Cuando hace alrededor de una década se insistía en la democratización de la música, se pensaba en cómo el fácil acceso a dispositivos de grabación e infraestructuras –muchas veces de carácter doméstico y que participaban de las lógicas del DIY– estaban alterando –o, mejor dicho, haciendo tambalear– los cimientos de la industria musical. Así, se reconfiguraron los modos de hacer de la industria, aparecieron otros géneros musicales como el bedroom pop y se renovaron las caras protagonistas de la escena musical, dando lugar a una proliferación de artistas muy jóvenes con su consecuente dificultad de ser integrados en la industria y con unas lógicas de rápido auge-boom y la —más rápida si cabe— caída-desaparición que han generado tantos juguetes rotos en los últimos años. El cantante, el artista musical, no requería, a partir de ese momento, de grandes medios; su figura había sido desplazada, suplantada; las canciones se acortaban; el ritmo de producción y consumo se aceleraba: cada vez más joven, más precoz, más productivo, resquebrajando aún más las lógicas de alta y baja cultura, de virtuosismo y calidad técnica…
No vengo ahora a hablar de todo esto sino de su contrapartida. No vengo a hablar de aquel supuesto “intrusismo” que mosqueó a tantos puretas de la escena, sino de otro “parasitismo” que funciona, podríamos decir, en dirección opuesta: la del famoso, youtuber, influencer, actor o futbolista que quiere ser cantante y que, disponiendo sobradamente de las condiciones económicas para una buena producción, masterización, etc., saca temas para alimentar su ego y acercarse a una cierta idea de artista en sintonía muchas veces con un lenguaje memético-irónico y camaleónico con el propio medio (musical) en el que se inscribe. Ser cantante mola, todos quieren ser cantantes en YouTube: desde Plex hasta Ricky Edit, pasando por Aron Piper, Nil Ojeda, el Cejas o Juan Beato…, y la lista es infinita. Ninguno quiere ser pintor, escultor, artista de land art o muralista. Quieren ser cantantes. Porque esta –la música– supone la forma de producción artística con mayor visibilidad, más accesible, inmediata y asequible, y con resultados más rápidos y gratificantes para estos perfiles creativos. La música, en este caso la producción de singles con estribillo pegadizo y facilón, viene a ser la forma que más se asemeja a su contenido: a su modo de crear contenido y visibilizarlo en sus plataformas.
Pero, de nuevo, no vengo tampoco ahora a hablar de los Plex y compañía. Esto daría para otro artículo, donde se podría analizar qué cantan estos no-cantantes; cómo filman sus videoclips; qué géneros musicales adoptan; a quiénes copian y qué objetivos persiguen con estas producciones... Scrolleando la noche del 31 de agosto, me encontraba para mi sorpresa con el nuevo hit o meme viral-musical del momento –según quien te lo cuente–: Sergio Ramos (exjugador del Real Madrid y actual componente del equipo mexicano Club de Fútbol Monterrey) y su CIBELES, el pelotazo post-verano que ya es número 1 tendencias musicales en YouTube y que, dos días después de que saliera (y mientras escribo esto), ha alcanzado ya más de un millón y medio de visualizaciones en la plataforma roja. ¿A qué se debe su éxito? ¿Por qué digo meme? Un meme no deseado, esto es, no diseñado o concebido como meme, se propulsa con el doble de fuerza y viralidad que un “auténtico” meme, si es que tal cosa existiera. Algo de esto ha sucedido con CIBELES, una mezcolanza de ego trip y nostalgia futbolera a la manera de beef a Florentino, donde lo ridículo, lo épico y lo patético están presentes a partes iguales, dando vía libre a un consumo fanático y melancólico al tiempo que también invitando a una escucha irónica y distanciada de las emociones, valores y reclamas que Sergio Ramos encarna en ese madridismo dolido y lastimero.
Analicemos los cuatro primeros planos del videoclip, porque son genuinamente reveladores. El primero: desde el edificio Metrópolis de Madrid baja un caballo blanco, esbelto e impoluto –una suerte de escenificación del madridismo más bravo y puro: primera analogía de la propia figura de Sergio Ramos que mira de frente al caballo que se le acerca y quien lo recibe con serenidad en un Madrid vacío, casi distópico–. Segundo plano: triple tautología, o tautología al cubo. Desaparece la escena ecuestre y se abandona el encuadre general de la calle Alcalá para enfocar la estatua de Cibeles y el Palacio de Cibeles. En letras mayúsculas –blancas, claro–, se indica el nombre del videoclip que, para sorpresa de muy pocos, es CIBELES. El cielo está encapotado. Se respira una atmósfera especial, casi bélica: hay ambiente de final de Champions. Y, sin embargo, en este videoclip no habrá que esperar hasta el minuto 93 de partido puesto que ya con los tercer y cuarto planos pareciera estar todo dicho –y eso que aún Ramos no ha empezado a cantar–. Tercer plano: aparece un Sergio Ramos pedestalizado, sentado de espaldas sobre un ortoedro de apariencia marmórea en pose de El Pensador de Auguste Rodin. Arrancan las primeras notas del tema, generando un aura de epicidad anticipada, gloria pretérita y cierta tristeza o añoranza por un pasado ilustre, celestial. Cualquier tiempo pasado fue mejor, nos dice la canción. ¿No hay vuelta atrás? ¿Solo cabe vivir del recuerdo?, parece al mismo tiempo preguntarse. Un plano de cerca de la escultura de Cibeles, con el rostro enmudecido de la propia diosa Cibeles y una ciudad vaciada –de afición, de tráfico, de esperanza por el porvenir futbolístico– como protagonistas, componen el cuatro y último plano del videoclip antes de que arranque la música.
