Sirât

Por supuesto que las imágenes de de la película significan cosas, aunque tal vez no signifiquen lo que Óliver Laxe quiere que signifiquen. Puede que sean la nada.

Esta reseña contiene spoilers.

Las ideas principales que Godard expuso en su manifiesto Que faire? (¿Qué hacer?) son que se debe hacer cine político y que se debe hacer cine políticamente, y que ambas son antagónicas y representan dos conceptos distintos del mundo; la primera, una visión idealista y metafísica; la segunda, una visión marxista (materialista) y dialéctica. Sirât se agarra a la primera y pasa olímpicamente de la segunda.

Esto no es una novedad; esto es el mercado, amigos, y a nadie le sorprende ya que los tintes políticos de las obras que se producen con varios millones de euros de diferentes logotipos institucionales queden reducidos a meros escenarios fútiles, sin más interés que el de autoconvecer a quien los puso ahí de que su película contribuye al debate político. Hay quien esto lo hace mejor o peor, pero Sirât lo hace mal. Muy mal. Tampoco es Sirât una novedad, y podría aventurarme incluso a decir que Sirât no es nada, pues parece que, como sus personajes, Laxe se pierde intentando contar algo. La película empieza con una enorme rave en mitad del desierto en la que de repente un hombre, Luis (Sergi López), y su hijo, Esteban (Bruno Núñez, que ya hizo del niño Enric en La Mesías), aparecen como quien se va de excursión a la montaña. Pero no están de excursión y tampoco vienen por la rave, sino que buscan a la hija de uno y hermana del otro, desaparecida cinco meses atrás, y que creen poder encontrar allí. No la encuentran y se unen –o más bien, siguen– a un grupo de raveros que van a otra fiesta. Aquí comienza una suerte de road movie, convertida enseguida en una serie de catastróficas desdichas que se solucionan en la escena siguiente, por lo que el conflicto se crea y se destruye continuamente. Cuando te das cuenta llevas una hora de película y lo peor que ha pasado es que el perro de Esteban, Pipa, se ha drogado con LSD por accidente

La película se enmarca en un universo similar, tanto estética como conceptualmente, al de Mad Max, y de este mundo apenas conocemos más que una Tercera Guerra Mundial mencionada en una radio durante escasos segundos y un hipotético «fin del mundo», su consecuencia directa. Tampoco hay casi coordenadas, ni temporales ni espaciales, que nos permitan saber en qué momento y lugar se ubica la acción (sabemos que están en Marruecos porque así lo dice la sinopsis oficial de la película), excepto por una cosa, un detalle mínimo, ínfimo, apenas una línea de diálogo que pasará completamente desapercibida para la mayoría de los espectadores, pero que deja entrever parte del cinismo que esconde la película: cuando los personajes viajan entre una rave y la siguiente, uno de ellos comenta que van «al sur, cerca de Mauritania». Y si uno mira un mapa, se dará cuenta de que Mauritania no tiene frontera con Marruecos (o sólo la tiene si considera el Sáhara Occidental como parte de Marruecos). Sobre esto no voy a extenderme demasiado ahora, porque lo explica mucho mejor que yo Pablo Caldera en su reseña, pero en una película cuyo universo se construye desde la abstracción de la realidad a otra genérica, esa línea de diálogo no puede ser accidental.

Es en la mitad, justo en la mitad de la película, cuando esta da un volantazo y ya no hay vuelta atrás. Hablo, por supuesto, de la escena en la que, mientras Luis ayuda a sacar uno de los camiones de un socavón, Esteban, jugando con Pipa dentro de su coche, quita sin querer el freno de mano y el coche cae por el barranco con ellos dos dentro. Tal vez sea la escena más trágica de la película, por inesperada y porque está muy bien grabada y montada (creo que escuché a alguien, en la fila de atrás, ponerse a llorar en voz alta). Es un movimiento arriesgadísimo el de hacer desaparecer sin posibilidad de retorno a uno de tus protagonistas, sobre todo cuando todavía te quedan 60 minutos de metraje por delante. Hay que saber reconducir muy bien la narrativa y conseguir que el espectador compre este nuevo marco sin perder el interés, cosa que, lamentablemente, Laxe no consigue.

