Decía el otro día @inesottta: “Lo siento, pero no me creo que el amor de tu vida esté justo en tu pueblo”
A lo que respondía @JohannesTopo: “
Pues resulta que el amor de tu vida vendrá probablemente de unas condiciones familiares, económicas y sociales muy similares que hayan condicionado su cosmovisión, objetivos y plan de vida de manera muy similar a la tuya.
Osea, de tu pueblo.”
Ambas respuestas se hicieron virales. Nos encanta teorizar acerca de los amores de la vida, especialmente en esta columna, que para eso la tenemos.
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Llegué a mi pueblo hace tres días, vengo siempre a pasar el verano, me descalzo, me pongo vestidos anchos, me hago una coleta, salgo a pasear al mar y siempre, aunque no quiera, me encuentro con gente que conozco. Bromeo con mis amigos, a los que me encuentro yendo a pasear sola, y los tres decimos que damos la bienvenida a nuestro verano público. Es casi imposible tener intimidad porque en un pueblo te conocen o conoce a tu abuela, a tu madre, a tu hermano o fueron profesores tuyos o son primos de tu amiga, o vecinos de antes.
Por eso déjame arremangarme para hablar de amores de vidas y pueblos.
Mi pueblo tiene unos 28.000 habitantes, de los cuales sólo 2.400 tienen entre 28 y 35 años, y créeme cuando te digo que todos hemos salido a los mismos lugares en nuestra adolescencia y hemos estudiado en los cinco colegios que había. Créeme, entonces, cuando te digo que nos conocemos todos, aunque sea de vista.
Me aventuro a desgranar algo: si siempre has vivido en tu pueblo y continúas en tu vida adulta viviendo en ese pueblo es muy posible que el amor de tu vida esté en ese pueblo porque esa es tu realidad, es el escenario en el que te has movido, lo que conoces, lo natural, lo orgánico. Ese pueblo, incluso, podría extrapolarse al barrio de una gran ciudad, dónde en ocasiones y según que barrios, también se da cierta familiaridad.
Es lo normal: todos necesitamos un contexto compartido para enamorarnos. En los pueblos es más evidente pero también ocurre en las grandes ciudades o cuando las personas de estos pueblos empezamos a vivir fuera.
En la adolescencia y en la década de los veinte casi sirve que ‘te guste alguien’ para estar con él o ella, ya es bastante gustarse, haberse cruzado. Cuando empiezan a asomar los treinta ese ‘que te guste’ se enfrenta a algunas (muchas) variables más: momento vital de ambas personas, espacio geográfico (¿vivo aquí pero quiero quedarme aquí? ¿O estoy de paso?), paternidad, estilo de vida, aficiones compatibles o complementarias, valores, ideologías. Enamorarse a los treinta, aunque siga siendo idiota (y que lo sea siempre), tiene más consecuencias que los veinte y, claro, eso condiciona el espacio dónde se encuentra.
No es que el arrebato desaparezca, sigue siendo necesario pero forma parte de una tarta más grande, o quizás es incluso una parte de un menú que debe ser completo para que dos enamorados acaben convirtiéndose en eso de ‘amor de la vida’.*
Es como si debiesen darse un equilibrio entre los ingredientes: cierto misterio que da lo desconocido, todo lo que podamos aprender de nuevo, y la bonita seguridad de compartir algo intangible que ejerce de pegamento, esos lugares comunes, espacios dónde aunque no nos conociésemos nos habríamos podido encontrar.
Y bueno, dice Berta García-Faet, el amor es coincidir. Pues eso: pueblo, ciudad, avión, tren, app de citas, bar un sábado, concierto, evento de sustrato. Coincidir.
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*amor de la vida entendiéndose como ese gran amor con el que se decide emprender una gran aventura. También podría ser ese gran amor inconcluso pero prefiero pensar que el amor de la vida es con el que apuestas a pasar tu vida.