Derechos y privilegios

Analía Plaza señaló el problema de la vivienda como una lucha generacional. La separación real está entre quien tiene y quien no tiene. 

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La semana pasada Analía Plaza la lió en Twitter por unas declaraciones al periódico el Mundo. “Los boomers se están pegando la vida cañón”. Con este argumento, la periodista hacía referencia directa a cómo el problema de la vivienda en nuestro país era un conflicto generacional, atravesado por la suerte de una generación baby-boomer que pudo acceder a una o a varias viviendas, lucrándose ahora con ellas al alquilárselas a personas más jóvenes sin ahorros.

Su análisis es sin duda reduccionista y desacertado. Basta visitar cualquiera de las comunidades de vecinos que pelean contra fondos buitre que intentan expulsarlos de sus casas para darse cuenta de que muchas de las inquilinas son personas que superan los 65 años. Tribulete 7, San Ildefonso 20, Antillón 3. Los bloques en lucha de ciudades como Madrid están llenos de vecinos como Antonia, José, Mari Carmen. Todos ellos boomers. Todos ellos tan precarios como muchos jóvenes de este país que sobreviven como pueden cada mes pagando alquileres desorbitados. 

Sin embargo, con toda la polémica montada a su alrededor Analía puede ayudarnos a mirar hacia otro conflicto relacionado con la vivienda, uno que la izquierda se niega a ver porque le incomoda desde hace años. Es un conflicto sobre derechos y privilegios. Y que consiste en apelar con nuestro discurso sobre vivienda no sólo a quienes se ven envueltos en el laberinto del alquiler y la búsqueda de vivienda, sino también a quienes ya no tienen ese problema.

El problema de la vivienda en este país, como tantos otros conflictos atravesados por lo económico, no es una guerra generacional. Da igual millenial, boomer o generación X. La separación real está entre quien tiene y quien no tiene. 

El problema de la vivienda en este país es, en parte, también una cuestión temporal: entre aquellos que tuvieron la oportunidad de acceder al mercado inmobiliario en un buen momento, ya sea en 1990, o también por qué no, en 2020 cuando los precios descendieron momentáneamente por la crisis del COVID, y quienes nunca tuvieron esa oportunidad y vieron como la ventana se cerraba delante de sus narices.

Sólo a través de esta paradoja temporal se puede entender como algo que antes se daba por sabido como un derecho se ha convertido trágicamente en un privilegio. Un privilegio al que una gran parte de nuestro país no podrá acceder jamás salvo que haya un giro drástico en las políticas de vivienda pública de forma urgente.

Y la realidad es que ese giro parece más imposible que nunca.

Las encuestas electorales para las elecciones generales muestran que una amplia mayoría de votantes progresistas optarán por el PSOE, un partido que no ha hecho nada en 6 años, cuya ministra de Vivienda ha implementado medidas que favorecen la especulación inmobiliaria, permitiendo desgravarse las ganancias a rentistas que pongan en alquiler todos sus pisos vacíos.

De igual modo, la manifestación estatal por la vivienda de Marzo sumó a muchas personas de todas las edades indignadas por este problema. Pero no tuvo ni mucho menos la afluencia de manifestantes esperada. En comparación con las protestas de este otoño por Gaza, o las que tuvieron lugar en defensa de la Sanidad pública en primavera de 2023, se podría decir que su impacto fue moderado. Porque una parte importante de la izquierda ese día se quedó en casa.

La cuestión es compleja, pero es necesario recuperar tracción. La lucha generacional solo fractura más a una izquierda ya de por sí desunida. Y por supuesto que no, esto no va de señalar y culpar a Paco, un señor jubilado, votante progresista, que se ha dejado la espalda toda su vida para tener un piso en propiedad y un apartamento en Torrevieja, por haber alcanzado una cierta holgura económica. 

