Réquiem, Chef

La cuarta temporada de The Bear ya no es una serie sobre la tensión culinaria. Es una tragedia existencial televisada. La excelencia puede ser una trampa.

  1. Introitus

Requiem aeternam dona eis, Domine, et lux perpetua luceat eis. (Dales el descanso eterno, Señor, y que la luz perpetua brille sobre ellos)

Hay que empezar por el final, por el silencio. La cocina de The Original Beef of Chicagoland, ahora convertida en el esqueleto de un sueño llamado The Bear, está vacía. Las planchas de acero inoxidable, pulcras hasta la obsesión, devuelven un reflejo frío, casi azul, como el de una morgue bien iluminada. No estamos aquí para hablar de comida. O no solo de eso. Estamos asistiendo al funeral de algo que no ha muerto del todo, pero cuyo estado es terminal: la idea romántica de la vocación, la creencia de que la entrega absoluta a un trabajo no solo es deseable, sino que es la única forma de salvación. Y esta misa de difuntos tiene la banda sonora perfecta: el Réquiem en Re menor de Wolfgang Amadeus Mozart. 

La cuarta temporada de The Bear ya no es una serie sobre la tensión culinaria. Es una tragedia existencial televisada. Carmy, nuestro sacerdote del fuego y la reducción, ha conseguido la excelencia. Y la excelencia lo ha vaciado. Cada plato perfecto es un ladrillo más en el muro que lo separa de la vida. En este mausoleo, el muerto está de pie, respira, y el descanso se le niega precisamente por aquello que lo mantenía vivo. Pedimos descanso para una pasión que se ha vuelto indistinguible del tormento. Pedimos luz para una identidad que solo sabe existir en la sombra de una cocina. 

  1. Kyrie

Kyrie eleison. Christie eleison. (Señor, ten piedad. Cristo, ten piedad)

Carmy es un creador devorado por su propia creación. No tiene un jefe que lo explote: él es el látigo y la espalda, el verdugo y el reo en una misma persona. Cada "¡Sí, chef!" es el amén a su propia sentencia de muerte. Camus se equivocó: Sísifo no era feliz. Y Carmy, empujando la roca de la perfección cada noche, tampoco sonríe. Y nosotros aplaudimos el espectáculo de su aniquilación. Llamamos "pasión" a la adicción, "genialidad" a la enfermedad. Queremos el plato sublime sin ver las cicatrices que cuesta. Exigimos el arte y nos da igual el hombre que se desangra para producirlo.

El Kyrie eleison no es un murmullo. Es el ruego mudo de un hombre atrapado en la jaula de oro de su talento. Es el grito ahogado de quien ha hecho de su vida una obra maestra y ahora no sabe cómo coño vivir en ella.

  1. Dies Irae / Lacrimosa

Lacrimosa dies illa, / qua resurget ex favilla / iudicandus homo reus. (Día de lágrimas aquel, / en que resurja de las cenizas / el hombre reo para ser juzgado). 

Este es el corazón. El punto donde el andamiaje se derrumba y solo queda la emoción desnuda. Dejo de ver la televisión y me pongo los cascos. De repente estoy en el siglo XVIII. Mozart no solo escribe su Réquiem, lo transpira. Lo tose. Postrado, con la fiebre devorándolo, compone la música para su propio funeral, sintiendo la muerte no como una idea, sino como una presencia sentada al pie de su cama. Es una carrera contra la descomposición de su propio cuerpo. Cuando llega al Lacrimosa, apenas puede esbozar ocho compases antes de que la pluma se le caiga de la mano. Esos ocho compases son el último pulso de un genio. 

El Lacrimosa no explota, implosiona. Comienza con un ritmo sincopado en las cuerdas, un sollozo que intenta contenerse, el espasmo rítmico de un cuerpo que se niega a romperse en público. Es el sonido de las lágrimas cayendo una a una, con una regularidad mecánica. Y entonces entra el coro, no con la furia apocalíptica del Dies Irae, sino con una ola de tristeza infinita, una resignación que parte el alma porque es universal. No es el grito de rabia contra la muerte; es el reconocimiento devastador de su llegada. 

Y escuchándolo, pienso: todos hemos sentido esto. 