La última parte de la película es el culmen de ese cinismo que ya se muestra sin pudor tras la muerte de Esteban. La hija perdida ya da igual, no se la vuelve a mencionar ni siquiera como McGuffin, pero tampoco sabemos muy bien (y los personajes tampoco) hacia dónde van ahora. Estos acaban, sin saber muy bien cómo, en la frontera que separa Marruecos con el Sáhara Occidental. Para quien no lo sepa, el llamado «Muro de la Vergüenza» es un conjunto de seis muros de más de 2700 kilómetros de longitud (el más grande del mundo) que separa ambos territorios mediante más de 7 millones de minas terrestres, creado para evitar que los refugiados saharauis no puedan volver a los territorios colonizados1. Desprovisto de su contexto, Laxe convierte este infierno en la Tierra en una especie de yincana mortal para sus personajes. La primera de las minas explota cuando uno de ellos, mientras baila tras haberse drogado, grita «¡Sube el volumen y explota!». La segunda, apenas un minuto después, cuando otro personaje corre hacia el cadáver de su amiga. ¡Pero es que todavía hace explotar otra más y hace morir a otro personaje! Toda esta secuencia es especialmente tramposa y efectista, pues es muy fácil ver los hilos con los que Laxe maneja al espectador, como si de una marioneta se tratase, manipulando sin pudor cómo este debe sentirse. Después de estas tres muertes por explosión perfectamente centradas en el plano, quince minutos antes de que la película termine, no es muy difícil que el espectador se quede solamente con eso e ignore todo lo anterior (porque no hay nada antes más que la muerte de Esteban, la trama es casi tan plana como el desierto que recorren). Pues sí, claro que los espectadores terminan la película con el corazón a doscientas pulsaciones por segundo y los sentimientos a flor de piel, pero lo hacen porque Laxe ha intervenido con su mano invisible y ha dispuesto los elementos necesarios en el orden y momento adecuados, no porque se haya llegado hasta ahí de forma orgánica y natural. Esto es más viejo que ir a pie y lo explicó primero Aristóteles: la catarsis sólo puede ocurrir si el desenlace surge del propio argumento, no de un artificio colocado de forma conveniente para ello2 (un deus ex machina de toda la vida).

Ellos lloran las muertes de sus amigos, pero la catarsis de quien la ve se confunde con el shock de que algo ha explotado y ha pasado algo que no se esperaba. Cuando uno sale del shock se da cuenta de que no hay rastro de esa purificación emocional de la que hablaban los griegos, sino un simple susto provocado a propósito. Porque, sinceramente, los personajes nos dan igual; todo nos da igual porque no hay un esfuerzo desde el guion para que nos interesemos por nada ni por nadie, son simples móviles de una trama insípida y cada minuto más diluida que nos lleva al mismo sitio que a ellos: a ninguno. «Aquí solo hay polvo», dice Luis, y no sabemos si se refiere al desierto o a la historia de la que forma parte. En esa última escena de la secuencia, cuando los dos personajes que quedan por salir del campo de minas cruzan los escasos metros que los separan de su salvación (digo personajes todo el rato porque, aunque vi la película ayer, no me acuerdo de sus nombres), no hay ya tensión. Porque la primera vez te asustas, te sorprendes; la segunda, te ríes; la tercera vez que pasa, pones los ojos en blanco. Es vergonzoso y abiertamente cruel que la tensión quiera generarse así: sembrando la duda de si llegarán sanos y salvos o saldrán volando ellos y sus sesos. Me acuerdo de la frase de Haneke criticando La lista de Schindler de Spielberg: «La mera idea de intentar crear suspense en torno a la pregunta de si de la ducha saldrá gas o agua me parece abominable».

