Nota del autor: quizá no debería escribir esto. Pero, ¿y qué más da?
El otro día, en el bar de abajo del trabajo, el de la tele siempre puesta en un canal de videoclips que repite las mismas cuarenta canciones como un mantra, sonó Taylor Swift. No una de las nuevas. Sonaba ‘You Belong With Me’. Y vi a una chica que me recordó a mi novia. Tendría unos veinte años, dejó el tenedor sobre el plato de ensaladilla rusa y cantaba en voz baja, con los ojos medio cerrados, como si estuviera recitando una oración que se sabe de memoria desde la primera comunión. Y a su lado, su novio, o lo que fuera, un tipo con barba y una camiseta de un grupo de metal que no supe reconocer, la miraba y sonreía. No con condescendencia. Con cariño. Como quien mira a alguien hacer algo que le hace genuinamente feliz. Y en ese momento, en ese bar grasiento con olor a café y fritanga, pensé en toda la tinta, digital y de la otra, que se ha vertido para analizar, diseccionar y, sobre todo, criticar a la mujer que había escrito esa canción.
He leído el artículo de Ana, ‘The Life of a Showgirl’, y asentía con la cabeza en algunas partes, como quien escucha a alguien listo para exponer una teoría brillante durante una sobremesa. Tiene razón en la profesionalización milimétrica del espectáculo, en la construcción de un personaje que es a la vez víctima y verdugo, confesional y críptico. Pero mientras leía, no podía quitarme de la cabeza la imagen de la chica del bar. O la de Cris. Y me he dado cuenta de que el análisis, por muy certero que sea, a veces se olvida de lo más importante: el efecto. La conexión. El porqué una canción escrita hace más de quince años por una adolescente en Nashville puede parar el tiempo en un bar de barrio de Madrid.
El problema con Taylor Swift, el verdadero nudo gordiano, es que haga lo que haga, ya ha perdido. O ganado, según se mire. Vive permanentemente instalada en el ojo del huracán, pero un huracán que ella misma genera y del que, además, ha aprendido a vender las entradas para verlo en primera fila. Si habla, es una pesada, una oportunista, una predicadora. Si se calla, es una cómplice, una cobarde, una empresaria sin escrúpulos que no se quiere mojar para no perder ventas. Si escribe canciones sobre sus novios, es una arpía vengativa que airea sus trapos sucios y monetiza el desamor. Si ahora, que parece feliz, escribe sobre el amor, es una cursi, una simple, ha perdido el ‘edge’ que la hacía interesante. Es acojonante. Es un juego de ‘caras, yo gano; cruces, tú pierdes’ en el que ella es la única jugadora y, aun así, parece que la banca siempre tiene un as en la manga para desacreditarla.
Nos hemos convertido en una sociedad de críticos pop. Analizamos cada estrofa, cada publicación en Instagram, cada gesto en una gala de premios, buscando la grieta en la armadura, la prueba de que todo es un montaje. Y claro que es un montaje. ¡Todo es un montaje! La vida misma es un montaje. La persona que eres en el trabajo no es la misma que eres con tus padres o la que eras en el instituto. Somos un puñetero montaje andante. La diferencia es que el suyo factura millones de dólares y el nuestro, como mucho, nos consigue una cerveza gratis si le caemos bien al camarero.
Se le acusa de fabricar un pop fácil, masticado, de consumo rápido. Y yo me pregunto: ¿y qué? ¿Desde cuándo la accesibilidad es un pecado? Me he criado escuchando a gente que decía que los libros de Stephen King eran literatura barata. Que las películas de Spielberg eran puro sentimentalismo para las masas. Que el pop era una basura sin alma. Y mientras ellos se regodeaban en su superioridad moral y cultural, yo me lo he pasado de puta madre leyendo ‘It’ debajo de las sábanas con una linterna, he llorado a moco tendido con ‘La lista de Schindler’ y he descubierto que una canción de tres minutos y medio podía arreglarme una tarde de mierda.