Como decíamos: aparece en escena un Ramos cabizbajo, ahora cantando a cámara. Un Ramos claramente dolido que hace de la simbología madridista, tatuada en su piel –literalmente: el 93, la Cibeles, etc.–, un nuevo himno madridista. El de Camas aparece con un anillo en forma de corona –su propia corona, autoproclamado como rey– y una cadena con forma de cruz, haciendo gala de sus joyas, es decir, aquello que, como él mismo canta, se ha ganado con “sangre y sudor”. Sin embargo, se trata de un Ramos que está anclado a ese pasado de éxitos, goles que valieron Champions y poderosa capitanía madridista. Un Ramos que fue. Pero no sólo eso: Ramos aparece claramente dolido por su salida forzosa y a trompicones del Real Madrid y aferrado a un sentimiento fuerte de pertenencia al club que se lo dio todo –que le vio crecer y campeonar por todo lo alto–, así como con la idea clavada en su mente y en su corazón de que podía haber dado más, ganado más, conquistado más, en el Real Madrid.
Disculpad, tampoco se trata ahora de rastrear la trayectoria del futbolista andaluz, no es el momento ahora. Sí será necesario detenerse brevemente en la lírica. La letra arranca así: “Hay cosas que no te dije / Que todavía me duelen / Yo nunca quise irme / Tú me pediste que vuele. No es otra cosa que una balada de amor”. Entre la tiradera a Florentino y la balada de amor al madridismo, Ramos entona una carta dolida de quien todavía sigue enamorado de su amante: Cibeles. El videoclip juega constantemente con un lenguaje metafórico, emparejando al caballo y a Ramos desde el inicio, quienes parecen lastimosamente mirarse en el espejo del tiempo; igualmente se iguala a la Cibeles llorando –lágrimas de IA cutres a más no poder– y al propio futbolista que reitera su pataleta a la manera del niño pequeño a quien no le dejan jugar en el recreo; y finalmente la ruina y el quiebre emocional, la separación y la ruptura. De golpe todo se viene abajo: Cibeles monumento y Cibeles Palacio, el Ayuntamiento de la ciudad de Madrid, se resquebrajan, se caen por su propio peso, el de su historia, el del legado de Ramos, nos viene a decir el videoclip. Cabe destacar que la producción musical viene de la mano de YerayMusic y Ovy On the Drums –productor por excelencia de hits en la actualidad– y que la canción sale nada más y nada menos que bajo que el sello que representa a Bad Bunny (Rimas Entertainment), entre otros artistas reconocidos mundialmente. Todo un delirio de grandeza. La estética del videoclip, a cargo de Little Spain (productora fundada en 2020 por C. Tangana y Santos Bacana entre otros, que nació justamente con el proyecto de El Madrileño y que venía a reclamar una cierta identidad castiza o madrileña a través de la nostalgia con regusto español), también insinúa, o así quizás quiero verlo yo, algunas referencias, como la propia vestimenta de Sergio Ramos, quien pareciera reproducir los códigos de puchito con su reconocible camiseta de tirantes blancos ajustados.
Pero, una vez más, y espero que me perdonen, no vengo a analizar la producción musical, ni la estética del videoclip, tampoco en exceso la letra… En cambio, ahora debo mencionar de pasada que no deja de fascinarme el componente afectivo, amoroso, casi descarnado y tierno que, en ocasiones, esconden las letras de fútbol a simple vista. Cantadas muchas veces por una subjetividad que encarna una masculinidad fuerte, heteropatriarcal, incluso a veces violenta, dejan traslucir un amor a pecho descubierto que, seguramente, no aparece en otras esferas de la vida de quienes entonan estas letras que no sea en bares o estadios. Por ejemplo, el madridismo canta en cada partido en el Bernabéu: “¿Cómo no te voy a querer? ¿Cómo no te voy a querer? Si fuiste campeón de Europa una y otra vez…”. O: “¡Yo te quiero Real Madrid! ¡Yo te quiero Real Madrid! Lolololololololololo”, entre otras muchísimas baladas de amor futboleras. De modo que quienes indican en que en el fútbol solo existen emociones calientes, polarizadas y propias de la crispación, la ira, el odio, el enfado, el éxtasis, la locura, etc., diría que erran sobremanera el tiro –como aquel histórico penalti de Ramos a lo alto de la grada frente al Bayern de Münich en 2012– o por lo menos simplifican en exceso el análisis. De la misma forma que los incel generan en la manosfera redes afectivas, de apoyo y (¿)cuidado(?), también en el fútbol el pibardo de turno canta con deseo, con el corazón en la mano, con la piel de gallina, con las emociones a flor de piel; también se sufre despecho, se llora a escondidas, se abraza al de al lado y se le coge la mano titubeante. Aparecen todo un espectro de emociones y de reveladoras gestualidades que hacen patente una serie de emociones, redes afectivas y discursos que hacen imposible (e indeseable, en sentido analítico y teórico) defender la tesis del Hombre futbolero como mero borrico, impasible e insensible.