Uno sale de Sirât pensando, como ya he dicho, que no ha visto nada nuevo. Es un hecho generalizado que el cine político (no el cine hecho políticamente) se quede en la capa superior del discurso que quiere transmitir, en lo trivial, y el resultado sea una colección de lugares comunes, de consignas genéricas y vacías, un recopilatorio manido de lo ya dicho mil y una veces. Laxe quiere mostrar la miseria del mundo, pero se queda ahí, en querer mostrar. Sí, el fin del mundo, la Tercera Guerra Mundial, el dolor de la muerte. ¿Y? ¿Y qué, Óliver, qué nos quieres decir con eso? ¿El fin de qué mundo, el dolor de la muerte de quiénes y causado por qué? No es suficiente con enseñar, uno tiene que saber qué enseña y cómo lo enseña. La ficción requiere de un enfoque concreto, preciso, de ser consciente de lo que está diciendo y, sobre todo, de por qué lo está diciendo. Esto se relaciona muy bien con el manifiesto de Godard que mencionaba al principio. Godard dice: «hacer [cine político] es mostrar la miseria del mundo; hacer [cine políticamente] es mostrar al pueblo en lucha». Y también: «hacer [cine político] es decir cómo son las cosas reales; hacer [cine políticamente] es decir cómo son realmente las cosas».

Lo peor que puede pasarle a una película es que su director coja un micrófono, pues corre el riesgo de hablar de lo que querría haber hecho en vez de lo que ha hecho. A Óliver Laxe es exactamente eso lo que le pasa. Óliver habla, habla mucho, habrá quien piense que habla demasiado. Reproduzco las palabras textuales de Laxe en uno de los coloquios que dio en los Cines Lys de Valencia, el día 16 de junio: «Esas bombas [las minas] estallan porque alguien las ha puesto ahí, pero no sabemos quién, están en un espacio liminal, abstracto». Esta frase es decir cómo son las cosas reales. Sí, es verdad, las minas explotan porque alguien las ha puesto ahí, y no sabemos realmente quién las ha puesto, la película no lo dice, tampoco se lo pregunta. Están, también, es verdad, en un espacio liminal y abstracto, porque ese desierto no se diferencia de otros desiertos. Ahora bien, decir cómo son realmente las cosas es decir que esas minas las puso Marruecos, o que más bien se pusieron por orden del rey Hassan II de Marruecos en 1980, y que están puestas ahí estratégicamente para separar Marruecos del Sáhara Occidental y asesinar a cualquiera que intente cruzar al otro lado. Decir una cosa o decir la otra es hacer dos tipos de cine con implicaciones radicalmente opuestas. Por qué Laxe escoge lo primero sólo lo sabe él.

Ese es el ejemplo más sangrante de lo que ayer dijo, pero no fue ni mucho menos lo único. Laxe habla de espiritualidad (algo que yo no he visto en los 115 minutos que dura la película) y de que la muerte del personaje por la explosión de una mina tras decir «¡Sube el volumen y explota!» sería considerada por «la tribu ravera» como un alma que trasciende. Esto es sencillamente avergonzante y creo que no tengo ni que explicar por qué. El problema de Laxe es que, como su película, la mayor parte del tiempo no dice nada. Nada, al menos, que signifique algo. Su forma de comunicar se enmarca en el discurso de las palabras grandes y poéticas, del hablar por hablar, de la retórica hinchada de forma pero vacía de contenido. Ante la pregunta de si finalmente Luis encuentra a su hija, Laxe responde: «Hay gente que cree que sí encuentra a la hija; y la baila, y la entiende». Habla Laxe también de ambigüedad, de «recuperar la ambigüedad». «La ambigüedad es potente –dice–, ese tren que no sabemos adónde va y de dónde viene. Eso es potente». Ambigüedad hay en Sirât, y tanto que la hay; hay tanta ambigüedad que a un ingenuo e inocente espectador podría resultarle del todo inverosímil que Laxe haya vivido doce años en Marruecos. Habló también el laureado director en Cannes de su proceso creativo: «Tomo decisiones más sinestésicas, del orden de la imagen –sic–. Trato de que las imágenes choquen y ver qué pasa». Una respuesta del orden del sinsentido es la que dio sobre su forma de filmar: «Cuando no hay mucha semántica –que es lo mismo que decir “significado”–, cuando las imágenes sólo quieren evocar, es cuando afectan profundamente al espectador» (curioso que esto lo diga quien coloca tres muertes en pantalla en diez minutos, supongo que quería evocar mucho y muchas veces). Esta respuesta es un resumen muy acertado de lo que esta línea ideológica de «cine político sin política» defiende, porque es imposible que una imagen no tenga significado: desde el sitio donde se coloca la cámara, la altura, su ángulo, el objetivo empleado, qué se graba, a quién, cómo y durante cuánto tiempo, qué se muestra y qué se esconde, todo eso es significado. Si quien graba una imagen considera que esta no tiene significado es porque ha hecho un ejercicio previo, a conciencia, del borrado de dicho significado y se ha olvidado de ello. Estoy seguro de que Laxe conoce perfectamente a Eisenstein, Pudovkin, Kuleshov, Bazin o Deleuze, y yo desde aquí le recomiendo un par de ojeadas a La cámara lúcida o las Mitologías de Barthes.

