No sex #32: Amores de verano

Siguen existiendo aun cuando vas creciendo. Son una cápsula, una manera de estar que en la adultez se traduce en viajes inesperados

Se acerca peligrosamente, lo huelo, un artículo costumbrista sobre el verano, la silla de playa, los libros que son para esta época del año, el regreso a la infancia, los helados y sus sabores, las noches cálidas y húmedas, el zambullido en el mar, el sonido de las chicharras, el vino congelado, el pelo desastroso, los nuevos lunares por la piel. 

El verano nos atropella, entra de lleno, y con él todas las posibilidades. Por qué no, me digo, por qué no, me repito, casi a modo de mantra. Ya estoy terminando Yoga, mi primer libro veraniego, lo hago bajo el sol mediterráneo, alternando toalla, silla y chapuzón. Y pienso en ellos: en los amores de verano. Me gusta pensarlos como entidad  grupal,  no como seres independientes. El amor de verano es cultura, es humanidad, es transversal, es quizás universal en aquellos países en los que sí distinguimos las estaciones —algo que está demostrado que hace más notorio el paso del tiempo que en aquellos lugares en los que siempre hace la misma temperatura (y en los que se vive en una especie de sopor y letargo, maravilloso por otro lado, pero sopor al fin y al cabo)—.

Los amores de verano suelen ser, casi siempre, los primeros amores. En verano los lunes son sábados y los sábados martes, se deshacen los horarios, los uniformes, las clases extraescolares y los deberes. Tú tienes 12 o 13 años y estás allí mirando a una pared sin hacer nada, te sientas en la acera con tus amigos a ver pasar la gente, bajas a la playa y te metes un paquete de fantasmitos al salir del mar que compras con el euro que te han dado. Subes de la playa, tus padres te dicen que no salgas tan temprano pero tú sales a pleno sol hasta el lugar de las chucherías y te compras un kojak que luego se hace chicle y mascas tu chicle y ves a un grupo de chicos pasar. Ya lo decían Sonia y Selena: «Cuando llega el calor, los chicos se enamoran».

Y de repente abres los ojos y estás en las escaleras de algún portal al lado de cualquier otro portal cerquita del paseo de la playa enfrente de un chico que se atreve a decirte algo así como si ‘quieres salir con él’ y te mueres de vergüenza pero a ti también te gusta. Y hay, quizás, algunos besos. Besos que se diluyen en cuanto llega septiembre y cada uno vuelve a su lugar original con la sensación de que es un poquito más mayor, un poquito más capaz de hacer otras cosas, porque qué da el amor sino ese ímpetu para hacer otras cosas.

Moonrise Kingdom, Wes Anderson, 2012

De esos veranos hay algo que me fascina, voy como una mosca hacia la luz, irremediable y divertida, y es el hecho irrefutable de que los amores de verano siguen existiendo aun cuando vas creciendo. Son una cápsula, una manera de estar que en la adultez se traduce en viajes inesperados y grandes noches con personas que no sabes que serán pero sí que están siendo en este momento. Un magnífico recordatorio de que estamos vivos y de que la alegría es tan fugaz como real, que importa bien poco que se esfume porque sus remanentes hacen placentera la transición hacia el otoño.

El amor de verano es más honesto, más desvergonzado, nos vemos todos en bañador, con el pelo pegado a la cabeza, la crema mal puesta, los pies al aire, las siestas boca arriba y el despertador apagado. Aquí sabremos a qué hora nos despertamos si nadie nos lo pide y qué clase de persona somos: los del helado de fruta o todos los demás.

En verano es todo más ligero, algo que debería contagiarse a las otras estaciones, y que me hace lanzar un par de propuestas finales: una, debería estar prohibido huir ante la posibilidad de un romance veraniego, y dos, siempre tenemos la posibilidad de crear un affaire estival con alguien con el que ya compartamos la vida, sea esta otoñal o incluso invernal.

La cuestión, en el fondo, es tener una excusa para recordar que podemos crear felicidad encapsulada con nuestras propias manos y que eso sólo se logra dejándonos mecer por una pizca irresponsabilidad y otra de pragmatismo. Existe sólo este verano, este verano no existirá más y eso debería tener al menos un amor para celebrarlo.

