¿Qué beben y comen en First Dates?

Empezar, la inmensa mayoría, empieza muy mal. Piden unas bebidas ridículas con las que nada puede fluir.

La televisión que tiene cada país es la que merece, el reflejo de sus ciudadanos y sus gustos. Algo similar ocurre con la política, que aunque muchos crean que es mentira, es la imagen perfeccionada y aseada de esa masa de gente que somos los españoles. Sin ningún rubor ni placer culpable, muchos días a la semana pongo la Cuatro a esa hora incierta en la que lo que mejor puede hacer uno es estar fuera de casa, y yo me quedo pegado a First Dates. Me fascina esa fauna salvaje en busca del amor o de ese deporte que es el sexo sin quererse. Quizá el mejor tratado sociológico hecho en España en los últimos años, y una realización perfecta que consigue que se consuma como la droga más adictiva. Se conocen, toman algo, cenan y, si sale bien, encuentran el amor. Algo tan difícil jamás fue tan sencillo, o no.

Empezar, la inmensa mayoría, empieza muy mal. Piden unas bebidas ridículas con las que nada puede fluir: mojitos aguados y saturados de azúcar, refrescos sin gas y menos gracia que Zapatero o zumos absurdos para adultos; ya no digo nada de los que se tiran al agua, mal rollo los abstemios. Llegan a un local con una decoración dudosa, rara, de bar que quiere modernizarse para petarlo en Instagram pero se queda con el público jubileta que no sabe cómo funcionan bien las stories.

Hablemos ahora de lo que comen, porque menudo percal. La comida es más o menos siempre la misma: igual de mala. Mucho espagueti que pone en jaque a los tortolitos, porque no saben comer con un mínimo decoro o asesinan con tenedor y cuchillo al plato. Pescados con salsas densas y empalagosa, revueltos de todo con colores radioactivos, mucho tartar y apenas guisos. Puede que me equivoque, porque una imagen no vale más que unos mordiscos, pero creo estar en lo cierto.

Bien es cierto que no se puede pedir mucho, cuando apoquinan por el ágape veinte euros cabeza. Que ya haces poco aquí en Asturias, ni les cuento en Madrid. Salir en la tele nunca fue tan barato, los quince minutos de fama de los que hablaba el unicornio de Warhol.

No me extraña que los que conectan, que se caigan bien y encajen: están deseando coger la puerta e irse a la noche eterna madrileña, tomarse unas copas y experimentar de verdad lo que la magia de enamorarse, la magia de hacer surgir al amor.

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Gastronomía
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Empezar, la inmensa mayoría, empieza muy mal. Piden unas bebidas ridículas con las que nada puede fluir.

La televisión que tiene cada país es la que merece, el reflejo de sus ciudadanos y sus gustos. Algo similar ocurre con la política, que aunque muchos crean que es mentira, es la imagen perfeccionada y aseada de esa masa de gente que somos los españoles. Sin ningún rubor ni placer culpable, muchos días a la semana pongo la Cuatro a esa hora incierta en la que lo que mejor puede hacer uno es estar fuera de casa, y yo me quedo pegado a First Dates. Me fascina esa fauna salvaje en busca del amor o de ese deporte que es el sexo sin quererse. Quizá el mejor tratado sociológico hecho en España en los últimos años, y una realización perfecta que consigue que se consuma como la droga más adictiva. Se conocen, toman algo, cenan y, si sale bien, encuentran el amor. Algo tan difícil jamás fue tan sencillo, o no.

Empezar, la inmensa mayoría, empieza muy mal. Piden unas bebidas ridículas con las que nada puede fluir: mojitos aguados y saturados de azúcar, refrescos sin gas y menos gracia que Zapatero o zumos absurdos para adultos; ya no digo nada de los que se tiran al agua, mal rollo los abstemios. Llegan a un local con una decoración dudosa, rara, de bar que quiere modernizarse para petarlo en Instagram pero se queda con el público jubileta que no sabe cómo funcionan bien las stories.

Hablemos ahora de lo que comen, porque menudo percal. La comida es más o menos siempre la misma: igual de mala. Mucho espagueti que pone en jaque a los tortolitos, porque no saben comer con un mínimo decoro o asesinan con tenedor y cuchillo al plato. Pescados con salsas densas y empalagosa, revueltos de todo con colores radioactivos, mucho tartar y apenas guisos. Puede que me equivoque, porque una imagen no vale más que unos mordiscos, pero creo estar en lo cierto.

Bien es cierto que no se puede pedir mucho, cuando apoquinan por el ágape veinte euros cabeza. Que ya haces poco aquí en Asturias, ni les cuento en Madrid. Salir en la tele nunca fue tan barato, los quince minutos de fama de los que hablaba el unicornio de Warhol.

No me extraña que los que conectan, que se caigan bien y encajen: están deseando coger la puerta e irse a la noche eterna madrileña, tomarse unas copas y experimentar de verdad lo que la magia de enamorarse, la magia de hacer surgir al amor.

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