Esto va de convencer a Paco de que el problema de la vivienda también es su problema, el mayor problema ahora mismo. Va de convencer a una mayoría social de que el principal eje de movilización debe ser la vivienda, independientemente de si es un problema que les atañe directamente o no. 

Los antagonismos con los fondos buitre y los “especuladores sin rostro” son reales y aportan un diagnóstico muy valioso sobre el problema, pero muchas veces se vuelven un relato titánico cuando no, la coletilla que nuestra clase política utiliza en el Congreso para redondear un discurso sobre vivienda y salir del paso. Además de eso, la izquierda necesita un relato que movilice a través de afectos positivos. Es necesario un discurso que hable de derechos y privilegios. Y que haga que aquellos que hoy gozan de algo que antes era un derecho, crean en la importancia de que vuelva a serlo.

En muchos aspectos, el discurso que el Sindicato de Inquilinas de Madrid y su portavoz Valeria Racu llevan haciendo meses hablando del derecho a la vivienda como algo moralmente justo y del rentismo como algo moralmente injusto, nos señala el camino a seguir.

El privilegio, lamentablemente, es una palabra cargada de reproche, de rencor y de vergüenza. Todos la hemos esquivado alguna vez. Sin embargo, un privilegio no debería ser visto nunca como un insulto. Un privilegio puede ser también algo que compartir con el otro, una responsabilidad con el no-privilegiado, que nos mueve a buscar justicia social para todos. 

Unas declaraciones desafortunadas como las de Analía Plaza paralizan y desactivan en muchos casos a la izquierda, pero también lo hace la turba de haters, lideradas por el ministro Óscar Puente, que han estado burlándose de ella de manera cruel, machista y desproporcionada desde Twitter. Hoy, después de toda la polémica en redes sociales, habrá muchos jóvenes españoles que movidos por esos afectos negativos se posicionen ideológicamente contra sus padres y abuelos. 

Mientras, los únicos beneficiados de todo esto son los voceros del proyecto liberal que llevan años hablando de recortar las pensiones a nuestros mayores. El reto es evitar que crezca esa polarización. Construir un discurso sobre el privilegio, que deshaga el privilegio.

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La semana pasada Analía Plaza la lió en Twitter por unas declaraciones al periódico el Mundo. “Los boomers se están pegando la vida cañón”. Con este argumento, la periodista hacía referencia directa a cómo el problema de la vivienda en nuestro país era un conflicto generacional, atravesado por la suerte de una generación baby-boomer que pudo acceder a una o a varias viviendas, lucrándose ahora con ellas al alquilárselas a personas más jóvenes sin ahorros.

Su análisis es sin duda reduccionista y desacertado. Basta visitar cualquiera de las comunidades de vecinos que pelean contra fondos buitre que intentan expulsarlos de sus casas para darse cuenta de que muchas de las inquilinas son personas que superan los 65 años. Tribulete 7, San Ildefonso 20, Antillón 3. Los bloques en lucha de ciudades como Madrid están llenos de vecinos como Antonia, José, Mari Carmen. Todos ellos boomers. Todos ellos tan precarios como muchos jóvenes de este país que sobreviven como pueden cada mes pagando alquileres desorbitados. 

Sin embargo, con toda la polémica montada a su alrededor Analía puede ayudarnos a mirar hacia otro conflicto relacionado con la vivienda, uno que la izquierda se niega a ver porque le incomoda desde hace años. Es un conflicto sobre derechos y privilegios. Y que consiste en apelar con nuestro discurso sobre vivienda no sólo a quienes se ven envueltos en el laberinto del alquiler y la búsqueda de vivienda, sino también a quienes ya no tienen ese problema.

El problema de la vivienda en este país, como tantos otros conflictos atravesados por lo económico, no es una guerra generacional. Da igual millenial, boomer o generación X. La separación real está entre quien tiene y quien no tiene. 