Y sí, por supuesto que las imágenes de Sirât significan cosas, aunque tal vez no signifiquen lo que Laxe quiere que signifiquen. También es probable que sea el propio Óliver Laxe quien más haya disfrutado de su película, pues cree que hay en ella más cosas de las que realmente uno puede ver e intuir. Que la crítica de Cannes la haya puesto por las nubes y haya recibido el Premio del Jurado tampoco debería sorprendernos: Sirât se enmarca en ese cine que tanto le gusta al festival francés (que también puso por las nubes y dio la Palma de Oro a El triángulo de la tristeza).

Si vuelvo una vez más al cinismo es porque el Sirât de Laxe se acerca más a una película hecha desde un claro complejo de salvador blanco que a un intento por evocar imágenes poco semánticas desde una ambigüedad potente y sinestésica. Laxe dice que el mundo es una mierda, pero no se atreve a mencionar dicho mundo ni a quienes son responsables de que sea una mierda. Ver la paja en el ojo ajeno sin ver la viga en el propio; muy concienciado, llenísimo de palabras y expresiones complejas, pero aparentemente incapaz de hacer lo más fácil de todo: señalar directamente. Se atreve, eso sí, a jugar con sus personajes a su antojo, a humillarlos y deshumanizarlos, a despojarlos de toda su dignidad bajo el pretexto de que viven en un mundo desagradable y feo. «Bailan –dice Laxe–, mis personajes bailan». De esta tendencia también habló Mark Fisher (porque, de verdad, Óliver, que no has hecho nada nuevo) en Realismo capitalista: «Ciertamente, algunas de las páginas más anticipatorias de Nietzsche son aquellas en las que describe “la sobresaturación de historia de una cierta época”, que puede llevarla a “ejercer una peligrosa ironía consigo misma”, como escribió en las Meditaciones intempestivas, “y finalmente al cinismo, más peligroso todavía”. El cinismo, el “señalamiento cosmopolita”, que no es más que una forma descomprometida de espectacularismo, reemplaza el involucramiento y el compromiso. Esta es la condición del Hombre Superior de Nietzsche, aquel que ya ha visto todo pero se encuentra debilitado justamente por este decadente exceso de (auto) conciencia»3.

---

1  Mucha más información sobre esto en las webs Una mirada al Sáhara Occidental y Remove the Wall.

2 Aristóteles, Poética, 1454b.
Mark Fisher, Realismo capitalista: ¿No hay alternativa?, Caja Negra Editora, 2016-2018

---

‍Ángel Insua respondió a esta reseña aquí.

sustrato, como te habrás dado cuenta ya, es un espacio diferente. No hacemos negocio con tus datos y aquí puedes leer con tranquilidad, porque no te van a asaltar banners con publicidad.