No literalmente -no estamos muriendo, ni hemos compuesto una obra que ha sobrevivido siglos-, pero sí hemos vivido ese momento de derrumbe interno en el que te das cuenta de que tu vida ya no te pertenece. Que la pasión por algo que amas se ha convertido en una prisión bien decorada. Que cada gesto está funcionando, pero no viviendo. Lo veo en Carmy, pero también en mí. En esa tensión que se instala entre el deseo de hacer algo perfecto y el deseo, más callado, de poder respirar. 

Los bajos del coro aparecen como el suelo que se hunde. Las sopranos no vuelan, sino que miran desde arriba con piedad. Mozart se estaba muriendo mientras escribía esto, y cada acorde tiene la densidad de una carta sin enviar. El contrapunto, aquí, es un tejido de voces que no dialogan, sino que se superponen como pensamientos en duelo. Mozart parece preguntarse: ¿y si después de todo hay algo? ¿Y si tengo una última oportunidad?

Ese es el momento exacto de Carmy. No explota de ira en mitad del servicio, no es un plato estrellado contra la pared. Es una escena más silenciosa, más letal. Quizá mientras ve una imagen de Claire, la chica a la que arroja fuera de su vida a cambio de una estrella Michelin, y el rostro de ella se vuelve el de un fantasma que lo acusa. O mientras ve a Sydney reír con alguien fuera de la cocina, una risa fácil, luminosa, y se da cuenta de que él ya no sabe cómo se produce ese sonido. El llanto que lo ahoga no es por un fracaso profesional, sino por el éxito que le ha costado una vida. Es el darse cuenta de que has ganado el mundo y has perdido el alma, una transacción que solo parece un buen negocio desde lejos. La identidad por la que luchamos, la de Chef con mayúsculas, Escritor, Profesor, Músico, la que sea, se desmorona como un edificio dinamitado, revelando lo que hay debajo: personas aterradoramente solas. 

Y aquí es donde la ficción muerde carne. Porque todos nos hemos preguntado si nuestro trabajo es vocación o hábito. Si seguir esforzándonos es fe o miedo a detenernos. Si la pasión que nos define es nuestra…o si es un disfraz para no sentirnos vacíos. Nietzche dijo que “quien tiene un porqué para vivir puede soportar casi cualquier cómo”. ¿Qué ocurre cuando nuestro porqué se revela como un fraude? Lo que queda es un cómo en toda su crudeza. Y eso, como el ritmo implacable del Lacrimosa, es la más pura, lúcida y desoladora expresión del dolor. 

Los timbales entran con un golpe leve, pero firme. Es la aparición del destino. No como amenaza, sino como recordatorio. Todo esto es inevitable. La armonía está hecha de terciopelos rotos. Hay modulación, sí, hay cromatismo, sí, pero lo que se siente es algo más básico: el temblor de alguien que aún respira, pero ya se despide. El crescendo que ocurre justo antes del “Amen” truncado es como una herida que se ensancha con elegancia. Mozart no está escribiendo para un comitente. Está escribiendo para que la música diga lo que el cuerpo ya no puede sostener.

  1. Offertorium

Carmy ha sacrificado la posibilidad de una normalidad, de una felicidad que él mismo saboteó por miedo a que lo distrajera de su “misión”. Sacrificó la paz mental, viviendo en una guerra de baja intensidad contra el tiempo. Sacrificó la salud, encapsulada en esa dieta de cigarrillos, café y sobras frías devoradas de pie. Sacrificó, sobre todo, la posibilidad de ser otra cosa. 

La excelencia puede ser una trampa. La devoción, un veneno de acción lenta. Nos venden la narrativa del genio que se sacrifica por su arte, pero rara vez nos detenemos a pensar en la vanidad que subyace en ese sacrificio. ¿Cuántos de nosotros hemos hecho sacrificios similares en altares mucho menos glamurosos? ¿Cuántas horas robadas a nuestras familias, a nuestras parejas, a nuestro propio descanso, justificadas por una promoción, un proyecto, una fecha de entrega? Ofrecemos nuestra vida en el altar del capital, de la productividad, y esperamos que un día, un "Rey de la gloria" nos libere de un infierno que nosotros mismos hemos construido.

