Romería o los excesos del yo

Carla Simón quiere hablar sobre sí misma. Cuando se lleva tan al extremo la narrativa del «yo», uno se arriesga a convertirse en el único espectador adecuado de su obra

(Esta reseña no contiene spoilers)

Debatía el otro día con mi amiga Amaya sobre si existe realmente la «novela de no ficción». Ella defendía que sí, puesto que cualquier narración de un hecho real es, en sí misma, no ficticia, nada se inventa y lo contado es comprobable. Yo argumentaba lo contrario: que cualquier hecho, por muy real que sea, pertenece al mundo y no al texto, y que su representación escrita pasa automáticamente a ser ficción al convertirse en literatura. Ninguno consiguió convencer al otro, como suele ocurrir cuando debatimos (que no es poco). No sé si esto tiene que ver con lo que diré a continuación, puede que sí, pero también puede que no. No importa, me parecía un buen comienzo para introducir mi problema con los excesos del cine del «yo».

No me ha gustado Romería, y, aunque al salir del cine esto me generó cierta sorpresa (no es, ni de lejos, lo que me pasó con los otros dos trabajos de la directora), dicha sorpresa se convirtió rápidamente en una intuición: Romería es el ejemplo paradigmático del devenir natural de una corriente cinematográfica que parece haber iniciado ya su estancamiento. El «cine del yo» –aunque más bien podríamos hablar de la «narrativa del yo»– ha pasado en pocos años de ser casi un género de culto en el cine español, con películas que ya se consideran clásicos contemporáneos (Estiu 1993 o Dolor y gloria, por poner dos ejemplos), a convertirse en poco más que un anecdotario despojado de toda posibilidad de conexión.

No es nueva esta narrativa del «yo» (hasta hay quien diría que toda narrativa es narrativa del yo), Annie Ernaux lleva tratándola desde 1974, por poner un ejemplo de sobra conocido, y en lengua castellana tenemos ejemplos como Vila-Matas, Zambra, Manuel Vilas, Milena Busquets… Hay cientos, y cada vez hay más, y si no queremos centrarnos únicamente en autores publicados sólo hay que darse un paseo por el Medium de cualquier persona mínimamente interesada en la escritura que tenga una cuenta de Twitter: todos (yo inclusive) practican la narrativa del «yo» como sujeto literario, siendo el objeto de narración la vida propia. Lo que comenzó llamándose autobiografía pasó a llamarse después autoficción, y ahora bien podría llamarse autonarración o autorrelato, porque parece, y en esto sí le doy a Amaya su parte de razón, que la ficción ya no es lo interesante, que ha quedado relegada a un segundo plano o tercer plano, cuando no completamente erosionada, en favor de otras cosas tal vez más importantes.

Y hasta aquí todo bien (o casi todo bien), sólo faltaba. El problema, a mi parecer, es cuando esta escritura (siendo todo esto extrapolable al cine, que también es escritura) se vuelve tan personal que acaba perdiendo el interés para cualquiera que no sea el que escribe. Esto es lo que me pasa a mí con Romería; la veo una película tan hecha para la propia Carla Simón, tan contenida en los sentimientos de su directora, que se me hace imposible conectar con ella. Tal vez esto sea una opinión puramente personal, pues no creo que el arte siga o deba seguir este precepto, pero valoro mucho más una narrativa del «yo» que permite su universalización, es decir, que permite trascender la experiencia del sujeto que narra y sobre el que se escribe para alcanzar una experiencia universal (por seguir con el ejemplo, Los años de Annie Ernaux son sus años, uno años ya pasados, pero cualquiera que lea el libro puede pensar que habla de anteayer), que la misma narrativa que se queda encajonada en una visión solipsista y cerrada de un hecho concreto y del que nadie más ha sido testigo.