Estamos construyendo el futuro de leer online en el que creemos: ni clickbait ni algoritmo, sino relación directa con escritores sorprendentes. Si te lo puedes permitir y crees en ello, te contamos cómo apoyarnos aquí:
Lee a tus autores favoritos y apoya directamente su trabajo independiente y audaz.
VER PLANES
Cines

Sirât

Por supuesto que las imágenes de de la película significan cosas, aunque tal vez no signifiquen lo que Óliver Laxe quiere que signifiquen. Puede que sean la nada.

Esta reseña contiene spoilers.

Las ideas principales que Godard expuso en su manifiesto Que faire? (¿Qué hacer?) son que se debe hacer cine político y que se debe hacer cine políticamente, y que ambas son antagónicas y representan dos conceptos distintos del mundo; la primera, una visión idealista y metafísica; la segunda, una visión marxista (materialista) y dialéctica. Sirât se agarra a la primera y pasa olímpicamente de la segunda.

Esto no es una novedad; esto es el mercado, amigos, y a nadie le sorprende ya que los tintes políticos de las obras que se producen con varios millones de euros de diferentes logotipos institucionales queden reducidos a meros escenarios fútiles, sin más interés que el de autoconvecer a quien los puso ahí de que su película contribuye al debate político. Hay quien esto lo hace mejor o peor, pero Sirât lo hace mal. Muy mal. Tampoco es Sirât una novedad, y podría aventurarme incluso a decir que Sirât no es nada, pues parece que, como sus personajes, Laxe se pierde intentando contar algo. La película empieza con una enorme rave en mitad del desierto en la que de repente un hombre, Luis (Sergi López), y su hijo, Esteban (Bruno Núñez, que ya hizo del niño Enric en La Mesías), aparecen como quien se va de excursión a la montaña. Pero no están de excursión y tampoco vienen por la rave, sino que buscan a la hija de uno y hermana del otro, desaparecida cinco meses atrás, y que creen poder encontrar allí. No la encuentran y se unen –o más bien, siguen– a un grupo de raveros que van a otra fiesta. Aquí comienza una suerte de road movie, convertida enseguida en una serie de catastróficas desdichas que se solucionan en la escena siguiente, por lo que el conflicto se crea y se destruye continuamente. Cuando te das cuenta llevas una hora de película y lo peor que ha pasado es que el perro de Esteban, Pipa, se ha drogado con LSD por accidente

La película se enmarca en un universo similar, tanto estética como conceptualmente, al de Mad Max, y de este mundo apenas conocemos más que una Tercera Guerra Mundial mencionada en una radio durante escasos segundos y un hipotético «fin del mundo», su consecuencia directa. Tampoco hay casi coordenadas, ni temporales ni espaciales, que nos permitan saber en qué momento y lugar se ubica la acción (sabemos que están en Marruecos porque así lo dice la sinopsis oficial de la película), excepto por una cosa, un detalle mínimo, ínfimo, apenas una línea de diálogo que pasará completamente desapercibida para la mayoría de los espectadores, pero que deja entrever parte del cinismo que esconde la película: cuando los personajes viajan entre una rave y la siguiente, uno de ellos comenta que van «al sur, cerca de Mauritania». Y si uno mira un mapa, se dará cuenta de que Mauritania no tiene frontera con Marruecos (o sólo la tiene si considera el Sáhara Occidental como parte de Marruecos). Sobre esto no voy a extenderme demasiado ahora, porque lo explica mucho mejor que yo Pablo Caldera en su reseña, pero en una película cuyo universo se construye desde la abstracción de la realidad a otra genérica, esa línea de diálogo no puede ser accidental.

Es en la mitad, justo en la mitad de la película, cuando esta da un volantazo y ya no hay vuelta atrás. Hablo, por supuesto, de la escena en la que, mientras Luis ayuda a sacar uno de los camiones de un socavón, Esteban, jugando con Pipa dentro de su coche, quita sin querer el freno de mano y el coche cae por el barranco con ellos dos dentro. Tal vez sea la escena más trágica de la película, por inesperada y porque está muy bien grabada y montada (creo que escuché a alguien, en la fila de atrás, ponerse a llorar en voz alta). Es un movimiento arriesgadísimo el de hacer desaparecer sin posibilidad de retorno a uno de tus protagonistas, sobre todo cuando todavía te quedan 60 minutos de metraje por delante. Hay que saber reconducir muy bien la narrativa y conseguir que el espectador compre este nuevo marco sin perder el interés, cosa que, lamentablemente, Laxe no consigue.

