la cama, solo un poquito más, leyendo los whatsapps que mandaste de madrugada, borracho, borracho y seguramente cachondo. Pasas por la humillación de repasar sobrio tu comportamiento ebrio. Miras Instagram. Compruebas que bueno, que tampoco hiciste tanto el ridículo, que has salvado la noche. Tratas de que tu cerebro se entretenga con otras cosas, de no pensar demasiado en lo de unas horas. Abres la aplicación del banco. ¿Cuándo estuve yo en este bar? Cada vez es más caro salir por Madrid. El día menos pensado lo dejo y no me volvéis a ver el pelo. El complejo de culpa no se ha ido, sigue ahí. No le das demasiadas vueltas, es algo que le pasa a todo el mundo. Una amiga te dijo que se llama resaca de zorra y te hizo gracia. Llevas media hora procrastinando, siendo un despojo, odiándote en silencio. Y qué, para eso madrugas de lunes a viernes. Te haces una paja y espabilas. Por fin te levantas. Vas al baño. Vaya cara tienes, criatura. Cada día estás más viejo, esto ya no hay quien lo pare. En la cocina quedan los restos de unas cookies del Subway que te pareció bien pedir a las seis de la mañana. Lo que más disfrutas de salir por la noche es recenar. Te quedas un rato mirando por la ventana. Estás en calzoncillos para alegría de las vecinas y tienes la mirada perdida. Tan poética escena no responde a una supuesta condición de hombre atormentado, ligeramente interesante, perdido en sus reflexiones. Tú lo único en lo que estás pensando es en quién saldrá de lateral derecho. El momento de retrospección mañanera dura poco, improvisas un jersey con unos vaqueros, te pones las gafas de sol, los cascos, cuatro o cinco sprays a una colonia que no te dice nada, perfecta para los días grises como hoy. Es raro, porque desde que has amanecido has tenido el mismo pensamiento recurrente ahí, escondido pero enseñando la patita, como el lobo en el cuento. Y sin embargo, tampoco le has dejado pasar del todo. Sientes que tú tampoco estás a la altura de la situación, que hoy no llevas tu camiseta de la suerte, que no sigues los rituales de las grandes citas. Pareces abatido. Por tu aspecto cualquiera diría que van a jugar contra el Valladolid en vez de por la liga, no me jodas. Llegas a casa de tus padres por inercia, porque es domingo y los domingos comes con tus padres, porque es algo que has hecho siempre, porque sabes que a ellos les gusta y porque siguiendo la costumbre te complaces en la falsa ilusión de que eres un buen hijo, y, por tanto, una buena persona. Y además te viene bien ese ratito de paz antes de ser asesinado por tu tarde de domingo. Te sientas en el sofá de siempre, pero es distinto. No te importa nada, ni siquiera los onces. No estás pegado a la tele cuarenta minutos antes de que empiece. Y cuando empieza tampoco sientes ese cosquilleo ya sólo reservado a uno o dos partidos al año. Los goles ya ni los celebras. No mientras esté el VAR y se pueda retrotraer a 1978 para decirnos que en el inicio de la jugada existió una posible mano. El VAR ha matado al fútbol, no hay día que no lo pienses. Ni parpadeas cuando ellos meten el primero. Ni el segundo. El tercero te hace hasta gracia. Con el cuarto pegas un grito, más por convencerte de que todavía hay ahí una rabia interna y comprobar así que sigues mínimamente vivo. Pero qué pedazo de hijos de puta, piensas, aunque no sabes si lo dices por ellos o por los tuyos. Te caen mal todos. Te caen mal los comentaristas, te caen mal los árbitros, te cae mal tu padre que maldita la hora que te hizo de este equipo. Te cae mal Travis Scott y la que canta Fuego mantenlo prendido. Te caes mal tú. Te das cuenta de que eres un auténtico miserable, que has perdido la curiosidad, que a estas alturas todo te resulta indiferente, que lo único que te pone es ver al rival perder, y cuanto más cruel sea su derrota mejor. Eres un sádico y eres un mediocre. No te gusta demasiado reconocerlo pero chico, es una evidencia. Pasan los minutos y tú ahí sigues, callado, quieto. Antes jugabas desde el sofá. En tu cabeza se jugaba otro partido. Hacías mentalmente los cambios que el equipo pedía, tirabas diagonales a la espalda del central. Te sentías culpable si dejabas de prestar atención diez segundos. Si os marcaban, tú tenías tu parte de responsabilidad. Pero ahora no, ahora todo es distinto. Te sorprende tu falta de rebeldía, de orgullo. No es dolor, de verdad que no. Es indiferencia, es hastío. Y eso es lo que más te duele, mucho más que la goleada. Lo triste es ya no estar triste por ti.

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Lo triste es ya no estar triste por ti

Te sorprende tu falta de rebeldía, de orgullo. No es dolor, de verdad que no. Es indiferencia, es hastío.

