Son las diez de la noche de un martes que podría ser cualquier día. La luz de la pantalla del portátil del trabajo me devuelve el reflejo de un rostro que no reconozco del todo; es alguien que ha pasado demasiadas horas respondiendo a correos que suelen empezar con un “Espero que estés bien” y terminan con una urgencia que no es la suya. El hambre que siento no es un hambre limpia, no es el apetito honesto del que vuelve de trabajar el campo. Es un hambre sucia, un agujero negro en el estómago forrado de ansiedad, una necesidad de llenar un vacío que no tiene nada que ver con la comida.
He abierto y cerrado tres veces la misma aplicación de delivery. Las fotos son perfectas, obscenamente iluminadas. Es el porno de la nutrición. Un desfile de opciones optimizadas para una vida que debería desear.
Siento una náusea digital. Ahora, el capitalismo del bienestar me vende que mi hambre debe ser una inversión en mi salud futura. Basta. Cierro el portátil con una violencia sutil, un portazo sordo que es una declaración de guerra minúscula. No vaya a ser que se rompa.
No quiero optimizar mi cena. Quiero aniquilarla.
Y entonces, como una revelación, como una nota pura y solitaria en mitad del ruido, aparece la idea. No, no es una idea. Es una necesidad física, una urgencia que me sube desde las tripas hasta la garganta. Hamburguesa. La palabra resuena en mi cráneo con la solemnidad de un juramento. No una de esas franquicias de cartón con sabor a nostalgia prefabricada. No. Necesito esa hamburguesa.
La decisión está tomada y, con ella, una extraña calma se instala en mí. Es el alivio del que por fin ha confesado. Me pongo unas zapatillas, cojo las llaves y salgo a la calle. No voy a pedirla, voy a ir a buscarla. Hay que peregrinar. Hay un sitio a cinco minutos andando, un local pequeño, ruidoso y de estilo americano. Un lugar sin muchas pretensiones, donde el único dios es una plancha de acero al rojo vivo.
Mientras camino, el aire frío de la noche me golpea la cara. Y en el silencio de mi cabeza, sin que yo la convoque, empieza a sonar una melodía.
Es lejana, casi un eco. Unos violines, un contrabajo. Y una voz. Es la introducción de Casta Diva. ¿Por qué ahora? ¿Por qué aquí? Mi cerebro, en su infinita capacidad para lo absurdo, ha decidido que la banda sonora para mi misión grasienta sea una de las arias más sublimes jamás compuestas. Una plegaria a la luna, una invocación a la paz por parte de una sacerdotisa druida que está a punto de traicionar a su pueblo por amor. No podría haber nada más alejado de mi propósito. Y sin embargo, encaja.
Llego al local. El calor y el olor me golpean como una ola. Huele a carne sellándose, a cebolla caramelizándose lentamente, a pan tostándose en mantequilla. Huele a verdad. El sitio es pequeño, las paredes desnudas; dos hamburguesas disponibles. Un tipo con los brazos tatuados y una concentración monacal maneja dos espátulas como si fueran extensiones de sus manos. Es un coreógrafo del colesterol. Pido la de siempre. Doble de carne, queso cheddar, bacon y esa salsa secreta que es, probablemente, ilegal en varios países.
Y mientras espero, de pie en una esquina, la ópera en mi cabeza sube de volumen. La orquesta teje un colchón de cuerdas tristes y expectantes. Es el preludio. Estoy en un templo pagano de la grasa saturada, y en mis oídos una virgen le canta a la luna. La soprano, la gran Norma, está pidiendo paz para la tierra —spargi in terra quella pace— mientras el tipo de la plancha aplasta mi cena con una espátula, y el chisporroteo suena como una ovación violenta. El contraste roza lo cómico.
La lentitud.
La espera no es una simple espera. Es una ceremonia. Observo cada movimiento del cocinero. El giro preciso de la carne en la plancha. La forma en que coloca el queso para que se derrita justo en el ángulo correcto, creando una cascada naranja y brillante. El tueste milimétrico del pan de brioche. No hay prisa. Hay un tempo, una cadencia. Es el mismo adagio con el que Norma se acerca al altar. Ella tiene su muérdago sagrado; yo tengo mi ticket con el número 37. Ambos esperamos un milagro.
Y entonces, llega. Me la entregan envuelta en papel de aluminio, como un artefacto precioso. Pesa. Tiene la densidad de las cosas imortantes. Salgo del local y encuentro un banco solitario en la esquina de enfrente. No voy a esperar a llegar a casa. Esto tiene que suceder aquí y ahora.
Desenvuelvo la hamburguesa. El vapor se escapa transportando un aroma que es casi una agresión, una ofensa a todo lo que es sutil y delicado. Es una visión. Las tiras de bacon, oscuras y crujientes, asomando como gárgolas. Es una obra de arquitectura barroca y brutalista. Y en mi cabeza, la soprano ataca las notas cadenciosas de "Casta Diva". Largas, sostenidas, puras.
