Encontrar libros en inglés en Riyadh no es tarea fácil. En una ciudad con una cantidad absurda de malls, es más sencillo toparse con tiendas de Gucci y Versace que con una librería. Por eso, cuando llegué al recinto en el que se celebra la Riyadh International Book Fair, pensé que todo era un decorado de cartón pluma, y que si llegaba un viento del desierto, todo volaría por los aires; en particular ese International en medio de su nombre.
La llegada a la feria fue una pequeña odisea; realmente, cualquier desplazamiento en la ciudad lo es. El calor es tan intenso que la organización del evento ofrece un bus desde la parada de metro más cercana. Un trayecto de once minutos a pie en Riyadh es un potencial peligro para la salud. Como salí de la estación a eso de las ocho de la noche, el calor ya había amainado, y pude caminar mientras hacía memoria de todo lo que había aprendido sobre ferias en los artículos de Pierre. Nada de Calippos, fruncir el ceño en caso de duda, no parecer un paseante o un turista. Esto último, por lo que sea, ya lo daba por perdido.
Vislumbré el recinto entre el polvo, rodeado de centenares de personas. El control de seguridad era más severo que el de un vuelo local en un aeropuerto de una ciudad de segunda categoría. Antes de pasar el arco tuve que mostrar un QR, y someterme a un interrogatorio.
—Are you carrying any books?, me preguntaron en un tono autoritario.
Gruñí algo ininteligible mientras cruzaba el detector de metales, tratando de recordar qué había metido en la mochila y por qué había decidido traerla, hasta que un pitido me distrajo de mis pensamientos. Las gafas, estaban pitando las gafas, las mismas que me había prometido no olvidar como parte fundamental del uniforme de cualquier feria del libro que se precie.

Entré sudando al recinto, todavía nervioso tras haberme librado de una deportación por contrabando de libros, pero en unos minutos el frío del aire acondicionado me reconcilió con el mundo. El espacio de la feria era inabordable, parecía un enorme pabellón de IFEMA con más de cuatrocientos puestos de libros, tiendas de souvenirs, cafeterías, zonas de rezo, de juego, y de talleres; eché de menos esa línea recta que no tiene pérdida en Madrid. A pesar de la hora, pedí un café, pues rápido detecté entre los asistentes que era este el complemento imprescindible en la feria; el café es a Riyadh lo que la totebag es a Madrid: el elemento que te permite caminar con una mano ocupada para no parecer un jubilado.
El evento estrella de la Riyadh International Book Fair es el concurso de caligrafía en el que se otorga un premio de 80.000 SAR al ganador, el equivalente a unos 18.000-19.000 euros. El único concurso que conozco en la feria del libro de Madrid es el que organiza la Escuela de Escritores, y su premio consiste en leer el texto galardonado en la propia feria, lo que para muchos es más bien un castigo. Y hablando de la Escuela de Escritores, no escribo esto con la intención de provocar un conflicto internacional, pero es cierto que la similitud de los logos de la feria y la escuela es admirable ¿Se enfrentaría una pequeña escuela madrileña a un gran evento internacional saudí por plagio?


Los tipos que pasean por la feria del libro de Riyadh nada tienen que ver con los del evento que se celebra cada año en el Retiro. No se ven las mencionadas tote bags, ni camisas de manga corta, ni Birkenstock, ni Salomon, ni camisetas sin mangas, ni mullets con bigote. Ni siquiera las gafas son parte del uniforme. Estos elementos son sustituidos por el thawb para ellos y el niqab para ellas. Tampoco encontré el stand de la policía que no falla cada año en Madrid; a cambio, varios puestos tenían la bandera saudí con la espada, que impresiona bastante más. Además me crucé con banderas del Líbano, Egipto, UK, Marruecos y Qatar; resulta que ese International tiene cierto sentido, aunque la representación patria en la feria brillara por su ausencia.
Vi a una joven recitando poesía y varias personas grabando con sus teléfonos, a un autor firmando ejemplares sonriente, a una pareja de hombres caminando de la mano. En un par de minutos ya me había desorientado y me entregué al noble ejercicio de juzgar los libros por su portada; me llamaron la atención dos características. Apenas existen ediciones en tapa dura, lo que abarata los costes y con ello los precios. Además, los diseños de la mayoría de portadas parecen el resultado de un prompt en una herramienta de inteligencia artificial generativa, que también debe abaratar costes. A poco que hayas trasteado con ChatGPT, Sora o similares es fácil identificar los diseños como creados por uno de estos algoritmos. La combinación de estos factores termina con un precio medio de un libro en torno a los 39 SAR (menos de diez euros). Punto para Riyadh.

Aunque fue complicado sacar conclusiones sin entender una sola palabra, creí identificar cuatro grandes grupos de libros que se repetían en casi todos los stands.
- Grandes clásicos: encabezados por Dostoievski con una enorme distancia al siguiente. También aparecía Shakespeare, Tolstoi e incluso Cervantes.
- Autobiografías: deduje que los cientos de libros que encontré con retratos de hombres en la portada —a los que en contadísimas ocasiones reconocí— se trataban de libros de este género.
- Misterio inglés: Agatha Christie y Arthur Conan Doyle —más concretamente Hercule Poirot y Sherlock Holmes— estaban por todas partes.
- Desarrollo personal: aquí se reunían todos los indispensables en la estantería de un aeropuerto. Padre rico, padre pobre. El arte de que todo te importe una mierda. Shoedog. Hábitos atómicos. El club de las 5 am.
El frenesí por encontrar un libro me sacudió a las nueve de la noche, en parte —me temo— por el chute de cafeína a una hora indecente. Tras barajar algunas opciones me decidí por una edición árabe de El Principito, después de asegurar tres veces a la vendedora del puesto que me había dado cuenta de que era una versión árabe. «¿Sabe leer en árabe?», me preguntó. «¿Es para regalo?», insistía. «¿Se ha dado cuenta de que también lo tenemos en inglés?», me señaló. ¿Cómo explicarle que mi elección no seguía ningún tipo de criterio literario, que simplemente fue de los pocos libros en árabe que reconocí (junto a la preciosísima calva de Stanley Tucci en Taste), y que, además, podía ser una decoración maravillosa para mi biblioteca? A punto estuve de decirle: «Imagínese señora, cuando alguien escrute mi librería y yo pueda decirle: “Ah sí, bueno, una tontería, un pequeño recuerdo de mi tiempo en Oriente Medio”»
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