Un mundo lleno de ataúdes

Gumersindo y Tartiliano gozaban de un innegable don para la venta. Sólo así se entiende que tras décadas de laborioso erre que erre consiguieran sobrevivir a base de vender ataúdes en un pueblucho de 500 habitantes.

En todo pueblo habitan una serie de personajes dotados de una cualidad única, invisible, que produce entre fascinación y envidia en los locales y seduce a los visitantes, quienes, al ser preguntados tiempo después, no recuerdan nada especial del pueblo, sino al fulano aquel que les atendió una vez con cierta gracia. El carisma, por supuesto. Se parte de la base de que el dotado con esta habilidad no percibe su talento como algo extraordinario, por lo que no tiene necesidad alguna de ir presumiendo por ahí. No es que los capacitados con tan inusual virtud fagociten la idiosincrasia del pueblo, su literatura y sus usos y costumbres, es que directamente son ellos el pueblo.

Sirva de ejemplo el caso de dos hermanos, mellizos, que no gemelos, que durante medio siglo trascendieron sin proponérselo a mitología viva en un villorrio perdido entre los pinos y los chopos de la meseta castellana. Gumersindo y Tartiliano. Graciosos como ellos solos por equivocación. Aunque pueda parecer mentira, lo más llamativo de tan singular binomio no lo encontramos en sus nombres, sino en la inagotable tenacidad que mostraban en una única cosa en esta vida: su oficio.

Gumersindo y Tartiliano eran ebanistas. Habían heredado de su padre el gusto por trabajar la madera, que a su vez recibió el don del abuelo, quien lo hizo del bisabuelo, estirando así una secuencia genealógica que nos podría hacer remontar hasta el siglo XVI. La perfección artesana con la que se empleaban los hermanos contaba con una peculiaridad. Sólo fabricaban ataúdes. Qué sé yo, cosas de pueblos. Lo cierto es que bien podría haberles dado por las cómodas o las mesas camilla o cualquier otro mueble de un uso doméstico más diario, pero a ellos, empeñados en sublimar el arte familiar, no se les podía sacar de féretros. 

Es más, cuando algún vecino trataba de hacerles ver que les iría mucho mejor si en vez de tanto ataúd apostaban por diversificar mínimamente el negocio, los hermanos enfermaban. Enfermaban en el sentido más fidedigno del verbo. Por muy remota que fuera la hipótesis, la sola idea de dedicar sus esfuerzos a ampliar el catálogo de un oficio no ya de toda una vida, sino de un linaje entero, les hacía somatizar un malestar físico y desconcertante que, y he aquí lo curioso, se manifestaba con la misma intensidad en ambos artesanos. Se ve que los mellizos son así de estrafalarios.

Si bien la visión empresarial no era la mayor de sus virtudes, es de justicia reconocer que Gumersindo y Tartiliano gozaban de un innegable don para la venta. Sólo así se entiende que tras décadas de laborioso erre que erre consiguieran sobrevivir a base de vender ataúdes en un pueblucho de 500 habitantes. Hablamos de auténticos profesionales de la persuasión, cuando no de la extorsión directamente.

Las conversaciones con los vecinos no tenían desperdicio. Puri, llévate un ataúd, mujer, que con ocho hijos una madre tiene que estar preparada para todo. O bien Artemio, el otro día le escuché a tu padre una tos muy fea. Yo no me lo pensaba con estas cosas, que nunca se sabe. Y si algún inexperto trataba de razonar y soltaba un Pero Tartiliano, por el amor de Dios, para qué coño quiero yo un ataúd, el pueblo entero se le echaba encima, que aquí las cosas se han hecho así toda la vida y que si no le gustaba ya se podía ir yendo por donde había venido.

Y así pasaba, que en el pueblo estaban todos deseando que se les muriesen sus mayores para dar uso a tanta caja fúnebre, porque a ver quién era el guapo que se resistía a quedarse sin una con semejantes vendedores. No había familia que no tuviese cuatro o cinco féretros en su casa, esperando a darles uso de una santa vez. 

Con el tiempo, los habitantes del pueblo fueron desarrollando para semejante derroche mobiliario originalísimos empleos alejados del uso lógico que reclama el ataúd. Había quien plantaba un huertito ahí dentro, otros los usaban para guardar los trastos. Las abuelas lo usaban a modo de arcón y los nietos jugaban al escondite metiéndose en su interior y cerrando la tapa. En fin, que tampoco es necesario morirse para sacarle partido al ataúd cuando se tiene voluntad.

Era tal la maña de los hermanos con las maderas y tan prolífera su actividad, que la nave familiar llegó a quedárseles pequeña para almacenar el superávit de féretros, viéndose obligados a tener que pagar un alquiler al Ayuntamiento por una segunda que garantizase así el acopio de todo el estocaje. Sin embargo, la producción a mansalva de ataúdes escondía una triste verdad. Gumersindo y Tartiliano estaban arruinados, lo cual sorprendía viendo el tesón profesional con el que actuaban. No se les conoció un descanso por vacaciones, ni coche nuevo ni dispendio de ningún tipo. Hacían gala de un estajanovismo como nunca se había visto en toda la comarca.

