Tras el primer asalto, la ciudad y yo firmamos una tregua tácita. La ansiedad del desembarco, esa vibración de alta frecuencia que amenazaba con desquiciarnos, se había disuelto con el sueño, dejando en su lugar un silencio expectante. El segundo día en Nueva York no amanece con la urgencia de la conquista, sino con la curiosidad del explorador que, habiendo sobrevivido a la tormenta en la costa, se adentra por fin en la isla. Es un despertar diferente. El ruido de la calle que la noche anterior era una agresión, ahora suena a latido. Ya no se trata de medirte con la bestia, sino de aprender a caminar entre ella, de descifrar su lenguaje, de permitir, quizás, que te muestre sus lugares secretos. El plan ya no es sobrevivir, es vivir. Y en algún lugar del subconsciente, la banda sonora ha cambiado. Ahora suena el sonido del verdadero jet lag. Un clarinete. Un quejido agudo, un glissando que se estira como un chicle pegado en la acera de la Octava Avenida, que sube y sube hasta que se rompe en una melodía que ya es de todos y de nadie. Es el inicio de Rhapsody in Blue y es el sonido de llegar aquí. Nueva York es la rapsodia de Gershwin y tú estás en medio del foso de la orquesta, sintiendo la vibración de cada instrumento en la boca del estómago.
El piano entra con un ritmo juguetón, sincopado, casi nervioso. Es un ritmo que te obliga a seguirlo. Es el ritmo de la cola de Los Tacos No.1 en el Chelsea Market. O en el de Penn District. El lugar es lo de menos, lo que importa es el movimiento. Un pie delante de otro, un vaivén de hombros para esquivar a un turista que se ha parado en seco a hacer una foto. Es un local minúsculo, una explosión de sabor que te reconcilia con el universo. El aire huele a maíz frito, a cilantro y a carne que chisporrotea sobre la plancha. Es un olor que se te mete en la nariz y te manda una orden directa al cerebro: “tienes que comer esto, ahora”.
La música de Gershwin es así, un impulso. Pides el de adobada. Detrás de la barra, los taqueros se mueven con una precisión digna de un ballet ruso. Te lo dan en tortillas minúsculas que amenazan con romperse. La gente habla, pero solo se oye el clac-clac-clac del cuchillo sobre la tabla y el sonido húmedo de la gente devorando. Muerdes. La piña dulce, la carne salada, la cebolla cruda, el picante de la salsa que te golpea al final. Es una explosión, una síncopa de sabores en la boca. Es el jazz. Es esa melodía que se enreda, que sube y baja, que parece improvisada pero que sabes que responde a una lógica perfecta, la lógica del hambre y del placer inmediato. Te lo acabas en tres bocados. Y mientras te chupas los dedos, el piano sigue su carrera frenética, como si te estuviera diciendo: “¿a qué esperas? pide otro”.

Hay un momento en la rapsodia en que el piano se queda solo. Se lanza a un solo de stride, esa técnica de la mano izquierda que salta del bajo a los acordes, creando una base rítmica que es a la vez sólida y elástica. Es un sonido orgulloso, casi arrogante. Es la misma sensación que la de subir al Empire State Building.
Dejas atrás el ruido de la calle, el ruido de la orquesta, y te metes en una cápsula que te escupe ochenta y seis pisos más arriba. Y de repente, el silencio. O casi. El viento. Y la ciudad entera a tus pies. De noche, es una placa base de un ordenador imposible, un circuito de luces doradas y rojas que parpadean al unísono. De día, es una maqueta de cemento y cristal. El piano de Guershwin suena confiado, virtuoso. Cada edificio es un acorde. El Chrysler, con su aguja art déco es una nota alta y brillante. Los bloques de apartamento del Village son acordes menores, más íntimos. Y los dos estamos aquí, esperando a ver el atardecer, con el piano y el viento, sintiéndonos los reyes del mundo. Es una soledad compartida con cientos de personas que también se sienten solas y poderosas. Es el individualismo de Nueva York hecho música. Un solo de piano que se eleva sobre el estruendo de la orquesta.