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Costumbres

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Siguen existiendo aun cuando vas creciendo. Son una cápsula, una manera de estar que en la adultez se traduce en viajes inesperados

Se acerca peligrosamente, lo huelo, un artículo costumbrista sobre el verano, la silla de playa, los libros que son para esta época del año, el regreso a la infancia, los helados y sus sabores, las noches cálidas y húmedas, el zambullido en el mar, el sonido de las chicharras, el vino congelado, el pelo desastroso, los nuevos lunares por la piel. 

El verano nos atropella, entra de lleno, y con él todas las posibilidades. Por qué no, me digo, por qué no, me repito, casi a modo de mantra. Ya estoy terminando Yoga, mi primer libro veraniego, lo hago bajo el sol mediterráneo, alternando toalla, silla y chapuzón. Y pienso en ellos: en los amores de verano. Me gusta pensarlos como entidad  grupal,  no como seres independientes. El amor de verano es cultura, es humanidad, es transversal, es quizás universal en aquellos países en los que sí distinguimos las estaciones —algo que está demostrado que hace más notorio el paso del tiempo que en aquellos lugares en los que siempre hace la misma temperatura (y en los que se vive en una especie de sopor y letargo, maravilloso por otro lado, pero sopor al fin y al cabo)—.

Los amores de verano suelen ser, casi siempre, los primeros amores. En verano los lunes son sábados y los sábados martes, se deshacen los horarios, los uniformes, las clases extraescolares y los deberes. Tú tienes 12 o 13 años y estás allí mirando a una pared sin hacer nada, te sientas en la acera con tus amigos a ver pasar la gente, bajas a la playa y te metes un paquete de fantasmitos al salir del mar que compras con el euro que te han dado. Subes de la playa, tus padres te dicen que no salgas tan temprano pero tú sales a pleno sol hasta el lugar de las chucherías y te compras un kojak que luego se hace chicle y mascas tu chicle y ves a un grupo de chicos pasar. Ya lo decían Sonia y Selena: «Cuando llega el calor, los chicos se enamoran».

Y de repente abres los ojos y estás en las escaleras de algún portal al lado de cualquier otro portal cerquita del paseo de la playa enfrente de un chico que se atreve a decirte algo así como si ‘quieres salir con él’ y te mueres de vergüenza pero a ti también te gusta. Y hay, quizás, algunos besos. Besos que se diluyen en cuanto llega septiembre y cada uno vuelve a su lugar original con la sensación de que es un poquito más mayor, un poquito más capaz de hacer otras cosas, porque qué da el amor sino ese ímpetu para hacer otras cosas.

Moonrise Kingdom, Wes Anderson, 2012

De esos veranos hay algo que me fascina, voy como una mosca hacia la luz, irremediable y divertida, y es el hecho irrefutable de que los amores de verano siguen existiendo aun cuando vas creciendo. Son una cápsula, una manera de estar que en la adultez se traduce en viajes inesperados y grandes noches con personas que no sabes que serán pero sí que están siendo en este momento. Un magnífico recordatorio de que estamos vivos y de que la alegría es tan fugaz como real, que importa bien poco que se esfume porque sus remanentes hacen placentera la transición hacia el otoño.

El amor de verano es más honesto, más desvergonzado, nos vemos todos en bañador, con el pelo pegado a la cabeza, la crema mal puesta, los pies al aire, las siestas boca arriba y el despertador apagado. Aquí sabremos a qué hora nos despertamos si nadie nos lo pide y qué clase de persona somos: los del helado de fruta o todos los demás.

En verano es todo más ligero, algo que debería contagiarse a las otras estaciones, y que me hace lanzar un par de propuestas finales: una, debería estar prohibido huir ante la posibilidad de un romance veraniego, y dos, siempre tenemos la posibilidad de crear un affaire estival con alguien con el que ya compartamos la vida, sea esta otoñal o incluso invernal.

La cuestión, en el fondo, es tener una excusa para recordar que podemos crear felicidad encapsulada con nuestras propias manos y que eso sólo se logra dejándonos mecer por una pizca irresponsabilidad y otra de pragmatismo. Existe sólo este verano, este verano no existirá más y eso debería tener al menos un amor para celebrarlo.

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