Pese a sus esfuerzos, los mellizos eran pobres de solemnidad, viéndose obligados por los acontecimientos a tomar una decisión natural y casi obligada: pagar en féretros. Se apañaban así, redefiniendo el concepto de trueque, calculando a ojo de buen cubero a cuántos tomates o a cuántos litros de aceite o a cuántos lechazos equivaldría un buen ataúd, teniendo en cuenta las dimensiones y los materiales empleados.

Y como eran unos maestros en el arte de la influencia, apenas requirieron de esfuerzos Gumersindo y Tartiliano para convencer a sus conciudadanos de lo adecuado del nuevo comercio. Yo te fío un ataúd y tú estos tres meses me vas dando cuando pida. Y lo mismo les daba repetir operación con el de los piensos para la perra, que con el vecino que tenía gallinas y cada poco les llevaba un par de docenas de huevos que con el cura. 

Pero esta no es una historia triste ni un lamento por un mundo que ya fue y no volverá a ser. Esta es una historia de amor. Del amor de la gente por su gente, de unos vecinos entregados a una conspiración silenciosa para hacer ver que aquello, lo de recibir ataúdes como moneda de cambio, era lo más normal del mundo. De amor, en definitiva, del pueblo al propio pueblo. Ellos eran felices así, con sus maderas, sus serruchos y sus martillos, y ningún vecino estaba dispuesto a alterarles la paz de espíritu.

Y el alcalde, uno de esos señores gordos con puro que se perpetúan en el cargo, cuando cada año reclamaba por el alquiler de la nave municipal la morterada de pesetas correspondiente, y los mellizos le decían que bueno, que si podía aceptar diez o doce ataúdes como garantía, el alcalde respondía siempre con la misma cantinela.

Por esta vez pase, pero que no se convierta en costumbre.

La costumbre duró más de 50 años. La costumbre sólo dejó de serlo cuando ambos ebanistas, con una diferencia de seis meses, fallecieron en el pueblo perdido entre los pinos y los chopos de la meseta castellana, en un pueblo, su pueblo, del que jamás salieron. Gumersindo y Tartiliano quedarán para siempre en el recuerdo de todos aquellos que alguna vez los trataron, y que ahora, preguntados por aquel lugar, no destacan nada especial del lugar, pero sí a los mellizos, que no gemelos, y a su mundo lleno de ataúdes. Aunque ahora, en contra de la voluntad de sus creadores, hayan sido usados, por fin, para lo que realmente fueron diseñados. 

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Un mundo lleno de ataúdes

Gumersindo y Tartiliano gozaban de un innegable don para la venta. Sólo así se entiende que tras décadas de laborioso erre que erre consiguieran sobrevivir a base de vender ataúdes en un pueblucho de 500 habitantes.

En todo pueblo habitan una serie de personajes dotados de una cualidad única, invisible, que produce entre fascinación y envidia en los locales y seduce a los visitantes, quienes, al ser preguntados tiempo después, no recuerdan nada especial del pueblo, sino al fulano aquel que les atendió una vez con cierta gracia. El carisma, por supuesto. Se parte de la base de que el dotado con esta habilidad no percibe su talento como algo extraordinario, por lo que no tiene necesidad alguna de ir presumiendo por ahí. No es que los capacitados con tan inusual virtud fagociten la idiosincrasia del pueblo, su literatura y sus usos y costumbres, es que directamente son ellos el pueblo.

Sirva de ejemplo el caso de dos hermanos, mellizos, que no gemelos, que durante medio siglo trascendieron sin proponérselo a mitología viva en un villorrio perdido entre los pinos y los chopos de la meseta castellana. Gumersindo y Tartiliano. Graciosos como ellos solos por equivocación. Aunque pueda parecer mentira, lo más llamativo de tan singular binomio no lo encontramos en sus nombres, sino en la inagotable tenacidad que mostraban en una única cosa en esta vida: su oficio.

Gumersindo y Tartiliano eran ebanistas. Habían heredado de su padre el gusto por trabajar la madera, que a su vez recibió el don del abuelo, quien lo hizo del bisabuelo, estirando así una secuencia genealógica que nos podría hacer remontar hasta el siglo XVI. La perfección artesana con la que se empleaban los hermanos contaba con una peculiaridad. Sólo fabricaban ataúdes. Qué sé yo, cosas de pueblos. Lo cierto es que bien podría haberles dado por las cómodas o las mesas camilla o cualquier otro mueble de un uso doméstico más diario, pero a ellos, empeñados en sublimar el arte familiar, no se les podía sacar de féretros. 

Es más, cuando algún vecino trataba de hacerles ver que les iría mucho mejor si en vez de tanto ataúd apostaban por diversificar mínimamente el negocio, los hermanos enfermaban. Enfermaban en el sentido más fidedigno del verbo. Por muy remota que fuera la hipótesis, la sola idea de dedicar sus esfuerzos a ampliar el catálogo de un oficio no ya de toda una vida, sino de un linaje entero, les hacía somatizar un malestar físico y desconcertante que, y he aquí lo curioso, se manifestaba con la misma intensidad en ambos artesanos. Se ve que los mellizos son así de estrafalarios.