Y entonces, llega. La melodía. Esa que todo el mundo conoce. Las cuerdas entran con una calidez que te abraza. Es un tema lento, expansivo, lleno de nostalgia que no sabes de dónde viene. Es el corazón de la pieza y el de Manhattan. Es Central Park, ese portal dimensional. El rugido se repliega y el aire empieza a oler a hierba, a tierra húmeda y a galletas de Levain que nos vamos a comer.
Es un oasis tan vasto que uno podría imaginar perderse en él para siempre, como en una novela de Henry James. Central Park es la demostración de que incluso en la capital del artificio, la necesidad de naturaleza sigue siendo un instinto primario. Te sientas en un banco frente al lago y ves los rascacielos asomándose por encima de las copas de los árboles, como si fueran una cordillera lejana. Y de repente, casi sin darte cuenta, un hombre alto, con acento que no logras ubicar, te ayuda a meterte en una barca de remos. Al principio, el movimiento es torpe: un remo que golpea el agua demasiado fuerte, una ligera deriva hacia un arbusto acuático que se inclina como queriendo saludarte. Luego, encuentras el ritmo. El sonido es hipnótico, y por un instante, el tiempo se detiene.
La melodía de Gershwin es un legato perfecto, una línea continua de belleza que te reconcilia con el mundo. Es la misma sensación que tienes al perderte por el West Village. Aquí la ciudad cambia de piel. Desaparecen los rascacielos y aparecen los árboles, las casas de ladrillo rojo con sus escaleras de emergencia. Es un barrio que se camina sin prisa, dejándote llevar por la música. Y como buen novio de una swiftie, la parada en Cornelia Street es obligatoria. Unos metros más allá, Grove con Bedford. La esquina de Friends. Es fascinante ver cómo la ficción ha redibujado el mapa de la ciudad, creando puntos de peregrinaje que son tan o más importantes que los monumentos históricos. Y en medio de la geografía pop, Washington Square se mantiene como el centro de un microcosmos donde todas las tribus coexisten en una paz extraña y hermosa.
La música se acelera. Se vuelve un torbellino. Los instrumentos parecen perseguirse, unos a otros en una especie de juego caótico y brillante. Es la sección de la rapsodia que te deja sin aliento. Es entrar en el Metropolitan Museum of Art, The MET.
El Gran Salón es un hervidero de gente. Un rumor de todos los idiomas del mundo rebota contra el techo altísimo. Entrar es aceptar la derrota de antemano. No sabes por dónde empezar. Es imposible verlo todo. Es un universo que contiene todos los universos: un templo egipcio, el de Dendur, rescatado de las aguas del Nilo; salas de armaduras medievales que te hacen sentir en un castillo europeo; patios romanos; galerías infinitas de pintura europea, arte asiático, contemporáneo; recreaciones de salas y habitaciones americanas de los siglos XVIII y XIX. No es un museo. Es la historia de la humanidad bajo un mismo techo. Demasiada belleza, demasiada historia, demasiada gente. Es una sobredosis sensorial. La música de Gershwin se vuelve frenética, casi ansiosa. Un crescendo constante que te empuja hacia adelante.
La misma energía pero con otro acento, la encuentras al salir a la calle en Williamsburg. De repente, el hormigón de Manhattan se transforma. El cambio es radical. La comunidad de judíos ultraortodoxos vive en su propia realidad, regida por sus propias normas. Hombres con sombreros de ala ancha y largos tirabuzones, mujeres con peluca y faldas largas empujando carritos de bebé, niños vestidos de un negro riguroso. Los carteles están en yiddish. Es un mundo hermético y fascinante que convive a pocas calles de distancia, con la modernidad más hippie de Brooklyn. Es el Nueva York que se reinventa a sí mismo, que huye de su propio cliché. Es un scherzo, una broma musical que la ciudad se gasta a sí misma al otro lado del puente.
Rhapsody in blue no es solo euforia. Tiene momentos de calma, de una melancolía profundamente americana. El blues. Hay una nota suspendida, un acorde que se queda flotando en el aire y que te encoge el corazón. Ese acorde es el memorial del 9/11.