Porque Romería no es una película sobre el SIDA ni sobre sus consecuencias, tampoco un retrato sobre la Galicia de esa época, y es injusto e incomprensible juzgarla desde ese marco; en Romería Carla Simón quiere hablar sobre sí misma, quiere hacernos partícipes de lo que pasó, quiere que sintamos lo que ella sintió y quiere que pensemos lo que ella pensó. Y esto, en el cine, no es tan fácil. No es tan fácil porque cuando desde el guion y la dirección se impone una visión inamovible, cuando sólo hay un camino posible que el espectador puede –y debe– tomar desde que se sienta hasta que se levanta, a la película se le acaban viendo las costuras. Como me pasó con Óliver Laxe en Sirât, me incomoda que la mano de quien controla a los personajes ocupe toda la pantalla, que no exista juego de sombras, que queden todos abocados a la planitud más exagerada por miedo a que el espectador no vea en ellos lo que ve el que los escribe. Porque se ha dicho que los personajes de Romería están escritos desde el resentimiento, y estoy de acuerdo, aunque esto no me parece en sí un problema; el problema es que no hay en Romería espacio para que estos personajes puedan observarse desde un prisma distinto a ese odio con el que se los retrata. Romería exige al espectador un pacto de ficción con cláusulas abusivas, que piden demasiada comprensión para ella, para la protagonista, y ninguna para el resto. Guillermo Martínez lo explica de forma muy escueta y sólida en su reseña: «Me resulta incómodo su desprecio, y si su familia era tan desgraciada como la pinta, si no es capaz de encontrar compasión en nada más que ella misma, no seré yo el que sienta compasión por su trabajo».

Me molesta o más bien me apena, porque no vi lo mismo ni en Estiu 1993 ni en Alcarràs, y sobre esta última el debate no ha sido especialmente suave. Alcarràs muestra una visión claramente burguesa, y confrontar eso es no querer ver lo que uno tiene delante. Pero incluso dentro de esa visión burguesa encontré cierto espacio para ver otra cosa, tal vez un derrotismo con el que pude empatizar, aunque fuese desde otro prisma, tal vez sólo era una nostalgia prospectiva por el presente que se pierde. Sea como fuere, había algo más, como también creo que hay algo más en las novelas de Milena Busquets narrando su vida de pija rica en Cadaqués, y por eso no me harán odiarla nunca.

En Romería la visión burguesa es el sustrato sobre el que la película se desarrolla, pero aquí no hay otra cosa, y entre barcos y chalets con piscina uno se cansa de contemplar, porque parece que el cine contemplativo sólo va de contemplar, asentir y decir: «Pues muy bien».

Porque cuando se lleva tan al extremo la narrativa del «yo», uno se arriesga a convertirse en el único espectador adecuado de su obra, el único que puede verla como se hizo, pues se hace para sí mismo y para nadie más. No seré yo quien juzgue a Carla Simón por esto, sobra decir que cada uno hace con su pasado lo que mejor considere o pueda con lo que tenga a mano en el presente. No, yo juzgo la obra de ficción en la que se convierte su pasado cuando lo convierte en imágenes, cuando lo pasa por el filtro de una cámara, y con lo me que encuentro es con una ficción que no me llega. No me llega porque la película no es para mí, ni para ti tampoco, lector; Romería es para Carla Simón, y cualquier cosa que podamos decir sobre ella caerá en saco roto, donde caen todas las opiniones no solicitadas de aquellos cuyas palabras nos importan entre cero y nada. Pero también hay quien ve en todo esto no sólo una fortaleza, sino lo que convierte a Romería en la mejor película de Carla Simón hasta la fecha, y tal vez ahí esté también la magia del cine. Siendo sincero, ojalá haber visto esa película. 

Confiemos en que esta fiebre yoísta termine pronto, es necesaria una evolución o una reinvención de una corriente que ya no da más de sí. Es necesario que la ficción vuelva a ser ficción, o si lo que queremos es recuperar la memoria, que sea la memoria de muchos, no la de uno solo. Pero para que eso cambie tendrán que cambiar otras muchas cosas, porque este tipo de cine no es sino la consecuencia de una industria ensimismada en su ombligo y amparada por una crítica inexistente que tiene prohibido bajo castigo eterno mostrarse en desacuerdo con nada que salga de nuestro cine. No, Romería no será el último ejemplo: Carla Simón debe ser la única directora que no tiene discípulos que se sirvan de su cine como influencia, sino auténticos copiones que buscan subirse al carro del cine de moda, que han visto en ella la justificación perfecta para llenar la cartelera de anécdotas banales que tienen la suerte de estar muy bien grabadas. Y si alguno me leyera, sabedlo: no podréis hacer jamás otro Estiu 1993, no tenéis visión para hacerlo, eso sólo pudo hacerlo Carla Simón en el momento en el que lo hizo y, desgraciadamente, ni siquiera ella puede repetirlo.

