Carles Armengol: «Cuando un bar desaparece, el vecindario pierde un órgano»

Por
Álvaro Boro
25/11/2025

‘Matar un bar'. Una elegía tabernera sobre la defunción de nuestras barras’ (Ed. Col&Col), habla de un mundo que se desvanece.

Evento relacionado
Carles Armengol presenta «Matar un bar» con Álvaro Boro
al
28/11/25
·
Kafka & Co

Carles Armengol sostiene que un bar es una novela coral en constante reescritura. Y escuchándole, uno entiende que habla con propiedad: nació entre cajas de cerveza, creció midiendo el pulso de las barras y ahora escribe sobre ellas como quien disecciona una patria íntima. Con ‘Matar un bar'. Una elegía tabernera sobre la defunción de nuestras barras’ (Ed. Col&Col), su nuevo libro -ya va por la segunda edición-, vuelve a levantar la persiana, tras su debut con ‘Collado. La maldición de una casa de Comidas’ (Ed. Colectivo Bruxista) de un mundo que se desvanece entre formas nórdicas y cafés explicados en tono doctoral.

Coincidimos en las aficiones: literatura, escribir, observar y esa querencia por los bares que unos llaman hábito y otros: vicio. Tal vez por esto la conversación fluye sin artificios. Hablamos de familia, de ciudades que uniformizan el alma, del oficio de cocinar sin épica gratuita y de la extraña melancolía que produce ver cerrar un local de toda la vida. Y sí, también de resacas, moderación incierta y de aquello que sostenía Gamero: “Como fuera de casa, en ningún sitio”.

P. Creció en ‘Collado’, la casa de comidas de sus padres, anhelando que aquello se acabara para pasar más tiempo con la familia. ¿Fue tan mala su niñez? ¿Cambiaría algo?

R. No fue mala, pero sí dura. La hostelería antigua borraba los horarios y, con ellos, a los padres. Yo habría querido más fines de semana juntos y menos bar como universo único. Pero tampoco cambiaría haber crecido allí: un bar es una escuela de humanidad increíble. Te da calle, observación y un radar emocional finísimo. A mí me criaron mis padres y también los parroquianos, mi infancia no fue idílica, pero sí formativa.

P. Le tuvieron entre cajas de cervezas.

R. Tal cual, mis hermanos y yo nacimos y crecimos en el bar. Mis padres eran contorsionistas del tiempo, pero ‘Collado’ absorbía mucho, así que también fue nuestra casa.

P. Odiaba trabajar en un bar y ahora cocina en una librería. ¿Ha unido sus pasiones?

R. Totalmente, aunque sin plan maestro. Cocinar en una librería es casi hacer trampas: luz amable, clientes tranquilos y horarios humanos. Es un bar sin la violencia de la nocturnidad. Y además vendo mis libros y observo en directo lo que generan.

P. ¿Cree en la familia?

R. Sí, pero familia es más que genética: es el entorno que te sostiene. Yo crecí con mis padres y, en paralelo, con la gente del bar que me hacía de muro de contención. Ahora valoro rutinas que nunca tuve: cenar juntos, conversar sin prisa, tener una casa que no trabaja los fines de semana. No idealizo la familia, pero la necesito.

P. ¿Para qué existe un bar?

R. Para mucho más que beber. Un bar sostiene al barrio, acompaña soledades, detecta ausencias y estados de ánimo. Las barras son como un servicio público emocional. Cuando un bar desaparece, el vecindario pierde un órgano.

P. ¿Por qué lo de “Matar”?

R. Por Freud y porque algo se muere en nuestras barras. Las ciudades se están volviendo diseños nórdicos, limpísimas y sin alma. El libro es una defensa de la imperfección que hace auténtico un bar: el ruido humano, la pizarra gastada, la personalidad que no cabe en un render. Es matar simbólicamente la barra para entender qué estamos perdiendo.

