Soy una persona desconocida para la mayoría de la humanidad. Soy nadie, prácticamente nadie, para un montón de personas que desconocen mi nombre, mis ojos marrones, mi pelo desordenado y mi forma de mover las manos cuando me entusiasmo o de cambiar la mirada cuando no quiero hablar pero necesito, requiero o me divierte decir algo sin mediar palabra.
Somos personas desconocidas, en general, para cualquiera. Qué te voy a decir que no sepas. No es por quitarnos importancia, sino por ponernos en nuestro sitio: somos gente que no se conoce.
Y, de la misma nada, de ese vacío en el que nos movemos, de repente, como en un baile cósmico, mágico, químico, natural, nos cruzamos con alguien y es como si se armase un universo, un big bang. Algo que explicó mi compañero Guzmán aquí y me fascinó: «mucho tiene que ver el amor con las galaxias, con las hipérbolas y las elipses, con la fuerza de la gravedad. Esa fuerza intangible que nos arrastra, como si la realidad estuviera hecha de vacío y la otra persona fuese un tremendo aspirador».
Pero déjame que te lo explique sin irme a miles de kilómetros de este suelo en el que hoy estoy escribiendo. Cruzarte con alguien desconocido y pasar a conocerlo es algo así como si la primera hojita de una planta naciese dónde antes sólo había tierra yerma. Pero si aquí no había nada, pero esto cómo puede ser. Yo qué sé, es como si un atrevido brote verde, flojito y valiente se asomase entre el hueco ínfimo del abrumador y pesado asfalto gris.
Escribió Irene Vallejo en una columna del País una frase que recorre internet desde hace ya mucho (pero ella la escribió fantástica: «Cuando una relación se rompe, muere un dialecto».
Vallejo dice que con esa pérdida se pierde también una perspectiva única sobre la vida.
Y es que, claro, antes aquella canción era sólo una canción que te gustaba, ahora es la que cantasteis en aquel portal de madrugada. Aquella que le enseñas a alguien a quién quieres mostrarte o mostrarle una parte de lo que eres. Ahora esta canción es un trocito de mi mundo, de cómo lo veo, de lo que siento y de lo que, de manera más consciente o errática y desordenada, me nace decirte. O la mesa esa de la esquina, la broma interna, la forma ridícula de llamar a algo.
Como humanos inventamos palabras cuando creamos realidades o cuando precisamos darle nombre a algo que surge y que previamente no era. También en el amor, aunque en muchas ocasiones sea otorgándole significados nuevos a algunas que ya vivían.
No existíamos antes, ahora sí. Y eso no tiene un nombre, tiene decenas de ellos: vocablos, adjetivos, adverbios terminados en -mente. Qué es el nacimiento de la intimidad, si no el nacimiento de una lengua a través de una conversación infinita. Cuando una relación se rompe, muere un dialecto, pero cuando algo nace, se vuelve a crear uno completamente nuevo.
Algo que se erige como poderoso frente a la tristeza y al desánimo. Un atrevido brote verde, flojito pero valiente asomándose entre el hueco ínfimo del abrumador y pesado asfalto gris.