Llegas y el ruido de la ciudad se apaga. No desaparece, se queda en segundo plano, como un murmullo respetuoso. Los dos estanques negros, dos huellas cuadradas que se hunden en la tierra, son una herida que se ha negado a cicatrizar. Solo se oye el agua. El sonido constante e hipnótico de las dos cascadas que caen hacia un vacío que no se alcanza a ver, metáfora perfecta y terrible del instante que lo cambió todo. Te acercas al borde y lees los nombres. Nombres y más nombres. La escala de ausencia es inabarcable. Dejas de ver una cifra para ver una colección de futuros robados. Por un momento, toda la mitología cinematográfica, todo el glamour pop, se desvanece. Esto fue real. Este dolor es real. Y no hay música de Gershwin que pueda sonar aquí. O quizás sí. Quizás es ese blues, esa nota larga y sostenida que habla de la pérdida. Es el silencio que hay entre dos frases musicales. Un silencio que lo dice todo. Es el momento en que la rapsodia se calla para que la ciudad respire su propia pena.
Desde Battery Park, o desde el ferry de Staten Island, la ves. Entre una neblina de barcos, gaviotas y brillos sobre el Hudson, la silueta verde, pequeña y rígida de la Estatua de la Libertad emerge. En la rapsodia hay fanfarrias, momentos en que los metales suenan con una grandiosidad casi cinematográfica. Anuncia algo importante. Anuncian la llegada del gran tema romántico, o del estallido final. La estatua es eso, una fanfarria visual.
No importa cuántas veces la hayas visto en fotos, en llaveros o en películas: verla por primera vez, aunque sea de lejos y con un zoom penoso, es uno de esos clichés que se niegan a morir. Tiene algo de actriz vieja que ya no necesita papeles para seguir siendo leyenda. Es un cliché, sí, pero que visto desde el agua y con el skyline de Manhattan detrás, te sigues creyendo. Y mientras la brisa te trae olor a sal y a pretzel caliente, piensas que la ciudad te ha mostrado su corazón roto. Que te lo ha puesto en las manos, con todas sus grietas a la vista. Es la misma honestidad que tiene la música de Gershwin. No es cínica. Cree en la belleza, en la emoción, en la gran orquesta sonando a pleno pulmón.
Y llegamos al final. La rapsodia recupera todos sus temas. El ritmo sincopado, el solo de piano, la gran melodía romántica. Los mezcla, los superpone, los lleva a un clímax orquestal que es pura catarsis. Es la vista desde Pebble Beach, en Dumbo.
Caminas por las calles adoquinadas, bajo la sombra del puente de Manhattan. Y de repente, se abre el plano. Ahí está. El puente de Brooklyn a la izquierda, el skyline del Distrito Financiero a la derecha y el East River en medio. Es la foto. La postal perfecta. Pero estar ahí es otra cosa. Es sentir la vibración de los trenes pasando por el puente, el olor a salitre, el viento que te pega en la cara. Es ver cómo las luces de los rascacielos empiezan a encenderse mientras el cielo se tiñe de un azul profundo, casi violeta. El blue de la rapsodia.
Toda la orquesta suena a la vez. El caos ordenado de los taxis amarillos, la elegancia de los rascacielos, la energía de la gente, la historia, el futuro. Todo está en esa vista y en esa música. Es un final triunfante, abrumador. Un final que te deja exhausto y feliz. Porque ahora, esa jungla de hormigón tiene un mapa emocional. Ya no es solo un perfil iluminado contra el cielo; es un tejido de recuerdos que ya te pertenece. La ciudad, esa palabra inmensa que antes era solo un concepto, ahora es una suma de latidos, de olores, de voces cruzándose en idiomas distintos. Es un lugar que, sin permiso, ha empezado a escribirte dentro de su historia.
Y ahí, en ese mismo banco, dejas de luchar contra la ciudad, de cuestionarla, de compararla con tus expectativas. Simplemente, lo aceptas. Y al aceptarla, la amas. Entiendes, por fin, por qué Nueva York es Nueva York. No hay una razón. Hay miles. Y acabas de empezar a descubrirlas. Por eso, por primera vez desde que llegaste, no tienes ninguna duda; estás exactamente donde tienes que estar. 2 a 1.