Para mí el año tiene un antes y un después cuando sucede el primer y el último baño del verano. Significan demasiado. Sobre todo, porque no me gusta viajar de julio a septiembre y veranear en los mismos sitios desde que nací lleva consigo una melancolía y unos recuerdos que ningún otro sitio me puede dar.
Quizá por eso soy muy reacio a aceptar las invitaciones de mis amigos a sus lugares de veraneo y siempre las termino rechazando. Porque me gusta lo de siempre, lo que no me genera expectativa y sé dónde estoy y cómo funciona, mi familia, los bares donde uno se siente parte de su día a día, la pregunta de todos los años de Manuel, el recepcionista del hotel, sobre si ya me he echado novia por Madrid esperando un sí por respuesta y encontrando un no, mientras él se muere de risa porque cuando exista querrá conocerla. La arena que me vio aprender a andar y a tener mi primer amor de esos que duran tres meses, pero uno siempre se acuerda. Las rocas en las que pescaba cangrejos con mi hermano cuando éramos pequeños y las olas que me hicieron escuchar el mar por primera vez. Redadas sorpresa de la Guardia Civil en alguna discoteca que mi madre nunca se creyó porque pensaba que era una excusa para llegar más tarde a casa o conciertos con la familia en esas noches de verano que tienen una magia que solo puede explicar esta estación.
El salitre del primer baño del verano libera los hombros de las cargas del resto del año, quita contracturas, saca sonrisas y nos invita a soñar durante unos meses. Soñar con quienes no están ya entre nosotros y lo orgullosos que estarían de vernos a todos juntos echándoles de menos. Soñar con los reencuentros con esos amigos que se convirtieron en familia gracias a las horas sobre la arena compartiendo secretos. Soñar si esa mujer seguirá luciendo la misma sonrisa que nos encandiló el año pasado junto a sus ojos claros a orillas del cantábrico. Soñar con la noche en Picos de Europa durmiendo entre las rocas, los rebecos y mirando ese cielo de estrellas pidiéndole deseos para cuando se acabe el verano. Soñar con cómo será ver y seguir al Real Oviedo por los campos de Primera. Soñar y volver a soñar hasta que la única banda sonora sean las carcajadas de quienes nos rodean, el graznar de las gaviotas y las olas rompiéndose al llegar.
Son horas con la única misión de broncear al sol, leer en la silla de la playa y dejar que la felicidad nos mate. Son días donde lo importante es que el vino blanco y la sidra estén fríos y que la comida no falte. Son semanas donde generaremos recuerdos que nos acompañarán toda la vida porque nunca hay uno igual por mucha rutina que uno tenga establecida. Siempre hay cambios en los planes o personas con las que no contábamos que llegan en nuestra vida para quedarse. Son meses donde la única condición que guía mi vida es sentirme que estoy donde quiero estar y con quien más me apetece.
Todo esto, y mucho más, se va con el último baño. Pero, hasta que no suceda, no llegará ese texto agradeciéndole al mar, al sol y a la arena haberme regalado otro balón de oxígeno en una vida que aprieta, pero nunca consigue ahogar a este viejo lobo de mar, que luce tatuajes y cicatrices que sólo quienes han navegado por aguas similares saben descifrar a la luz de la luna, o en una vieja taberna del puerto, a la luz de las velas, escuchando los cantos de las sirenas que quieren poner un poco más patas arriba nuestra vida.