Ya no hacemos autoestop

Estamos llegando al punto en el que la ausencia de dinero en según qué interacciones nos resulta sospechosa

Quiero vivir en un mundo donde el autoestop sea común y los restaurantes no doblen turnos. Aunque no lo parezca, estos pensamientos están entrelazados, llevan viviendo libremente en mi cabeza mucho tiempo. Un día puedo estar tranquilamente cocinando y de pronto me avasalla; ¿Por qué ya no hacemos autoestop?, ¿por qué, cada vez más, cuando como en algún sitio tengo la sensación de que quieren que me vaya? Sé que hay motivos muy lógicos que pueden venirnos a la cabeza, caperucita no te fíes del lobo, pero saltando las obviedades hay algo más esencial, más en el fondo, que hace que la duda no se disipe. 

El miedo a los extraños siempre ha estado ahí, pero abarca muchos más ámbitos, también hay extraños en las discotecas y los rollos de una noche no van a dejar de existir. Sé que hay algo en el imaginario del autoestop que lo hace más exótico, más peligroso, lo entiendo. Pero, dejando a un lado el miedo a que nos hagan daño, ¿qué está pasando?, ¿por qué no confiamos en nadie? Tengo la sensación de que pronto vamos a tener que pedir credenciales para poder socializar, aunque de momento parece que nos basta con el crédito. 

El autostop hace ya tiempo que no es una opción, en España de hecho está prohibido, pero lo hemos capitalizado. Gracias a blablacar, a través de una aplicación y una transacción económica, me puedo sentar mucho más cómoda en el coche de un extraño. Como si pagar la gasolina me diera el derecho a confiar. Me da mucha pena que necesitemos lanzar dinero al mundo para poder sentirnos seguros en él, que el civismo ya no sea suficiente. 

Lo peor es que el mundo también está dejando de confiar en nosotros. Un miércoles cualquiera me veo intentando hacer una reserva en Madrid para cenar con mis amigas el viernes, porque Madrid ya no te permite el lujo de la improvisación si vas con más de tres personas. Encuentro el sitio, voy a hacer la reserva y a cambio me piden mi número de cuenta. Lo leo varias veces por si me lo estoy imaginando, ¿por qué? O más bien, ¿desde cuándo?, en qué momento el mundo ha dejado de confiar en mí. Mi palabra ya solo es válida si la avala mi cuenta bancaria. Ahora estoy a la espera, tengo curiosidad y miedo a partes iguales por ver en qué otros ámbitos voy a necesitar pagar para ser confiable.

Estamos llegando al punto en el que la ausencia de dinero en según qué interacciones nos resulta sospechosa. Todo es una transacción, porque nos resulta más cómodo consumir que ser generosos, comprar que compartir. 

El contexto también nos condiciona, para confiar necesitamos exponernos, necesitamos tiempo y análisis, así que cada vez lo hacemos menos. Vivimos acelerados y pagar es un equivalente mucho más ágil y que se ajusta mejor al ritmo de vida que nos hemos autoimpuesto. Y en las pocas ocasiones en las que no nos queda más remedio que compartir, porque no podemos permitirnos no hacerlo. En vez de escandalizarnos por los precios, aspiramos a que nos resulten tolerables.

Los extremos a los que se ha llegado con la vivienda parecen estar girando las tornas, al menos en ese ámbito hemos despertado, pero no puedo evitar preguntarme si todas las personas que nos manifestamos por el derecho de acceso a la vivienda lo seguiríamos haciendo si no fuéramos tantos los afectados por los precios abusivos. Sospecho que la denuncia de algunos nace de la indignación de verse forzados a compartir, sin querer hacerlo, y ni con esas poder permitirse el lujo de vivir cómodamente. Y no tanto de una reivindicación de un derecho común, de una pelea para todos. ¿Si pudieran permitírselo pelearían por los que no pueden?, ¿serían generosos con su lucha si no les afectara de forma tan directa? Creo que muchos no. 

Nos vamos desvinculando de la comunidad. Y no pretendo ser tan ingenua como para pensar que no deberíamos cuidar nuestros intereses personales. Pero siento que antes el bien común se incluía entre esos intereses. Ahora me parece que la tónica general es que son casi excluyentes. Y de alguna manera lo veo reflejado en la rutina, en cosas tan pequeñas como que donde antes la sobremesa era una tradición halagueña de la que enorgullecernos, ahora es un lastre económico para el establecimiento que no confía en que sepamos agradecer con una propina el servicio recibido.

Al igual que veo que en los grupos de amigos, invitar a una ronda cada vez cuesta más por miedo a que no se devuelva el favor, ¿desde cuándo una invitación hay que devolverla?, porque esa costumbre ya no es tan común. Y agradecemos a Bizum, Triccount o Splitwise por facilitarnos la tarea de cobrar las deudas. Quiero volver a un mundo en el que las invitaciones no se reciban como una proposición violenta, sino como un acto generoso, en el que sean regalos y no cargas. Quiero que cuando invite a mis amigos confíen en que lo único que quiero de ellos es compartir su tiempo. En un acto de rebeldía, recoger a un autoestopista cuando vuelva a casa. 

