Siempre saludaba

Qué alegría da saludar por la calle y qué de saludos existen. El saludo nos iguala, pero sobre todo nos dignifica.

Mira que hay distintas formas de morir, podríamos decir que infinitas, y ni con todo el catálogo en nuestras manos podríamos elegir cómo hacerlo. En cambio sí podemos elegir qué poner de epitafio. Y de todas las frases que podría poner en la mía como “Hizo lo que pudo”, “To pa na”o “Si me quereis irse”, me gustaría que pusiera “siempre saludaba”.

A esta conclusión llegué un día de estos a salir del ascensor de casa. Yo acababa de entrar al portal, y minutos después de cerrarse la puerta, entró un chavalito a toda prisa. No sé si venía de clases particulares, del colegio, o de quedar con un ligue. Lo que sí sé es que no me saludó cuando pasó por delante de mí. Y eso me dolió. Porque llevo poco en el edificio, y de momento tengo sonrisas -que no Kalise- para todos. Para la señora que lleva suelto al perro, para el hombre que necesita ayuda con las bolsas e incluso para la presidenta de esta nuestra comunidad. Y ahora me pregunto si será culpa de las nuevas tecnologías o si es fruto de la vergüenza que nos ha dado a todos en la pubertad saludar a “desconocidos”. Y una de las cosas de las que puedo arrepentirme es de no haber saludado a gente porque te da apuro o por pensar eso de “Este no se acuerda de mí”, y que eso haya derivado en que piensen que mis padres no me han educado bien. Además, con lo divertido que es saludar mientras uno pasea y qué mal queda cuando no lo hace. 

“Va un hombre por una calle pisando fuerte para que llegue hasta el fondo de los patios el eco de sus pasos sonoros, mirando sin tener que levantar la cabeza a los balcones, desde donde sabe que le miran a él, llenando la calle toda con su voz grave y bien entonada cuando saluda a un amigo con el que se cruza: “¡Adiós, Rafaé!”, y da gloria verlo” recogía Chaves Nogales sobre Belmonte. Y es verdad. Qué alegría da saludar por la calle y qué de saludos existen. Uno puede arquear las cejas mientras levanta la cabeza, y sin mediar palabra alguna, para decir adiós. Tirando de saludos silenciosos, un buen recurso puede ser sonreír sin enseñar los dientes y alzar la mano en alto mientras saludas de una acera a otra como Isabel de Inglaterra. También puede tirar de un “buenas” a secas para que se note que se es educado ante todo. Y si se alegra mucho de ver a alguien por la calle, puede frenarse en seco a un par de metros de la persona, abrir los brazos como si estuviese aleteando y soltar un “Hombreeeeee” al aire para que todos sepan lo contento que estás de encontrarte con tu compadre antes de fundirte en un abrazo con él.

El saludo nos iguala, pero sobre todo nos dignifica. Darle las buenas tardes al hombre que pide en la puerta de una iglesia le hace saber que existe, lo mismo que pasa con el trato que se le da a los agentes de telefonía o a los conserjes. Hay que saludar, pero sobre todo hay que ser educados.

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Siempre saludaba

Qué alegría da saludar por la calle y qué de saludos existen. El saludo nos iguala, pero sobre todo nos dignifica.

Mira que hay distintas formas de morir, podríamos decir que infinitas, y ni con todo el catálogo en nuestras manos podríamos elegir cómo hacerlo. En cambio sí podemos elegir qué poner de epitafio. Y de todas las frases que podría poner en la mía como “Hizo lo que pudo”, “To pa na”o “Si me quereis irse”, me gustaría que pusiera “siempre saludaba”.

A esta conclusión llegué un día de estos a salir del ascensor de casa. Yo acababa de entrar al portal, y minutos después de cerrarse la puerta, entró un chavalito a toda prisa. No sé si venía de clases particulares, del colegio, o de quedar con un ligue. Lo que sí sé es que no me saludó cuando pasó por delante de mí. Y eso me dolió. Porque llevo poco en el edificio, y de momento tengo sonrisas -que no Kalise- para todos. Para la señora que lleva suelto al perro, para el hombre que necesita ayuda con las bolsas e incluso para la presidenta de esta nuestra comunidad. Y ahora me pregunto si será culpa de las nuevas tecnologías o si es fruto de la vergüenza que nos ha dado a todos en la pubertad saludar a “desconocidos”. Y una de las cosas de las que puedo arrepentirme es de no haber saludado a gente porque te da apuro o por pensar eso de “Este no se acuerda de mí”, y que eso haya derivado en que piensen que mis padres no me han educado bien. Además, con lo divertido que es saludar mientras uno pasea y qué mal queda cuando no lo hace. 

“Va un hombre por una calle pisando fuerte para que llegue hasta el fondo de los patios el eco de sus pasos sonoros, mirando sin tener que levantar la cabeza a los balcones, desde donde sabe que le miran a él, llenando la calle toda con su voz grave y bien entonada cuando saluda a un amigo con el que se cruza: “¡Adiós, Rafaé!”, y da gloria verlo” recogía Chaves Nogales sobre Belmonte. Y es verdad. Qué alegría da saludar por la calle y qué de saludos existen. Uno puede arquear las cejas mientras levanta la cabeza, y sin mediar palabra alguna, para decir adiós. Tirando de saludos silenciosos, un buen recurso puede ser sonreír sin enseñar los dientes y alzar la mano en alto mientras saludas de una acera a otra como Isabel de Inglaterra. También puede tirar de un “buenas” a secas para que se note que se es educado ante todo. Y si se alegra mucho de ver a alguien por la calle, puede frenarse en seco a un par de metros de la persona, abrir los brazos como si estuviese aleteando y soltar un “Hombreeeeee” al aire para que todos sepan lo contento que estás de encontrarte con tu compadre antes de fundirte en un abrazo con él.

El saludo nos iguala, pero sobre todo nos dignifica. Darle las buenas tardes al hombre que pide en la puerta de una iglesia le hace saber que existe, lo mismo que pasa con el trato que se le da a los agentes de telefonía o a los conserjes. Hay que saludar, pero sobre todo hay que ser educados.

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