Las navidades eran -y en cierto modo lo siguen siendo, aunque menos: los años y las perdidas- una de mis épocas favoritas del año. No son ese estado mental que es el verano ni tampoco el propósito vital por el que pretendo estar vivo: veranear. La Navidad encaja más como la quinta estación del año, un periodo en el que el frío hace brillar más la amistad y la familia, consiguiendo también que los festines casi diarios se lleven con mejor cuerpo que a cuarenta grados.
Esperar meses por la llegada de los primeros turrones y demás creaciones golosas hacía que sintiera tal cosa como un hecho a celebrar, un aviso de que las vacaciones llegaban, y con ellas el misterio navideño con el que se sustenta la ilusión y futuro del niño que fui y del que el minutero del reloj me despoja más y más. La magia y el nerviosismo de Papá Noel y los Reyes Magos, siempre con el dulzor en la boca y la esperanza en los ojos.
Siendo así, imagínense lo mal que llevo y lo que me indigna ver los pasillos de los supermercados atestados de lineales con turrones y demás dulces navideños desde hace semanas. Se han apoderado de los pasillos de tal manera y con tanta premura, que ya está siendo posible ver turrones al lado de cerezas. ¿Alguien se imagina comer un polvorón en la playa? Pues a este ritmo que tratan de imponernos, poco faltará. Sólo falta que se le ocurra a algún gurú de los chiringuitos pisando arena de playa y rejones de muerte, “habrá que jurar que todo esto ha ocurrido”.
Tras el rodillo de Halloween, que sólo puede entenderse como otra fiesta ridícula e impostada en la que los más pequeños lo pasean genial y disfrutan -tampoco es uno de rechazar un sarao, siempre con la mamandurria y el hedonismo-, donde las gominolas con forma de cerebros, gusanos y demás bichejos fueron la pauta; ahora llegan las peladillas y la pesadilla de los Mon Chéri. Todo listo y la rueda bien engranada para que no dejemos de consumir, haciéndonos creer que eso el progreso y bienestar.
Perdemos a pasos agigantados esos momentos especiales en los que cada periodo del año tenía su comida, su bebida. Ritos y costumbres que compartíamos con la familia y amigos, forjando así lo que somos. Por suerte y empeño, todo esto no se ha difuminado del todo, pero cada vez queda más atenuado, especialmente cada vez que se comete el sacrilegio de cambiar ese mazapán, artesanal y hecho con tiempo, que comes en una sobremesa por un trozo de turrón de cacahuete viendo Netflix.