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Quiero vivir en un mundo donde el autoestop sea común y los restaurantes no doblen turnos. Aunque no lo parezca, estos pensamientos están entrelazados, llevan viviendo libremente en mi cabeza mucho tiempo. Un día puedo estar tranquilamente cocinando y de pronto me avasalla; ¿Por qué ya no hacemos autoestop?, ¿por qué, cada vez más, cuando como en algún sitio tengo la sensación de que quieren que me vaya? Sé que hay motivos muy lógicos que pueden venirnos a la cabeza, caperucita no te fíes del lobo, pero saltando las obviedades hay algo más esencial, más en el fondo, que hace que la duda no se disipe. 

El miedo a los extraños siempre ha estado ahí, pero abarca muchos más ámbitos, también hay extraños en las discotecas y los rollos de una noche no van a dejar de existir. Sé que hay algo en el imaginario del autoestop que lo hace más exótico, más peligroso, lo entiendo. Pero, dejando a un lado el miedo a que nos hagan daño, ¿qué está pasando?, ¿por qué no confiamos en nadie? Tengo la sensación de que pronto vamos a tener que pedir credenciales para poder socializar, aunque de momento parece que nos basta con el crédito. 

El autostop hace ya tiempo que no es una opción, en España de hecho está prohibido, pero lo hemos capitalizado. Gracias a blablacar, a través de una aplicación y una transacción económica, me puedo sentar mucho más cómoda en el coche de un extraño. Como si pagar la gasolina me diera el derecho a confiar. Me da mucha pena que necesitemos lanzar dinero al mundo para poder sentirnos seguros en él, que el civismo ya no sea suficiente. 

Lo peor es que el mundo también está dejando de confiar en nosotros. Un miércoles cualquiera me veo intentando hacer una reserva en Madrid para cenar con mis amigas el viernes, porque Madrid ya no te permite el lujo de la improvisación si vas con más de tres personas. Encuentro el sitio, voy a hacer la reserva y a cambio me piden mi número de cuenta. Lo leo varias veces por si me lo estoy imaginando, ¿por qué? O más bien, ¿desde cuándo?, en qué momento el mundo ha dejado de confiar en mí. Mi palabra ya solo es válida si la avala mi cuenta bancaria. Ahora estoy a la espera, tengo curiosidad y miedo a partes iguales por ver en qué otros ámbitos voy a necesitar pagar para ser confiable.

Estamos llegando al punto en el que la ausencia de dinero en según qué interacciones nos resulta sospechosa. Todo es una transacción, porque nos resulta más cómodo consumir que ser generosos, comprar que compartir. 

El contexto también nos condiciona, para confiar necesitamos exponernos, necesitamos tiempo y análisis, así que cada vez lo hacemos menos. Vivimos acelerados y pagar es un equivalente mucho más ágil y que se ajusta mejor al ritmo de vida que nos hemos autoimpuesto. Y en las pocas ocasiones en las que no nos queda más remedio que compartir, porque no podemos permitirnos no hacerlo. En vez de escandalizarnos por los precios, aspiramos a que nos resulten tolerables.

Los extremos a los que se ha llegado con la vivienda parecen estar girando las tornas, al menos en ese ámbito hemos despertado, pero no puedo evitar preguntarme si todas las personas que nos manifestamos por el derecho de acceso a la vivienda lo seguiríamos haciendo si no fuéramos tantos los afectados por los precios abusivos. Sospecho que la denuncia de algunos nace de la indignación de verse forzados a compartir, sin querer hacerlo, y ni con esas poder permitirse el lujo de vivir cómodamente. Y no tanto de una reivindicación de un derecho común, de una pelea para todos. ¿Si pudieran permitírselo pelearían por los que no pueden?, ¿serían generosos con su lucha si no les afectara de forma tan directa? Creo que muchos no. 

Nos vamos desvinculando de la comunidad. Y no pretendo ser tan ingenua como para pensar que no deberíamos cuidar nuestros intereses personales. Pero siento que antes el bien común se incluía entre esos intereses. Ahora me parece que la tónica general es que son casi excluyentes. Y de alguna manera lo veo reflejado en la rutina, en cosas tan pequeñas como que donde antes la sobremesa era una tradición halagueña de la que enorgullecernos, ahora es un lastre económico para el establecimiento que no confía en que sepamos agradecer con una propina el servicio recibido.

Al igual que veo que en los grupos de amigos, invitar a una ronda cada vez cuesta más por miedo a que no se devuelva el favor, ¿desde cuándo una invitación hay que devolverla?, porque esa costumbre ya no es tan común. Y agradecemos a Bizum, Triccount o Splitwise por facilitarnos la tarea de cobrar las deudas. Quiero volver a un mundo en el que las invitaciones no se reciban como una proposición violenta, sino como un acto generoso, en el que sean regalos y no cargas. Quiero que cuando invite a mis amigos confíen en que lo único que quiero de ellos es compartir su tiempo. En un acto de rebeldía, recoger a un autoestopista cuando vuelva a casa. 

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