  1. Agnus Dei

Es la parte más tierna del Réquiem. La furia y el llanto han pasado. Dona eis requiem. Dales el descanso. No la gloria, no la victoria, no la resurrección. Descanso. Y aquí surge la pregunta más radical: ¿y si dejar de cocinar no fuera el final, sino el verdadero principio? ¿Y si su salvación no estuviera en perfeccionar su arte, sino en abandonarlo, aunque sea temporalmente? La cocina ha sido su campo de batalla, su monasterio y su celda de castigo. Pero ¿podría ser, simplemente, un lugar? Este Agnus Dei es esa posibilidad de redimirse. La  posibilidad de cocinar por placer y no por obligación. 

  1. Libera Me

Libera me, Domine, de morte aeterna, in die illa tremenda. (Líbrame, Señor, de la muerte eterna, en aquel día terrible). 

El “Amen” que nunca llegó, que Mozart no pudo escribir, es tal vez lo más devastador: un hueco perfecto. Porque el Lacrimosa no termina: se detiene. Es una página manchada por un lápiz que se cayó de la mano. Y sin embargo, esa interrupción se siente lógica. Mozart dejó de escribir, y nadie pudo continuar su voz sin que se notara el temblor. Y así debe ser la historia de Carmy, y la nuestra. No hay un cierre limpio, una solución fácil. No se sale de una obsesión como quien se quita un abrigo. El ciclo de la identidad fusionada con la profesión es pegajoso.

Libera me. Líbrame. La petición final ya no es por el descanso, sino por la liberación de la "muerte eterna". La repetición. Es volver a caer en el mismo patrón, en el mismo ciclo de autoexplotación y soledad glorificada. Es la verdadera dannación del hombre moderno.

¿Puede Carmy ser liberado? No lo sabemos. Quizá la única victoria posible no sea escapar, sino aprender a vivir con la cicatriz. Entender que la pasión no tiene por qué ser un pacto suicida.

Lo que ha muerto aquí, al final de esta larga misa, no es la pasión misma. Ha muerto la idea tóxica y romántica de que debemos inmolarnos por ella. Ha muerto el mito del genio solitario. 

El Réquiem ha terminado, pero la música sigue sonando en el aire. Nos deja con una tarea. Que cada quien dirija, en el silencio de su propia conciencia, el réquiem por la identidad que sacrificó en el altar equivocado. Que cada quien aprenda a rezar su propio dona eis requiem. Y que, tal vez, se lo conceda.

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La cuarta temporada de The Bear ya no es una serie sobre la tensión culinaria. Es una tragedia existencial televisada. La excelencia puede ser una trampa.
  1. Introitus

Requiem aeternam dona eis, Domine, et lux perpetua luceat eis. (Dales el descanso eterno, Señor, y que la luz perpetua brille sobre ellos)

Hay que empezar por el final, por el silencio. La cocina de The Original Beef of Chicagoland, ahora convertida en el esqueleto de un sueño llamado The Bear, está vacía. Las planchas de acero inoxidable, pulcras hasta la obsesión, devuelven un reflejo frío, casi azul, como el de una morgue bien iluminada. No estamos aquí para hablar de comida. O no solo de eso. Estamos asistiendo al funeral de algo que no ha muerto del todo, pero cuyo estado es terminal: la idea romántica de la vocación, la creencia de que la entrega absoluta a un trabajo no solo es deseable, sino que es la única forma de salvación. Y esta misa de difuntos tiene la banda sonora perfecta: el Réquiem en Re menor de Wolfgang Amadeus Mozart. 

La cuarta temporada de The Bear ya no es una serie sobre la tensión culinaria. Es una tragedia existencial televisada. Carmy, nuestro sacerdote del fuego y la reducción, ha conseguido la excelencia. Y la excelencia lo ha vaciado. Cada plato perfecto es un ladrillo más en el muro que lo separa de la vida. En este mausoleo, el muerto está de pie, respira, y el descanso se le niega precisamente por aquello que lo mantenía vivo. Pedimos descanso para una pasión que se ha vuelto indistinguible del tormento. Pedimos luz para una identidad que solo sabe existir en la sombra de una cocina. 

  1. Kyrie

Kyrie eleison. Christie eleison. (Señor, ten piedad. Cristo, ten piedad)

Carmy es un creador devorado por su propia creación. No tiene un jefe que lo explote: él es el látigo y la espalda, el verdugo y el reo en una misma persona. Cada "¡Sí, chef!" es el amén a su propia sentencia de muerte. Camus se equivocó: Sísifo no era feliz. Y Carmy, empujando la roca de la perfección cada noche, tampoco sonríe. Y nosotros aplaudimos el espectáculo de su aniquilación. Llamamos "pasión" a la adicción, "genialidad" a la enfermedad. Queremos el plato sublime sin ver las cicatrices que cuesta. Exigimos el arte y nos da igual el hombre que se desangra para producirlo.