Cierro los ojos y muerdo. El tiempo se fractura. Se detiene. Primero, la increíble suavidad del pan, una nube dulce y mantecosa que cede sin oponer resistencia. Inmediatamente después, la costra de la carne, esa reacción de Maillard que es la madre de todo sabor, crujiente, salada, casi amarga. Y luego, el interior. La carne jugosa, en su punto, deshaciéndose, inundándolo todo con una verdad animal y profunda. El queso cheddar, con su abrazo lácteo y salado, lo envuelve todo. Por un instante, no existe nada más. No hay correos, no hay ciudad, no hay futuro. Solo esta verdad redonda y perfecta en mi boca. La melodía de Bellini es lenta, melancólica, de una belleza que duele. Y este primer bocado es exactamente eso. Un placer tan intenso que tiene un eco de tristeza, la conciencia de que nunca volverá a ser el primero.
La soprano vuelve al principio. Las cuerdas siguen a lo suyo. Están perdidas en un arpegio constante. Y en mi boca, entran nuevos instrumentos. Doy un segundo bocado, más profundo. Y ahí está. El contrapunto ácido y crujiente del pepinillo, una nota verde y afilada que corta la grasa como un relámpago. Y la salsa. Esa salsa secreta, ahumada, ligeramente picante, que se esconde bajo la carne y que ahora se revela, añadiendo una capa de complejidad que no esperaba. Es una primera variación sobre el tema principal. La melodía base —la carne y el queso— sigue ahí, pero ahora está enriquecida, dialoga con otros elementos. El bacon cruje. Es una percusión seca y salada, los pizzicatos de las cuerdas que marcan el ritmo. Cada bocado es diferente al anterior. Descubro una esquina donde la cebolla caramelizada se ha hecho fuerte, un reducto de dulzor casi frutal. Encuentro un pliegue donde el queso se ha tostado contra la plancha. La soprano repite la melodía, pero esta vez con pequeños adornos, con trinos, con una nueva intención. La experiencia se vuelve más compleja, más intelectual casi. Estoy descifrando una partitura de sabores.
El Crescendo y la Cabaletta. El clímax.
He pasado el ecuador de la hamburguesa. La contención inicial, el análisis, se han desvanecido. Ahora solo hay hambre. Un hambre pura, primitiva. La música en mi cabeza empieza a crecer. La orquesta entera se suma, las cuerdas se agitan, los metales anuncian algo terrible y magnífico. La soprano se prepara para la cabaletta, la parte rápida y virtuosística del aria, donde el personaje desata su pasión, su furia, su decisión.
Y yo me desato con ella.
Muerdo con abandono. Ya no busco matices, busco la totalidad. La mezcla de todo a la vez. La salsa me gotea por la barbilla y no me importa. Mis manos están pringosas. El acto se ha vuelto animal. Es un frenesí. Es el fortissimo de la orquesta, un muro de sonido que lo arrasa todo. Y mi boca es un campo de batalla glorioso. Carne, queso, bacon, pan, salsa, todo fusionado en una única y atronadora nota de sabor. La pureza de "Casta Diva", esa plegaria a una diosa virgen, se ha estrellado contra la realidad más carnal y mortal. Y en esa colisión, hay una verdad más grande. La sacerdotisa canta sobre la guerra y el amor prohibido, y yo estoy librando mi propia batalla contra el decoro, rindiéndome a un amor prohibido por la dictadura del bienestar.
Doy el último bocado. La orquesta y la soprano ejecutan el acorde final. Y luego, el silencio.
Miro el papel manchado de grasa que tengo en las manos. Está vacío. Queda el eco del sabor en mi boca, un recuerdo cálido y salado. Me limpio las manos y la boca con una servilleta de papel que se deshace.
Se acabó. El papel es un sudario de grasa. La calle está en relativo silencio, ajena al drama que acaba de tener lugar en mis papilas gustativas. El eco de la soprano se ha ido, reemplazado por el zumbido de una farola. Y me doy cuenta de algo: Norma, la sacerdotisa, cantaba a la luna pidiendo una paz que sabía imposible, justo antes de desatar la guerra. Su plegaria era una mentira piadosa, un último instante de belleza antes del caos.
Quizás esto ha sido lo mismo. Un armisticio de diez minutos. Una tregua con el ruido de fondo de la vida moderna, comprada con carne y queso. No he solucionado nada. Los correos seguirán ahí. La ansiedad volverá a abrirse paso. Mañana volveré a desear ser más eficiente, más delgado, mejor.
Pero por un momento, no lo he hecho. Por un momento, el único deber era morder. Y en ese acto simple, hubo una especie de paz. No la paz de los dioses ni la que se pide en las óperas. Una paz mucho más terrenal. La paz del animal que ha comido. Y a veces, supongo, es la única a la que podemos aspirar.