P. Evolucionamos hacia los mismos garitos.

R. Todo se uniformiza: maderas claras, mármol neutro, plantas estratégicas. Ciudades distintas con bares idénticos. Es el algoritmo estético de lo beige, que arrasa la singularidad de cada barrio.

P. Nos quejamos de que cierran bares de toda la vida, pero no vamos.

R. Hacemos arqueología emocional cuando ya están muertos. Pero un bar no vive del cariño retroactivo sino de la presencia diaria. Antes ir al bar era rutina y ahora no.

P. ¿Por qué cualquiera cree que puede ser hostelero?

R. Porque se confunde el ir a bares y restaurantes con saber gestionarlos. Y abrir un bar es un acto de ingeniería humana: personal, horarios, psicología, limpieza, paciencia infinita. No es poner cuatro mesas y sonreír.

«Todo se uniformiza: ciudades distintas con bares idénticos»


P. El sector tampoco cuida a sus trabajadores.

R. La precariedad es en gran medida estructural: extras invisibles, turnos partidos, horas maratonianas y sueldos que no compensan. Si no dignificas al equipo, el oficio se quema. Un bar puede ser hogar para el cliente, pero debe serlo también para quien lo sostiene.

P. La conciliación está de moda.

R.Y bendita moda. Cerrar domingos, respetar descansos y organizar equipos sanos no es perder, es mejorar. Un trabajador que vive también fuera del bar atiende mejor dentro.

P. ¿Hace falta ser borde para montar una cafetería de especialidad?

R. El café no es una excusa para la arrogancia. Queremos buen producto y trato normal. Si me explicas un flat white como si fuera física cuántica, me desconectas.

P. ¿Cómo se detecta un buen bar?

R. Por el ritmo. La textura del flujo. Cómo respira la barra, cómo se mueve el equipo, cómo entra y sale la gente sin fricciones. Es invisible para muchos, pero es determinante.

P. En los bares hay literatura, pero no todos la ven.

R. La clave es observar sin intervenir. Crecí mirando, escuchando conversaciones a medias, detectando gestos mínimos. Un bar es una novela coral que se escribe cada día.

P. ¿Lo mejor escrito sobre comer y beber?

R. Montalbán, por unir ciudad y mesa con una elegancia quirúrgica. Y Bourdain, por destapar la verdad de las cocinas sin épica vacía. Dos miradas distintas, igual de necesarias.

P. Los cocineros son las nuevas estrellas del rock.

R. Hemos pasado del infierno de las cocinas a la alfombra roja gastronómica. Y ahora hasta los pijos se ensucian las manos para parecer “auténticos”. Es un fenómeno curioso, a veces divertido, a veces ridículo.

P. ¿Se usa demasiado la palabra “chef” en vano?

R. Mucho. “Chef” eleva, distancia. “Cocinero” me gusta más: das de comer. Y con eso basta. En la alta cocina, vale; en la vida cotidiana, sobra.

P. ¿Elegir dónde y qué comer es un acto político?

R. Claro, decides quién quieres que sobreviva en tu ciudad. Si apoyas proyectos con alma, ayudas a sostener comunidad. Si vas siempre a franquicias disfrazadas, alimentas la uniformidad.

P. El hedonismo como motor.

R. Vivimos en una época hedonista, y eso mueve toda la industria.

P. Del Rolex al tres estrellas Michelin.

R. Ahora el lujo es experiencia. Comer fuera es capricho, consuelo y estatus. Hacer arte de comer es la nueva ostentación.

«Hemos pasado del infierno de las cocinas a la alfombra roja gastronómica»

P. ¿Límite entre lujo y vulgaridad?

R. Muy fino. La misma ostra puede ser elegancia o postureo, según quién la pida y por qué.

P. ¿Con los pantalones puestos, comer es lo que más le gusta?

R. Sí, junto con cocinar. Guisar me conecta, me organiza la cabeza; es mi forma de entender el mundo.

P. ¿Cocinar es la mejor forma de transmitir la felicidad?

R. Cocinar para los demás es de los actos más bonitos de amor que se pueden hacer, también para uno mismo. Y el amor siempre se traduce en felicidad.