El Kyrie eleison no es un murmullo. Es el ruego mudo de un hombre atrapado en la jaula de oro de su talento. Es el grito ahogado de quien ha hecho de su vida una obra maestra y ahora no sabe cómo coño vivir en ella.

  1. Dies Irae / Lacrimosa

Lacrimosa dies illa, / qua resurget ex favilla / iudicandus homo reus. (Día de lágrimas aquel, / en que resurja de las cenizas / el hombre reo para ser juzgado). 

Este es el corazón. El punto donde el andamiaje se derrumba y solo queda la emoción desnuda. Dejo de ver la televisión y me pongo los cascos. De repente estoy en el siglo XVIII. Mozart no solo escribe su Réquiem, lo transpira. Lo tose. Postrado, con la fiebre devorándolo, compone la música para su propio funeral, sintiendo la muerte no como una idea, sino como una presencia sentada al pie de su cama. Es una carrera contra la descomposición de su propio cuerpo. Cuando llega al Lacrimosa, apenas puede esbozar ocho compases antes de que la pluma se le caiga de la mano. Esos ocho compases son el último pulso de un genio. 

El Lacrimosa no explota, implosiona. Comienza con un ritmo sincopado en las cuerdas, un sollozo que intenta contenerse, el espasmo rítmico de un cuerpo que se niega a romperse en público. Es el sonido de las lágrimas cayendo una a una, con una regularidad mecánica. Y entonces entra el coro, no con la furia apocalíptica del Dies Irae, sino con una ola de tristeza infinita, una resignación que parte el alma porque es universal. No es el grito de rabia contra la muerte; es el reconocimiento devastador de su llegada. 

Y escuchándolo, pienso: todos hemos sentido esto. 

No literalmente -no estamos muriendo, ni hemos compuesto una obra que ha sobrevivido siglos-, pero sí hemos vivido ese momento de derrumbe interno en el que te das cuenta de que tu vida ya no te pertenece. Que la pasión por algo que amas se ha convertido en una prisión bien decorada. Que cada gesto está funcionando, pero no viviendo. Lo veo en Carmy, pero también en mí. En esa tensión que se instala entre el deseo de hacer algo perfecto y el deseo, más callado, de poder respirar. 

Los bajos del coro aparecen como el suelo que se hunde. Las sopranos no vuelan, sino que miran desde arriba con piedad. Mozart se estaba muriendo mientras escribía esto, y cada acorde tiene la densidad de una carta sin enviar. El contrapunto, aquí, es un tejido de voces que no dialogan, sino que se superponen como pensamientos en duelo. Mozart parece preguntarse: ¿y si después de todo hay algo? ¿Y si tengo una última oportunidad?

Ese es el momento exacto de Carmy. No explota de ira en mitad del servicio, no es un plato estrellado contra la pared. Es una escena más silenciosa, más letal. Quizá mientras ve una imagen de Claire, la chica a la que arroja fuera de su vida a cambio de una estrella Michelin, y el rostro de ella se vuelve el de un fantasma que lo acusa. O mientras ve a Sydney reír con alguien fuera de la cocina, una risa fácil, luminosa, y se da cuenta de que él ya no sabe cómo se produce ese sonido. El llanto que lo ahoga no es por un fracaso profesional, sino por el éxito que le ha costado una vida. Es el darse cuenta de que has ganado el mundo y has perdido el alma, una transacción que solo parece un buen negocio desde lejos. La identidad por la que luchamos, la de Chef con mayúsculas, Escritor, Profesor, Músico, la que sea, se desmorona como un edificio dinamitado, revelando lo que hay debajo: personas aterradoramente solas. 

Y aquí es donde la ficción muerde carne. Porque todos nos hemos preguntado si nuestro trabajo es vocación o hábito. Si seguir esforzándonos es fe o miedo a detenernos. Si la pasión que nos define es nuestra…o si es un disfraz para no sentirnos vacíos. Nietzche dijo que “quien tiene un porqué para vivir puede soportar casi cualquier cómo”. ¿Qué ocurre cuando nuestro porqué se revela como un fraude? Lo que queda es un cómo en toda su crudeza. Y eso, como el ritmo implacable del Lacrimosa, es la más pura, lúcida y desoladora expresión del dolor. 