Esos productos ‘fáciles’ fueron mi puerta de entrada. King me llevó a Bolaño o a Dillon. Spielberg me llevó a Song y a Wenders. Y el pop, joder, el pop me ha llevado a todas partes. Este pop del que algunos se quejan, para mí, y para millones como yo, ha sido la manera de descubrir a Taylor. Yo era de los que arqueaba la ceja. De los que pensaba que era un producto para quinceañeras. Y un día, poco después de conocer a mi novia, me vi atrapado en un atasco en la M-30, sonando ‘Blank Space’. Me había rendido. Me bajé del burro de mi propio esnobismo y escuché el disco entero. Y luego el anterior. Y luego el otro. Y he descubierto a una compositora muy buena, a una narradora de historias con un talento especial para encapsular un sentimiento universal en una frase, en una melodía. ¿Que ‘The Life of a Showgirl’ es un disco de pop perfecto y accesible? Sí. Gracias a Dios que lo es. 1989 fue la mano que me tendió para que entrara en su universo. Y este lo será para muchas otras personas que sin él, no llegarán jamás a ‘Folklore’ o a la crudeza de ‘All Too Well (10 Minute Version)’. Criticar la puerta por ser demasiado fácil de abrir es de necios. Lo importante es lo que hay dentro.
Y luego está el tema de la adaptación. El argumento de que ahora su música está pensada para TikTok, para el fragmento, para el viral. Vivimos en 2025. La música se consume así. Los libros se recomiendan en vídeos de quince segundos. Las películas se destripan en hilos de Twitter. ¿Qué se supone que debe hacer? ¿Grabar discos conceptuales en vinilo y esperar a que la gente los descubra en una tienda polvorienta? Es una mujer de su tiempo. Sabe dónde está el público, sabe cómo habla y sabe qué herramientas usar para llegar a él. Lo hacen todos. C. Tangana, Rosalía, Bad Bunny… todos juegan al mismo juego.
No es nueva en esto. Lleva desde los dieciséis años en una industria que devora a sus hijos con un apetito voraz. Ha visto a compañeras de generación caer, quemarse, desaparecer. Y ella sigue ahí. En la cima. Reinventándose una y otra vez. Pasó de ser la niña buena del country a la dominatriz del pop, de la diva herida a la cantautora folk, y ahora a una especie de diosa inalcanzable que congrega a masas como si fuera una religión. ¿Habrá gente a la que no le guste? Totalmente. Faltaría más. Sería un coñazo de mundo si a todos nos gustara lo mismo. Pero el debate no es tanto si te gusta o no. El debate es por qué se utiliza su figura como un saco de boxeo en el que volcar todas nuestras frustraciones.
Taylor Swift no es una showgirl. Es la dueña del circo. Es la trapecista, la domadora de leones, la que vende las palomitas y la que limpia la carpa cuando todos se han ido. Ha entendido que en el siglo XXI, el artista no solo crea la obra, sino que tiene que construir todo el andamiaje que la sostiene. Y lo ha hecho con una inteligencia y una capacidad de trabajo admirables. Se podrá discutir su música, faltaría más. Pero discutir su relevancia, su impacto y su control sobre su propia narrativa es como discutir que el agua moja.
Quizás, en el fondo, lo que nos jode de Taylor Swift es que nos pone un espejo delante. Nos muestra que el éxito a esa escala estratosférica no es fruto de la casualidad ni de un talento etéreo caído del cielo. Es fruto de un curro de la hostia, de una ambición sin límites, de una estrategia calculada y de una capacidad sobrehumana para aguantar hostias y devolverlas multiplicadas por diez en forma de canción. Y eso escuece mucho.
Anoche fui al cine, a las nueve, con mi novia y su pañuelo naranja. La miré de reojo: cantaba bajito, como si nadie más existiera, como si el mundo no estuviera lleno de reseñas ni de opiniones sobradas. Solo ella, una canción, una emoción limpia que alguien destiló a miles de kilómetros y que, por arte de magia, le caía ahora en la garganta. Y pensé: eso es lo único que importa. Lo demás, ya sabes, literatura. Yo, mientras tanto, seguiré tarareando el pop tontorrón de “The fate of Ophelia”.
De todos modos, como dice ella, “It’s actually sweet all the time we’ve spent on her”.