P. ¿Plato y bebida favoritos?

R. Fricandó arriba del podio. Y vino natural, que me apasiona cada vez más.

P. Elija su última cena.

R. La fideuá de mi padre. Imbatible.

«Cocinar para los demás es de los actos más bonitos de amor que se pueden hacer»

P. ¿Qué nunca comería?

R. Hígado. No puedo desde pequeño.

P. ¿Mayor odisea alcohólica?

R. Muchas y reincidentes.

P. Como docto en la materia, ¿tiene algún truco anti resaca?

R. Agua y dormir. No hay magia.

P. Los jóvenes no beben ni follan. ¿Para qué salen?

R. No lo sé. Me preocupa esta generación medicada, frágil y saturada. Los llevaría de sidras para desdramatizarse un poco.

P. ¿Barra, mesa o terraza?

R. Barra. Siempre.

P. ¿Cómo pide el café?

R. Expreso doble carga con leche.

P. ¿Deja propina?

R. Sí, e intento que sea proporcional y justa. Y más si somos unos cuantos colegas y hemos dado guerra.

P. ¿Botellín o caña?

R. Botellín. Aunque no hago ascos.

P. ¿Bebida para una sobremesa?

R. Pacharán con hielo. Después, quizá un gin-tonic.

P. ¿Cóctel perfecto?

R. Espresso Martini o pisco sour. Poco más.

P. ¿De dulce o de salado?

R. Salado, pero cada vez me asomo más al dulce.

P. ¿Día o noche?

R. Vermú largo, lo que siempre se ha llamado “vermú torero”.

P. ¿Bar favorito?

R. ‘Gelida’, en Barcelona: menú de pizarra, solera y ritmo verdadero.

P. ¿Y restaurante?

R. ‘La Palma de Bellafila’, también en Barna. Cocina catalana honesta en pleno Gótico, luchando además por hacer barrio y comunidad. Unos tipos y un sitio de puta madre.

P. ¿Ha hecho últimamente algún gran descubrimiento gastronómico?

R. Diría que ‘Franca’, todos en casa. “Cocina tradicional inventada”, como dicen ellos.

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Carles Armengol sostiene que un bar es una novela coral en constante reescritura. Y escuchándole, uno entiende que habla con propiedad: nació entre cajas de cerveza, creció midiendo el pulso de las barras y ahora escribe sobre ellas como quien disecciona una patria íntima. Con ‘Matar un bar'. Una elegía tabernera sobre la defunción de nuestras barras’ (Ed. Col&Col), su nuevo libro -ya va por la segunda edición-, vuelve a levantar la persiana, tras su debut con ‘Collado. La maldición de una casa de Comidas’ (Ed. Colectivo Bruxista) de un mundo que se desvanece entre formas nórdicas y cafés explicados en tono doctoral.

Coincidimos en las aficiones: literatura, escribir, observar y esa querencia por los bares que unos llaman hábito y otros: vicio. Tal vez por esto la conversación fluye sin artificios. Hablamos de familia, de ciudades que uniformizan el alma, del oficio de cocinar sin épica gratuita y de la extraña melancolía que produce ver cerrar un local de toda la vida. Y sí, también de resacas, moderación incierta y de aquello que sostenía Gamero: “Como fuera de casa, en ningún sitio”.

P. Creció en ‘Collado’, la casa de comidas de sus padres, anhelando que aquello se acabara para pasar más tiempo con la familia. ¿Fue tan mala su niñez? ¿Cambiaría algo?

R. No fue mala, pero sí dura. La hostelería antigua borraba los horarios y, con ellos, a los padres. Yo habría querido más fines de semana juntos y menos bar como universo único. Pero tampoco cambiaría haber crecido allí: un bar es una escuela de humanidad increíble. Te da calle, observación y un radar emocional finísimo. A mí me criaron mis padres y también los parroquianos, mi infancia no fue idílica, pero sí formativa.

