A veces todo lo que necesitamos es apagar el móvil y alejar la vista de una pantalla que apenas mide un palmo. Guardarlo en el bolso del pantalón y poner atención a las cosas que nos rodean que, aunque como es habitual siguen a nuestro lado, no lo van a hacer siempre.
Para mí es difícil alejarme del teléfono porque una de las enfermedades y de las consecuencias que lleva consigo el escribir es tratar de dejar constancia de todo en algún lado. Si estoy en casa abro el cuaderno verde que me compré para el diario porque tengo miedo de que entre tanta tecnología un día se me olvide escribir. Si la idea me coge trabajando, un documento de Word es suficiente. Y si estoy fuera de casa, en el teléfono móvil dentro de notas, del chat de wasap que tengo conmigo mismo para las cosas más importantes o incluso por audio. A veces la cabeza va más rápida que las manos. Ellas se encargan después de darle forma a lo que pienso. Es como una clase de cerámica de esas que están tan de moda donde nunca entenderé como pueden salir cosas tan monas mientras uno bebe vino. Todo lo que me veo capaz de hacer es un balón de fútbol.
Las consecuencias de esta enfermedad es que me hace pasar más tiempo sólo a pesar de estar acompañado. Es así de contradictoria porque cuando la idea viene se forma un silencio alrededor que me aísla y toda mi energía, mi sangre y mis sentidos se concentran en el texto. El subidón de adrenalina es indescriptible. Empiezo a mover la mano, decir palabras o a pulsar el teclado como un esquizofrénico. Son unos minutos que recompensan todo el hermetismo anterior y el ausentarme, perderme, llegar tarde, a ciertas conversaciones o momentos.
Sin embargo, los días que he pasado en Sevilla he renunciado a mi yo escritor y antepuesto a mi yo persona. No podía permitirme el lujo de aislarme estos días en familia porque uno no sabe si volverá a ser posible juntarnos todos diez días que no sean verano, al ser algo que no es habitual para mí es más importante. Así que decidí parar todo lo que era prioridad por lo que siempre debería de ser prioritario, que es la gente que nos cuida y se preocupa por nosotros. Aproveché para construir recuerdos con ellos e, inevitablemente, me fijé en algunas situaciones donde encontré un montón de belleza, de vida.
Un niño pequeño, una sonrisa, unos ojos, un atardecer, unas flores. Una brisa que alivia el calor de la capital hispalense, las hechuras de un toro, la forma de aplaudir de una joven. El humo de un puro, el vuelo de las golondrinas, el ruido de la calle que nos indica que una ciudad está viva porque ruge fieramente. Un paseo por el Palacio de Liria, un compás, un quejido, una caseta con dos abuelos que bailan como si el tiempo se hubiera detenido en esa juventud donde se enamoraron para siempre. El paso de los caballos contra los adoquines, el olor a azahar, el reencuentro con esos amigos donde la amistad no depende de otra cosa que no sea el quererse. Las discusiones a altas horas de la mañana que más que romper una relación la forjan como antiguamente se hacían las espadas que conquistaban países. Mantones, vestidos de lunares, amazonas y jinetes. Gitanos con arte por los cuatro costados, con duende, con salero, con muchísima clase.
Un padre llorando con sus hijos por un gol del Betis. Un torero emocionado por volver a pisar el albero a pesar de sus problemas mentales. Otro que piensa que torea, pero no se mancha el traje. Un taxista fanático de León XIV. Debates taurinos a las cinco de la mañana que terminan con las americanas siendo muletas y borrachos haciendo de Ligerito. Almendras garrapiñadas que sacian el hambre de camino a la cama como si volviera a ser un niño.
Pero lo más importante de todo es que he visto sonreír a mi madre por volver a Sevilla, a Ana ilusionada por sentarse en La Maestranza para ver a Morante, a mi padre emocionado recordando a algún amigo y a mis hermanos envueltos en una pompa de alegría que es indescriptible. A veces es necesario ser consciente de que parar no es sinónimo de ser débiles o de haber perdido. Sino de ser consciente de que cuando menos lo esperemos la gente que nos rodea no estará a nuestro lado y no podemos llorar delante de su féretro por todas las cosas que no hemos vivido habiendo podido hacerlo. Para escribir es necesario sentir y eso se hace alejado del teléfono. La cabeza se alimenta del ojo y el oído. La mano es el último paso de una cadena que consiste en arriesgar la femoral, entrar a matar por derecho y dejar que Dios elija nuestro destino.