Volviendo a CIBELES, de la misma manera que su exafición se desagarra el corazón como si cantara a su amada, Ramos entona: “Yo mataba por ti / Te amé y te defendí / Pero no estaba en mí / Tú me pediste que vuele”. Y al poco: “Tú me amaste y yo te amé / Pero siempre alguien da más / Todo fue como lo soñé / Hasta que tocó despertar”. En seguida insiste en su despecho de nuevo: “Y te miro ahora / Sigues igual de bella / Que nadie es imprescindible la vida te enseña”. Y otra vez más, repitiendo el estribillo (Tú me amaste y yo te amé), y una última: “Te olvidaste de mí / Me dejaste de lado / Sin poder decidir / Eso es lo que más me duele”. Para cerrar del todo la canción, el de Camas anuncia: “Y aunque todo fue así / Volvería encantado / Una vez y hasta 1.000 / Tú lo sabes, Cibeles”. Como el novio despechado que no ha superado la ruptura, Ramos vuelve a los momentos y lugares en los que fue feliz. De su expareja, Cibeles, Florentino, el madridismo, apenas tiene noticias. Ella no se las da. Él la busca, la reclama, le gustaría volver a verla, a tenerla entre las manos. La quiere tanto. Y, en realidad, a quien se quiere es a sí mismo. Así lo demuestran esas lágrimas añadidas en pospo; esas lágrimas de IA que caen por el rostro pétreo de la Cibeles, que son sus propias lágrimas: las del caballo blanco, puro, bravo, musculado, que llora un pasado que fue y que no volverá. Se llora y llora a un madridismo fulgurante, blanco impoluto. Llora a su amada, llora a Florentino y al madridismo, a su madridismo, y en esas lágrimas postproducidas se sublima un gesto definitorio: Sergio Ramos autoproclamado como leyenda viva, dolida, herida, henchida, del fútbol mundial.
Y lo digo ya una última vez, por no ser cansino: no vengo ahora a hablar de la industria musical ni de Plex ni de Little Spain ni de Ovy Drums ni de lo ridículo, lo patético y lo épico, ni tampoco de estéticas castizas o madrileñas ni fútbol ni de nuevas y viejas masculinidades, sino de arte contemporáneo, monumento, ruina. Vengo a hablar de Sergio Ramos, vengo a hablar de la obra de arte total. Si Samantha Hudson (se) pregunta insistemente en su nueva miniserie si puede ella concebirse o llegar a ser obra de arte, quizás debiera aprender algo de Sergio Ramos. Quién lo iba a decir.
No cometamos el error de creer que Sergio Ramos no sabe lo que hace. El de Camas es todo un entendido en arte contemporáneo. Con una ambiciosa colección de arte que cuenta con obras de Juan Genovés, Manolo Valdés, Keiichi Tanaami, Alex Katz, Kaws y compañía, Ramos y Pilar Rubio llevan años viajando de Art Basel en Art Basel de la manita del galerista Fer Francés, diseñando la que esperan que sea “una de las colecciones más importantes de España y del mundo”. No es de extrañar que en este acopio exquisito, erudito y sistemático, asesorado por uno de los galeristas más entendidos de la ciudad de Madrid –lejos de ser, como dicen por ahí las malas lenguas, un nepobaby con ínfulas y con diestra mano para la especulación y la gentrificación urbanística en el barrio de Carabanchel– haya metabolizado los códigos y sensibilidades del arte contemporáneo, hasta llegar al último estadio: encumbrarse como artista y obra total, como Cibeles y leyenda, como monumento y ruina al mismo tiempo.
A contratiempo, fuera de tiempo, en el 93, combinando una dialéctica de la añoranza y la restitución, conjugada con una fuerte crítica estructural del star system futbolero, Ramos abraza el caballo blanco y se funde con él. Ahora convertido en caballo alado, que vuela muy a su pesar. Ramos se sube en el pedestal y encarna la escultura de sí; el recuerdo hecho souvenir para algunos, hecho memoria pétrea que, en su quiebre, se fortalece, se fija en nuestra retina, en nuestro imaginario, por los siglos de los siglos. La caída de los ídolos, el ocaso del monumento, aparece encarnado en la fisura final de una Cibeles con la que se identifica, una blancura que se vuelve gris, que está ya por siempre manchada, como manchadas están las manos de un Florentino que no supo nunca que en sus manos no solo tenía al mejor lateral del mundo sino un gran entendedor de la sensibilidad artística, un gran cantante y mejor coleccionista: una obra de arte total. ¡Hala Madrid!