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Carla Simón quiere hablar sobre sí misma. Cuando se lleva tan al extremo la narrativa del «yo», uno se arriesga a convertirse en el único espectador adecuado de su obra

(Esta reseña no contiene spoilers)

Debatía el otro día con mi amiga Amaya sobre si existe realmente la «novela de no ficción». Ella defendía que sí, puesto que cualquier narración de un hecho real es, en sí misma, no ficticia, nada se inventa y lo contado es comprobable. Yo argumentaba lo contrario: que cualquier hecho, por muy real que sea, pertenece al mundo y no al texto, y que su representación escrita pasa automáticamente a ser ficción al convertirse en literatura. Ninguno consiguió convencer al otro, como suele ocurrir cuando debatimos (que no es poco). No sé si esto tiene que ver con lo que diré a continuación, puede que sí, pero también puede que no. No importa, me parecía un buen comienzo para introducir mi problema con los excesos del cine del «yo».

No me ha gustado Romería, y, aunque al salir del cine esto me generó cierta sorpresa (no es, ni de lejos, lo que me pasó con los otros dos trabajos de la directora), dicha sorpresa se convirtió rápidamente en una intuición: Romería es el ejemplo paradigmático del devenir natural de una corriente cinematográfica que parece haber iniciado ya su estancamiento. El «cine del yo» –aunque más bien podríamos hablar de la «narrativa del yo»– ha pasado en pocos años de ser casi un género de culto en el cine español, con películas que ya se consideran clásicos contemporáneos (Estiu 1993 o Dolor y gloria, por poner dos ejemplos), a convertirse en poco más que un anecdotario despojado de toda posibilidad de conexión.

No es nueva esta narrativa del «yo» (hasta hay quien diría que toda narrativa es narrativa del yo), Annie Ernaux lleva tratándola desde 1974, por poner un ejemplo de sobra conocido, y en lengua castellana tenemos ejemplos como Vila-Matas, Zambra, Manuel Vilas, Milena Busquets… Hay cientos, y cada vez hay más, y si no queremos centrarnos únicamente en autores publicados sólo hay que darse un paseo por el Medium de cualquier persona mínimamente interesada en la escritura que tenga una cuenta de Twitter: todos (yo inclusive) practican la narrativa del «yo» como sujeto literario, siendo el objeto de narración la vida propia. Lo que comenzó llamándose autobiografía pasó a llamarse después autoficción, y ahora bien podría llamarse autonarración o autorrelato, porque parece, y en esto sí le doy a Amaya su parte de razón, que la ficción ya no es lo interesante, que ha quedado relegada a un segundo plano o tercer plano, cuando no completamente erosionada, en favor de otras cosas tal vez más importantes.

Y hasta aquí todo bien (o casi todo bien), sólo faltaba. El problema, a mi parecer, es cuando esta escritura (siendo todo esto extrapolable al cine, que también es escritura) se vuelve tan personal que acaba perdiendo el interés para cualquiera que no sea el que escribe. Esto es lo que me pasa a mí con Romería; la veo una película tan hecha para la propia Carla Simón, tan contenida en los sentimientos de su directora, que se me hace imposible conectar con ella. Tal vez esto sea una opinión puramente personal, pues no creo que el arte siga o deba seguir este precepto, pero valoro mucho más una narrativa del «yo» que permite su universalización, es decir, que permite trascender la experiencia del sujeto que narra y sobre el que se escribe para alcanzar una experiencia universal (por seguir con el ejemplo, Los años de Annie Ernaux son sus años, uno años ya pasados, pero cualquiera que lea el libro puede pensar que habla de anteayer), que la misma narrativa que se queda encajonada en una visión solipsista y cerrada de un hecho concreto y del que nadie más ha sido testigo.

