“En el partido estamos más cómodos con un imputado por corrupción que con un bulo sobre nosotros salido del Telegram de Alvise”. Es la amarga reflexión que queda en los grupos de comunicación del PP después de la dimisión de Carlos Mazón.
El desánimo no responde a lo ocurrido en la última semana con el ex-president de la Generalitat, porque su figura en Génova 13 se daba ya por muerta; sino más bien a un problema que consideran estructural a la hora de abordar las nuevas crisis comunicativas que vienen de X, de TikTok o de Telegram. Y para las que no encuentran respuesta.
Hay un diagnóstico claro y hay una autocrítica con el manual de estilo utilizado para afrontar este tipo de situaciones. Hace dos años, a falta de una semana para el fin de la campaña y con la Moncloa a un puñado de votos, el equipo de Núñez Feijóo decidió no hablar de su foto con Marcial Dorado. Una historia que creció como la pólvora en hilos de Twitter donde surgieron teorías sobre cómo el líder popular había intercedido en favor del narco durante sus años como consejero de la Xunta entre 1991 y 1996. También Juanma Moreno está siendo incapaz de controlar el relato sobre la crisis del cribado de cáncer de mama en Andalucía, dando lugar a todo tipo de especulaciones de por qué no se realizaron las llamadas a las pacientes afectadas. Y hace un año, cuando el relato de la DANA se llenó de bulos y conspiranoia en redes sociales, las teorías paralelas sobre lo que ocurrió realmente en el Ventorro vencieron a la imagen de Pedro Sánchez manchado de barro en Paiporta.
Sólo Isabel Díaz Ayuso, con el escándalo de su ático, ha sido capaz de capear este nuevo tipo de crisis comunicativas en el que ficción y realidad se mezclan, dando lugar a una amalgama densa de hechos no probados, fantasías y razonamientos circulares que conforman este nuevo estilo de comunicar en política, el lenguaje conspirativo.
Hasta ahora el PP siempre había gestionado sus escándalos siguiendo el estilo heredado del Rajoyismo. Negar los hechos, establecer cortafuegos con cargos intermedios e intentar mover el marco comunicativo hacia otro tema. Incluso si ello suponía parapetarse detrás de una pantalla de plasma. Así ocurrió con la Gürtel, así ocurrió con la Púnica. Así ocurrió con la policía patriótica o con el caso Lezo.
En ese fenómeno propio de finales de los 2010 llamado posverdad, por el cual se enmarañaba la posibilidad de dar respuestas probadas a un escándalo político, ignorando los hechos y destruyendo, a martillazos si hacía falta, cualquier prueba fáctica que señalara directamente a uno de sus líderes, el PP siempre estuvo cómodo. Y supo manejar los tiempos de la comunicación política.
Sin embargo, cuando la verdad colapsa y la búsqueda de hechos probados deja de tener tracción como relato, la disputa política se abre camino por otros lados. La posverdad y sus vacíos de sentido han dado lugar a otro fenómeno político distinto: el lenguaje conspirativo.
Un lenguaje en el que después de que, durante una década, prácticamente nada pueda ser empíricamente probado como cierto, nuestro deseo de que algo sea real, de aplastar al adversario político, nos hace cruzar directamente al terreno de la fabulación traspasando el plano de lo verdadero y lo falso para entrar directamente en el del pensamiento mágico.
Dentro de este nuevo lenguaje político en Telegram y X, por ejemplo, la razón por la que el PSOE está “dejando” entrar a miles de “delincuentes marroquíes” vaciando las cárceles de Casablanca y Rabat es porque Mohammed VI ha amenazado con hacer público el plan secreto según el cual Alfredo Pérez Rubalcaba colaboró con el servicio de inteligencia marroquí para que el CNI no detectase las bombas que iban en los cercanías que explotaron en Madrid el 11 de Septiembre de 2004.
De igual modo, y desde el caso del pensamiento conspirativo de la izquierda, la razón por la que Isabel Diaz Ayuso ha ocultado las obras de su dúplex en Chamberí es porque el motivo real de la reforma era convertir la planta superior en una sala de fiestas donde la presidenta de la comunidad de Madrid organiza todo tipo de fiestas con personajes de la jet-set madrileña como Carlos Baute, Leopoldo López, Pablo Motos o Ana Rosa Quintana, incluso durante los meses finales de la pandemia del COVID-19.
El poder del lenguaje conspirativo no está tanto en su capacidad para corromper la verdad, sembrando la duda y alterando con ello el debate sobre quién es culpable de qué en la opinión pública, sino en hacer vivir al conspiranoico en una fantasía perpetua, en una realidad paralela, que si bien no consigue otorgarle esas certezas que tanto ansía, le pone bajo la pista que, supuestamente, le llevarán hasta ellas.
El lenguaje conspiranoico es uno de los elementos que definen hoy nuestra reacción al mundo en que vivimos. Nuestro deseo por superar una etapa de incertidumbre política y económica. Una reacción ante un vacío de significado que algunos intentan llenar con este tipo de relatos simplistas con el que señalar políticamente al adversario y restituir un sistema de valores roto.
Por eso el caso de la DANA en Valencia es, en este sentido, paradigmático. Carlos Mazón no ha dejado de ser president porque haya perdido la batalla política con Teresa Ribera sobre quién llamó a quién. Ni porque no fuera capaz de justificar que él no tenía las competencias. Ni porque no haya podido echarle la culpa a Salomé Pradas o al presidente de la Conferencia Hidrográfica del Júcar. Ni siquiera las imágenes probatorias de las cámaras de vigilancia del CECOPI entrando al edificio a las 20:28 de la noche le hicieron dimitir.
Ha sido la teoría de la conspiración del Ventorro lo que no le ha permitido esta vez difuminar la verdad; al generar, irónicamente, una verdad “irreal”, paranoica y paralela, de que algo obsceno pasó en aquel reservado durante el lapso de tiempo en el que estuvo incomunicado. Esta realidad paralela ha sido, en última instancia, lo que ha terminado llevándose a él y a toda su carrera política por delante.