Te levantas medio de resaca como tantos domingos. No es ni muy tarde ni muy pronto. Sopesas si estás a tiempo de darte una ducha, bajar a desayunar y aprovechar algo de esta mañana de sol. Pero eres más perro que en tus expectativas de primavera, y apuras un poco en la cama, solo un poquito más, leyendo los whatsapps que mandaste de madrugada, borracho, borracho y seguramente cachondo. Pasas por la humillación de repasar sobrio tu comportamiento ebrio. Miras Instagram. Compruebas que bueno, que tampoco hiciste tanto el ridículo, que has salvado la noche. Tratas de que tu cerebro se entretenga con otras cosas, de no pensar demasiado en lo de unas horas. Abres la aplicación del banco. ¿Cuándo estuve yo en este bar? Cada vez es más caro salir por Madrid. El día menos pensado lo dejo y no me volvéis a ver el pelo. El complejo de culpa no se ha ido, sigue ahí. No le das demasiadas vueltas, es algo que le pasa a todo el mundo. Una amiga te dijo que se llama resaca de zorra y te hizo gracia. Llevas media hora procrastinando, siendo un despojo, odiándote en silencio. Y qué, para eso madrugas de lunes a viernes. Te haces una paja y espabilas. Por fin te levantas. Vas al baño. Vaya cara tienes, criatura. Cada día estás más viejo, esto ya no hay quien lo pare. En la cocina quedan los restos de unas cookies del Subway que te pareció bien pedir a las seis de la mañana. Lo que más disfrutas de salir por la noche es recenar. Te quedas un rato mirando por la ventana. Estás en calzoncillos para alegría de las vecinas y tienes la mirada perdida. Tan poética escena no responde a una supuesta condición de hombre atormentado, ligeramente interesante, perdido en sus reflexiones. Tú lo único en lo que estás pensando es en quién saldrá de lateral derecho. El momento de retrospección mañanera dura poco, improvisas un jersey con unos vaqueros, te pones las gafas de sol, los cascos, cuatro o cinco sprays a una colonia que no te dice nada, perfecta para los días grises como hoy. Es raro, porque desde que has amanecido has tenido el mismo pensamiento recurrente ahí, escondido pero enseñando la patita, como el lobo en el cuento. Y sin embargo, tampoco le has dejado pasar del todo. Sientes que tú tampoco estás a la altura de la situación, que hoy no llevas tu camiseta de la suerte, que no sigues los rituales de las grandes citas. Pareces abatido. Por tu aspecto cualquiera diría que van a jugar contra el Valladolid en vez de por la liga, no me jodas. Llegas a casa de tus padres por inercia, porque es domingo y los domingos comes con tus padres, porque es algo que has hecho siempre, porque sabes que a ellos les gusta y porque siguiendo la costumbre te complaces en la falsa ilusión de que eres un buen hijo, y, por tanto, una buena persona. Y además te viene bien ese ratito de paz antes de ser asesinado por tu tarde de domingo. Te sientas en el sofá de siempre, pero es distinto. No te importa nada, ni siquiera los onces. No estás pegado a la tele cuarenta minutos antes de que empiece. Y cuando empieza tampoco sientes ese cosquilleo ya sólo reservado a uno o dos partidos al año. Los goles ya ni los celebras. No mientras esté el VAR y se pueda retrotraer a 1978 para decirnos que en el inicio de la jugada existió una posible mano. El VAR ha matado al fútbol, no hay día que no lo pienses. Ni parpadeas cuando ellos meten el primero. Ni el segundo. El tercero te hace hasta gracia. Con el cuarto pegas un grito, más por convencerte de que todavía hay ahí una rabia interna y comprobar así que sigues mínimamente vivo. Pero qué pedazo de hijos de puta, piensas, aunque no sabes si lo dices por ellos o por los tuyos. Te caen mal todos. Te caen mal los comentaristas, te caen mal los árbitros, te cae mal tu padre que maldita la hora que te hizo de este equipo. Te cae mal Travis Scott y la que canta Fuego mantenlo prendido. Te caes mal tú. Te das cuenta de que eres un auténtico miserable, que has perdido la curiosidad, que a estas alturas todo te resulta indiferente, que lo único que te pone es ver al rival perder, y cuanto más cruel sea su derrota mejor. Eres un sádico y eres un mediocre. No te gusta demasiado reconocerlo pero chico, es una evidencia. Pasan los minutos y tú ahí sigues, callado, quieto. Antes jugabas desde el sofá. En tu cabeza se jugaba otro partido. Hacías mentalmente los cambios que el equipo pedía, tirabas diagonales a la espalda del central. Te sentías culpable si dejabas de prestar atención diez segundos. Si os marcaban, tú tenías tu parte de responsabilidad. Pero ahora no, ahora todo es distinto. Te sorprende tu falta de rebeldía, de orgullo. No es dolor, de verdad que no. Es indiferencia, es hastío. Y eso es lo que más te duele, mucho más que la goleada. Lo triste es ya no estar triste por ti.

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