Porque Romería no es una película sobre el SIDA ni sobre sus consecuencias, tampoco un retrato sobre la Galicia de esa época, y es injusto e incomprensible juzgarla desde ese marco; en Romería Carla Simón quiere hablar sobre sí misma, quiere hacernos partícipes de lo que pasó, quiere que sintamos lo que ella sintió y quiere que pensemos lo que ella pensó. Y esto, en el cine, no es tan fácil. No es tan fácil porque cuando desde el guion y la dirección se impone una visión inamovible, cuando sólo hay un camino posible que el espectador puede –y debe– tomar desde que se sienta hasta que se levanta, a la película se le acaban viendo las costuras. Como me pasó con Óliver Laxe en Sirât, me incomoda que la mano de quien controla a los personajes ocupe toda la pantalla, que no exista juego de sombras, que queden todos abocados a la planitud más exagerada por miedo a que el espectador no vea en ellos lo que ve el que los escribe. Porque se ha dicho que los personajes de Romería están escritos desde el resentimiento, y estoy de acuerdo, aunque esto no me parece en sí un problema; el problema es que no hay en Romería espacio para que estos personajes puedan observarse desde un prisma distinto a ese odio con el que se los retrata. Romería exige al espectador un pacto de ficción con cláusulas abusivas, que piden demasiada comprensión para ella, para la protagonista, y ninguna para el resto. Guillermo Martínez lo explica de forma muy escueta y sólida en su reseña: «Me resulta incómodo su desprecio, y si su familia era tan desgraciada como la pinta, si no es capaz de encontrar compasión en nada más que ella misma, no seré yo el que sienta compasión por su trabajo».

Me molesta o más bien me apena, porque no vi lo mismo ni en Estiu 1993 ni en Alcarràs, y sobre esta última el debate no ha sido especialmente suave. Alcarràs muestra una visión claramente burguesa, y confrontar eso es no querer ver lo que uno tiene delante. Pero incluso dentro de esa visión burguesa encontré cierto espacio para ver otra cosa, tal vez un derrotismo con el que pude empatizar, aunque fuese desde otro prisma, tal vez sólo era una nostalgia prospectiva por el presente que se pierde. Sea como fuere, había algo más, como también creo que hay algo más en las novelas de Milena Busquets narrando su vida de pija rica en Cadaqués, y por eso no me harán odiarla nunca.

En Romería la visión burguesa es el sustrato sobre el que la película se desarrolla, pero aquí no hay otra cosa, y entre barcos y chalets con piscina uno se cansa de contemplar, porque parece que el cine contemplativo sólo va de contemplar, asentir y decir: «Pues muy bien».

Porque cuando se lleva tan al extremo la narrativa del «yo», uno se arriesga a convertirse en el único espectador adecuado de su obra, el único que puede verla como se hizo, pues se hace para sí mismo y para nadie más. No seré yo quien juzgue a Carla Simón por esto, sobra decir que cada uno hace con su pasado lo que mejor considere o pueda con lo que tenga a mano en el presente. No, yo juzgo la obra de ficción en la que se convierte su pasado cuando lo convierte en imágenes, cuando lo pasa por el filtro de una cámara, y con lo me que encuentro es con una ficción que no me llega. No me llega porque la película no es para mí, ni para ti tampoco, lector; Romería es para Carla Simón, y cualquier cosa que podamos decir sobre ella caerá en saco roto, donde caen todas las opiniones no solicitadas de aquellos cuyas palabras nos importan entre cero y nada. Pero también hay quien ve en todo esto no sólo una fortaleza, sino lo que convierte a Romería en la mejor película de Carla Simón hasta la fecha, y tal vez ahí esté también la magia del cine. Siendo sincero, ojalá haber visto esa película. 

Confiemos en que esta fiebre yoísta termine pronto, es necesaria una evolución o una reinvención de una corriente que ya no da más de sí. Es necesario que la ficción vuelva a ser ficción, o si lo que queremos es recuperar la memoria, que sea la memoria de muchos, no la de uno solo. Pero para que eso cambie tendrán que cambiar otras muchas cosas, porque este tipo de cine no es sino la consecuencia de una industria ensimismada en su ombligo y amparada por una crítica inexistente que tiene prohibido bajo castigo eterno mostrarse en desacuerdo con nada que salga de nuestro cine. No, Romería no será el último ejemplo: Carla Simón debe ser la única directora que no tiene discípulos que se sirvan de su cine como influencia, sino auténticos copiones que buscan subirse al carro del cine de moda, que han visto en ella la justificación perfecta para llenar la cartelera de anécdotas banales que tienen la suerte de estar muy bien grabadas. Y si alguno me leyera, sabedlo: no podréis hacer jamás otro Estiu 1993, no tenéis visión para hacerlo, eso sólo pudo hacerlo Carla Simón en el momento en el que lo hizo y, desgraciadamente, ni siquiera ella puede repetirlo.

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