Hay pocas fiestas a las que uno acuda tan predispuesto a disfrutar como a la Fiesta de la Vendimia de Cangas del Narcea. Más que una cita, es un estado mental. Una peregrinación con copa en mano a través de un mapa sensorial que atraviesa Degaña, Ibias, Grandas de Salime, Allande, Pesoz, Illano y ese rincón de Tineo que también se siente convocado. Cada vino es un espejo del territorio, una postal líquida que recoge el alma del suroccidente asturiano. Y ahí está uno, afilando los sentidos, sugestionado desde hace días, dispuesto a dejarse llevar por ese vino que es nuestro.
Un vino que durante demasiado tiempo muchos ‘encefaloboinos’ no supieron valorar como merecía -aquí, como en toda España, despreciamos lo propio con rabia cainita-, mientras fuera se descubría con asombro y respeto. Aún queda algún despistado que lo mira con desdén, pero la realidad es tozuda: los vinos de la DOP Cangas tienen identidad, tienen profundidad y tienen alma. Y eso, hoy en día, no abunda. Son vinos que cuentan lo que somos, que expresan un paisaje, una cultura y una forma de entender la tierra. Vinos con voz propia, que no imitan, que no piden permiso.
Se aprende bebiendo, claro -es la manera más honesta-, pero también escuchando a quienes saben, como Juan Luis García (sumiller y jefe de sala en el Asador de Abel @sumillermurcia). Murciano de cuna pero asturiano de convicción, se ha convertido en uno de los grandes defensores del vino de Cangas, y también de la sidra. Un tipo con verbo ágil, criterio fino y una capacidad admirable para contagiar entusiasmo. Él tiene claro que se está haciendo algo grande. Y lo dice con el convencimiento de quien ha probado mucho y bien. Como aquel Platón que afirmaba que "nada más excelente que el vino ha sido entregado por los dioses al hombre".
El vino en el suroccidente asturiano no es sólo una bebida: es un eje económico, una posibilidad de transformación, una forma de vida. Viñedos antiguos, resistentes, que han sobrevivido a la filoxera, a las minas y al olvido. Viñas que desafían la gravedad, trabajadas a mano, en laderas que dan vértigo y respeto. Una viticultura heroica, de las que se hacen con riñones, tesón y memoria. Por eso cada botella cuenta el relato de este pueblo.
La XXIII Fiesta de la Vendimia ha sido, además, una celebración de algo casi subversivo en estos tiempos de rectitud impostada: el placer. Un acto de resistencia cada vez que se empina el codo. Brindar, compartir, celebrar una vendimia espléndida, augurio de vinos memorables. Productores y bebedores brindando sin prisa y con razón. Por el vino que viene, por el que ya está aquí, y por los que lo hicieron posible. Y sí, también por Antón Chicote, allá donde esté, siempre presente.