Los timbales entran con un golpe leve, pero firme. Es la aparición del destino. No como amenaza, sino como recordatorio. Todo esto es inevitable. La armonía está hecha de terciopelos rotos. Hay modulación, sí, hay cromatismo, sí, pero lo que se siente es algo más básico: el temblor de alguien que aún respira, pero ya se despide. El crescendo que ocurre justo antes del “Amen” truncado es como una herida que se ensancha con elegancia. Mozart no está escribiendo para un comitente. Está escribiendo para que la música diga lo que el cuerpo ya no puede sostener.

  1. Offertorium

Carmy ha sacrificado la posibilidad de una normalidad, de una felicidad que él mismo saboteó por miedo a que lo distrajera de su “misión”. Sacrificó la paz mental, viviendo en una guerra de baja intensidad contra el tiempo. Sacrificó la salud, encapsulada en esa dieta de cigarrillos, café y sobras frías devoradas de pie. Sacrificó, sobre todo, la posibilidad de ser otra cosa. 

La excelencia puede ser una trampa. La devoción, un veneno de acción lenta. Nos venden la narrativa del genio que se sacrifica por su arte, pero rara vez nos detenemos a pensar en la vanidad que subyace en ese sacrificio. ¿Cuántos de nosotros hemos hecho sacrificios similares en altares mucho menos glamurosos? ¿Cuántas horas robadas a nuestras familias, a nuestras parejas, a nuestro propio descanso, justificadas por una promoción, un proyecto, una fecha de entrega? Ofrecemos nuestra vida en el altar del capital, de la productividad, y esperamos que un día, un "Rey de la gloria" nos libere de un infierno que nosotros mismos hemos construido.

  1. Agnus Dei

Es la parte más tierna del Réquiem. La furia y el llanto han pasado. Dona eis requiem. Dales el descanso. No la gloria, no la victoria, no la resurrección. Descanso. Y aquí surge la pregunta más radical: ¿y si dejar de cocinar no fuera el final, sino el verdadero principio? ¿Y si su salvación no estuviera en perfeccionar su arte, sino en abandonarlo, aunque sea temporalmente? La cocina ha sido su campo de batalla, su monasterio y su celda de castigo. Pero ¿podría ser, simplemente, un lugar? Este Agnus Dei es esa posibilidad de redimirse. La  posibilidad de cocinar por placer y no por obligación. 

  1. Libera Me

Libera me, Domine, de morte aeterna, in die illa tremenda. (Líbrame, Señor, de la muerte eterna, en aquel día terrible). 

El “Amen” que nunca llegó, que Mozart no pudo escribir, es tal vez lo más devastador: un hueco perfecto. Porque el Lacrimosa no termina: se detiene. Es una página manchada por un lápiz que se cayó de la mano. Y sin embargo, esa interrupción se siente lógica. Mozart dejó de escribir, y nadie pudo continuar su voz sin que se notara el temblor. Y así debe ser la historia de Carmy, y la nuestra. No hay un cierre limpio, una solución fácil. No se sale de una obsesión como quien se quita un abrigo. El ciclo de la identidad fusionada con la profesión es pegajoso.

Libera me. Líbrame. La petición final ya no es por el descanso, sino por la liberación de la "muerte eterna". La repetición. Es volver a caer en el mismo patrón, en el mismo ciclo de autoexplotación y soledad glorificada. Es la verdadera dannación del hombre moderno.

¿Puede Carmy ser liberado? No lo sabemos. Quizá la única victoria posible no sea escapar, sino aprender a vivir con la cicatriz. Entender que la pasión no tiene por qué ser un pacto suicida.

Lo que ha muerto aquí, al final de esta larga misa, no es la pasión misma. Ha muerto la idea tóxica y romántica de que debemos inmolarnos por ella. Ha muerto el mito del genio solitario. 

El Réquiem ha terminado, pero la música sigue sonando en el aire. Nos deja con una tarea. Que cada quien dirija, en el silencio de su propia conciencia, el réquiem por la identidad que sacrificó en el altar equivocado. Que cada quien aprenda a rezar su propio dona eis requiem. Y que, tal vez, se lo conceda.

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