El problema de la vivienda en este país es, en parte, también una cuestión temporal: entre aquellos que tuvieron la oportunidad de acceder al mercado inmobiliario en un buen momento, ya sea en 1990, o también por qué no, en 2020 cuando los precios descendieron momentáneamente por la crisis del COVID, y quienes nunca tuvieron esa oportunidad y vieron como la ventana se cerraba delante de sus narices.

Sólo a través de esta paradoja temporal se puede entender como algo que antes se daba por sabido como un derecho se ha convertido trágicamente en un privilegio. Un privilegio al que una gran parte de nuestro país no podrá acceder jamás salvo que haya un giro drástico en las políticas de vivienda pública de forma urgente.

Y la realidad es que ese giro parece más imposible que nunca.

Las encuestas electorales para las elecciones generales muestran que una amplia mayoría de votantes progresistas optarán por el PSOE, un partido que no ha hecho nada en 6 años, cuya ministra de Vivienda ha implementado medidas que favorecen la especulación inmobiliaria, permitiendo desgravarse las ganancias a rentistas que pongan en alquiler todos sus pisos vacíos.

De igual modo, la manifestación estatal por la vivienda de Marzo sumó a muchas personas de todas las edades indignadas por este problema. Pero no tuvo ni mucho menos la afluencia de manifestantes esperada. En comparación con las protestas de este otoño por Gaza, o las que tuvieron lugar en defensa de la Sanidad pública en primavera de 2023, se podría decir que su impacto fue moderado. Porque una parte importante de la izquierda ese día se quedó en casa.

La cuestión es compleja, pero es necesario recuperar tracción. La lucha generacional solo fractura más a una izquierda ya de por sí desunida. Y por supuesto que no, esto no va de señalar y culpar a Paco, un señor jubilado, votante progresista, que se ha dejado la espalda toda su vida para tener un piso en propiedad y un apartamento en Torrevieja, por haber alcanzado una cierta holgura económica. 

Esto va de convencer a Paco de que el problema de la vivienda también es su problema, el mayor problema ahora mismo. Va de convencer a una mayoría social de que el principal eje de movilización debe ser la vivienda, independientemente de si es un problema que les atañe directamente o no. 

Los antagonismos con los fondos buitre y los “especuladores sin rostro” son reales y aportan un diagnóstico muy valioso sobre el problema, pero muchas veces se vuelven un relato titánico cuando no, la coletilla que nuestra clase política utiliza en el Congreso para redondear un discurso sobre vivienda y salir del paso. Además de eso, la izquierda necesita un relato que movilice a través de afectos positivos. Es necesario un discurso que hable de derechos y privilegios. Y que haga que aquellos que hoy gozan de algo que antes era un derecho, crean en la importancia de que vuelva a serlo.

En muchos aspectos, el discurso que el Sindicato de Inquilinas de Madrid y su portavoz Valeria Racu llevan haciendo meses hablando del derecho a la vivienda como algo moralmente justo y del rentismo como algo moralmente injusto, nos señala el camino a seguir.

El privilegio, lamentablemente, es una palabra cargada de reproche, de rencor y de vergüenza. Todos la hemos esquivado alguna vez. Sin embargo, un privilegio no debería ser visto nunca como un insulto. Un privilegio puede ser también algo que compartir con el otro, una responsabilidad con el no-privilegiado, que nos mueve a buscar justicia social para todos. 

Unas declaraciones desafortunadas como las de Analía Plaza paralizan y desactivan en muchos casos a la izquierda, pero también lo hace la turba de haters, lideradas por el ministro Óscar Puente, que han estado burlándose de ella de manera cruel, machista y desproporcionada desde Twitter. Hoy, después de toda la polémica en redes sociales, habrá muchos jóvenes españoles que movidos por esos afectos negativos se posicionen ideológicamente contra sus padres y abuelos. 

Mientras, los únicos beneficiados de todo esto son los voceros del proyecto liberal que llevan años hablando de recortar las pensiones a nuestros mayores. El reto es evitar que crezca esa polarización. Construir un discurso sobre el privilegio, que deshaga el privilegio.

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