P. Le tuvieron entre cajas de cervezas.

R. Tal cual, mis hermanos y yo nacimos y crecimos en el bar. Mis padres eran contorsionistas del tiempo, pero ‘Collado’ absorbía mucho, así que también fue nuestra casa.

P. Odiaba trabajar en un bar y ahora cocina en una librería. ¿Ha unido sus pasiones?

R. Totalmente, aunque sin plan maestro. Cocinar en una librería es casi hacer trampas: luz amable, clientes tranquilos y horarios humanos. Es un bar sin la violencia de la nocturnidad. Y además vendo mis libros y observo en directo lo que generan.

P. ¿Cree en la familia?

R. Sí, pero familia es más que genética: es el entorno que te sostiene. Yo crecí con mis padres y, en paralelo, con la gente del bar que me hacía de muro de contención. Ahora valoro rutinas que nunca tuve: cenar juntos, conversar sin prisa, tener una casa que no trabaja los fines de semana. No idealizo la familia, pero la necesito.

P. ¿Para qué existe un bar?

R. Para mucho más que beber. Un bar sostiene al barrio, acompaña soledades, detecta ausencias y estados de ánimo. Las barras son como un servicio público emocional. Cuando un bar desaparece, el vecindario pierde un órgano.

P. ¿Por qué lo de “Matar”?

R. Por Freud y porque algo se muere en nuestras barras. Las ciudades se están volviendo diseños nórdicos, limpísimas y sin alma. El libro es una defensa de la imperfección que hace auténtico un bar: el ruido humano, la pizarra gastada, la personalidad que no cabe en un render. Es matar simbólicamente la barra para entender qué estamos perdiendo.

P. Evolucionamos hacia los mismos garitos.

R. Todo se uniformiza: maderas claras, mármol neutro, plantas estratégicas. Ciudades distintas con bares idénticos. Es el algoritmo estético de lo beige, que arrasa la singularidad de cada barrio.

P. Nos quejamos de que cierran bares de toda la vida, pero no vamos.

R. Hacemos arqueología emocional cuando ya están muertos. Pero un bar no vive del cariño retroactivo sino de la presencia diaria. Antes ir al bar era rutina y ahora no.

P. ¿Por qué cualquiera cree que puede ser hostelero?

R. Porque se confunde el ir a bares y restaurantes con saber gestionarlos. Y abrir un bar es un acto de ingeniería humana: personal, horarios, psicología, limpieza, paciencia infinita. No es poner cuatro mesas y sonreír.

«Todo se uniformiza: ciudades distintas con bares idénticos»


P. El sector tampoco cuida a sus trabajadores.

R. La precariedad es en gran medida estructural: extras invisibles, turnos partidos, horas maratonianas y sueldos que no compensan. Si no dignificas al equipo, el oficio se quema. Un bar puede ser hogar para el cliente, pero debe serlo también para quien lo sostiene.

P. La conciliación está de moda.

R.Y bendita moda. Cerrar domingos, respetar descansos y organizar equipos sanos no es perder, es mejorar. Un trabajador que vive también fuera del bar atiende mejor dentro.

P. ¿Hace falta ser borde para montar una cafetería de especialidad?

R. El café no es una excusa para la arrogancia. Queremos buen producto y trato normal. Si me explicas un flat white como si fuera física cuántica, me desconectas.

P. ¿Cómo se detecta un buen bar?

R. Por el ritmo. La textura del flujo. Cómo respira la barra, cómo se mueve el equipo, cómo entra y sale la gente sin fricciones. Es invisible para muchos, pero es determinante.

P. En los bares hay literatura, pero no todos la ven.

R. La clave es observar sin intervenir. Crecí mirando, escuchando conversaciones a medias, detectando gestos mínimos. Un bar es una novela coral que se escribe cada día.

P. ¿Lo mejor escrito sobre comer y beber?

R. Montalbán, por unir ciudad y mesa con una elegancia quirúrgica. Y Bourdain, por destapar la verdad de las cocinas sin épica vacía. Dos miradas distintas, igual de necesarias.