Si bien la visión empresarial no era la mayor de sus virtudes, es de justicia reconocer que Gumersindo y Tartiliano gozaban de un innegable don para la venta. Sólo así se entiende que tras décadas de laborioso erre que erre consiguieran sobrevivir a base de vender ataúdes en un pueblucho de 500 habitantes. Hablamos de auténticos profesionales de la persuasión, cuando no de la extorsión directamente.

Las conversaciones con los vecinos no tenían desperdicio. Puri, llévate un ataúd, mujer, que con ocho hijos una madre tiene que estar preparada para todo. O bien Artemio, el otro día le escuché a tu padre una tos muy fea. Yo no me lo pensaba con estas cosas, que nunca se sabe. Y si algún inexperto trataba de razonar y soltaba un Pero Tartiliano, por el amor de Dios, para qué coño quiero yo un ataúd, el pueblo entero se le echaba encima, que aquí las cosas se han hecho así toda la vida y que si no le gustaba ya se podía ir yendo por donde había venido.

Y así pasaba, que en el pueblo estaban todos deseando que se les muriesen sus mayores para dar uso a tanta caja fúnebre, porque a ver quién era el guapo que se resistía a quedarse sin una con semejantes vendedores. No había familia que no tuviese cuatro o cinco féretros en su casa, esperando a darles uso de una santa vez. 

Con el tiempo, los habitantes del pueblo fueron desarrollando para semejante derroche mobiliario originalísimos empleos alejados del uso lógico que reclama el ataúd. Había quien plantaba un huertito ahí dentro, otros los usaban para guardar los trastos. Las abuelas lo usaban a modo de arcón y los nietos jugaban al escondite metiéndose en su interior y cerrando la tapa. En fin, que tampoco es necesario morirse para sacarle partido al ataúd cuando se tiene voluntad.

Era tal la maña de los hermanos con las maderas y tan prolífera su actividad, que la nave familiar llegó a quedárseles pequeña para almacenar el superávit de féretros, viéndose obligados a tener que pagar un alquiler al Ayuntamiento por una segunda que garantizase así el acopio de todo el estocaje. Sin embargo, la producción a mansalva de ataúdes escondía una triste verdad. Gumersindo y Tartiliano estaban arruinados, lo cual sorprendía viendo el tesón profesional con el que actuaban. No se les conoció un descanso por vacaciones, ni coche nuevo ni dispendio de ningún tipo. Hacían gala de un estajanovismo como nunca se había visto en toda la comarca.

Pese a sus esfuerzos, los mellizos eran pobres de solemnidad, viéndose obligados por los acontecimientos a tomar una decisión natural y casi obligada: pagar en féretros. Se apañaban así, redefiniendo el concepto de trueque, calculando a ojo de buen cubero a cuántos tomates o a cuántos litros de aceite o a cuántos lechazos equivaldría un buen ataúd, teniendo en cuenta las dimensiones y los materiales empleados.

Y como eran unos maestros en el arte de la influencia, apenas requirieron de esfuerzos Gumersindo y Tartiliano para convencer a sus conciudadanos de lo adecuado del nuevo comercio. Yo te fío un ataúd y tú estos tres meses me vas dando cuando pida. Y lo mismo les daba repetir operación con el de los piensos para la perra, que con el vecino que tenía gallinas y cada poco les llevaba un par de docenas de huevos que con el cura. 

Pero esta no es una historia triste ni un lamento por un mundo que ya fue y no volverá a ser. Esta es una historia de amor. Del amor de la gente por su gente, de unos vecinos entregados a una conspiración silenciosa para hacer ver que aquello, lo de recibir ataúdes como moneda de cambio, era lo más normal del mundo. De amor, en definitiva, del pueblo al propio pueblo. Ellos eran felices así, con sus maderas, sus serruchos y sus martillos, y ningún vecino estaba dispuesto a alterarles la paz de espíritu.

Y el alcalde, uno de esos señores gordos con puro que se perpetúan en el cargo, cuando cada año reclamaba por el alquiler de la nave municipal la morterada de pesetas correspondiente, y los mellizos le decían que bueno, que si podía aceptar diez o doce ataúdes como garantía, el alcalde respondía siempre con la misma cantinela.

Por esta vez pase, pero que no se convierta en costumbre.

La costumbre duró más de 50 años. La costumbre sólo dejó de serlo cuando ambos ebanistas, con una diferencia de seis meses, fallecieron en el pueblo perdido entre los pinos y los chopos de la meseta castellana, en un pueblo, su pueblo, del que jamás salieron. Gumersindo y Tartiliano quedarán para siempre en el recuerdo de todos aquellos que alguna vez los trataron, y que ahora, preguntados por aquel lugar, no destacan nada especial del lugar, pero sí a los mellizos, que no gemelos, y a su mundo lleno de ataúdes. Aunque ahora, en contra de la voluntad de sus creadores, hayan sido usados, por fin, para lo que realmente fueron diseñados. 

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