P. Los cocineros son las nuevas estrellas del rock.

R. Hemos pasado del infierno de las cocinas a la alfombra roja gastronómica. Y ahora hasta los pijos se ensucian las manos para parecer “auténticos”. Es un fenómeno curioso, a veces divertido, a veces ridículo.

P. ¿Se usa demasiado la palabra “chef” en vano?

R. Mucho. “Chef” eleva, distancia. “Cocinero” me gusta más: das de comer. Y con eso basta. En la alta cocina, vale; en la vida cotidiana, sobra.

P. ¿Elegir dónde y qué comer es un acto político?

R. Claro, decides quién quieres que sobreviva en tu ciudad. Si apoyas proyectos con alma, ayudas a sostener comunidad. Si vas siempre a franquicias disfrazadas, alimentas la uniformidad.

P. El hedonismo como motor.

R. Vivimos en una época hedonista, y eso mueve toda la industria.

P. Del Rolex al tres estrellas Michelin.

R. Ahora el lujo es experiencia. Comer fuera es capricho, consuelo y estatus. Hacer arte de comer es la nueva ostentación.

«Hemos pasado del infierno de las cocinas a la alfombra roja gastronómica»

P. ¿Límite entre lujo y vulgaridad?

R. Muy fino. La misma ostra puede ser elegancia o postureo, según quién la pida y por qué.

P. ¿Con los pantalones puestos, comer es lo que más le gusta?

R. Sí, junto con cocinar. Guisar me conecta, me organiza la cabeza; es mi forma de entender el mundo.

P. ¿Cocinar es la mejor forma de transmitir la felicidad?

R. Cocinar para los demás es de los actos más bonitos de amor que se pueden hacer, también para uno mismo. Y el amor siempre se traduce en felicidad.

P. ¿Plato y bebida favoritos?

R. Fricandó arriba del podio. Y vino natural, que me apasiona cada vez más.

P. Elija su última cena.

R. La fideuá de mi padre. Imbatible.

«Cocinar para los demás es de los actos más bonitos de amor que se pueden hacer»

P. ¿Qué nunca comería?

R. Hígado. No puedo desde pequeño.

P. ¿Mayor odisea alcohólica?

R. Muchas y reincidentes.

P. Como docto en la materia, ¿tiene algún truco anti resaca?

R. Agua y dormir. No hay magia.

P. Los jóvenes no beben ni follan. ¿Para qué salen?

R. No lo sé. Me preocupa esta generación medicada, frágil y saturada. Los llevaría de sidras para desdramatizarse un poco.

P. ¿Barra, mesa o terraza?

R. Barra. Siempre.

P. ¿Cómo pide el café?

R. Expreso doble carga con leche.

P. ¿Deja propina?

R. Sí, e intento que sea proporcional y justa. Y más si somos unos cuantos colegas y hemos dado guerra.

P. ¿Botellín o caña?

R. Botellín. Aunque no hago ascos.

P. ¿Bebida para una sobremesa?

R. Pacharán con hielo. Después, quizá un gin-tonic.

P. ¿Cóctel perfecto?

R. Espresso Martini o pisco sour. Poco más.

P. ¿De dulce o de salado?

R. Salado, pero cada vez me asomo más al dulce.

P. ¿Día o noche?

R. Vermú largo, lo que siempre se ha llamado “vermú torero”.

P. ¿Bar favorito?

R. ‘Gelida’, en Barcelona: menú de pizarra, solera y ritmo verdadero.

P. ¿Y restaurante?

R. ‘La Palma de Bellafila’, también en Barna. Cocina catalana honesta en pleno Gótico, luchando además por hacer barrio y comunidad. Unos tipos y un sitio de puta madre.

P. ¿Ha hecho últimamente algún gran descubrimiento gastronómico?

R. Diría que ‘Franca’, todos en casa. “Cocina tradicional inventada”, como dicen ellos.

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