La última parte de la película es el culmen de ese cinismo que ya se muestra sin pudor tras la muerte de Esteban. La hija perdida ya da igual, no se la vuelve a mencionar ni siquiera como McGuffin, pero tampoco sabemos muy bien (y los personajes tampoco) hacia dónde van ahora. Estos acaban, sin saber muy bien cómo, en la frontera que separa Marruecos con el Sáhara Occidental. Para quien no lo sepa, el llamado «Muro de la Vergüenza» es un conjunto de seis muros de más de 2700 kilómetros de longitud (el más grande del mundo) que separa ambos territorios mediante más de 7 millones de minas terrestres, creado para evitar que los refugiados saharauis no puedan volver a los territorios colonizados1. Desprovisto de su contexto, Laxe convierte este infierno en la Tierra en una especie de yincana mortal para sus personajes. La primera de las minas explota cuando uno de ellos, mientras baila tras haberse drogado, grita «¡Sube el volumen y explota!». La segunda, apenas un minuto después, cuando otro personaje corre hacia el cadáver de su amiga. ¡Pero es que todavía hace explotar otra más y hace morir a otro personaje! Toda esta secuencia es especialmente tramposa y efectista, pues es muy fácil ver los hilos con los que Laxe maneja al espectador, como si de una marioneta se tratase, manipulando sin pudor cómo este debe sentirse. Después de estas tres muertes por explosión perfectamente centradas en el plano, quince minutos antes de que la película termine, no es muy difícil que el espectador se quede solamente con eso e ignore todo lo anterior (porque no hay nada antes más que la muerte de Esteban, la trama es casi tan plana como el desierto que recorren). Pues sí, claro que los espectadores terminan la película con el corazón a doscientas pulsaciones por segundo y los sentimientos a flor de piel, pero lo hacen porque Laxe ha intervenido con su mano invisible y ha dispuesto los elementos necesarios en el orden y momento adecuados, no porque se haya llegado hasta ahí de forma orgánica y natural. Esto es más viejo que ir a pie y lo explicó primero Aristóteles: la catarsis sólo puede ocurrir si el desenlace surge del propio argumento, no de un artificio colocado de forma conveniente para ello2 (un deus ex machina de toda la vida).

Ellos lloran las muertes de sus amigos, pero la catarsis de quien la ve se confunde con el shock de que algo ha explotado y ha pasado algo que no se esperaba. Cuando uno sale del shock se da cuenta de que no hay rastro de esa purificación emocional de la que hablaban los griegos, sino un simple susto provocado a propósito. Porque, sinceramente, los personajes nos dan igual; todo nos da igual porque no hay un esfuerzo desde el guion para que nos interesemos por nada ni por nadie, son simples móviles de una trama insípida y cada minuto más diluida que nos lleva al mismo sitio que a ellos: a ninguno. «Aquí solo hay polvo», dice Luis, y no sabemos si se refiere al desierto o a la historia de la que forma parte. En esa última escena de la secuencia, cuando los dos personajes que quedan por salir del campo de minas cruzan los escasos metros que los separan de su salvación (digo personajes todo el rato porque, aunque vi la película ayer, no me acuerdo de sus nombres), no hay ya tensión. Porque la primera vez te asustas, te sorprendes; la segunda, te ríes; la tercera vez que pasa, pones los ojos en blanco. Es vergonzoso y abiertamente cruel que la tensión quiera generarse así: sembrando la duda de si llegarán sanos y salvos o saldrán volando ellos y sus sesos. Me acuerdo de la frase de Haneke criticando La lista de Schindler de Spielberg: «La mera idea de intentar crear suspense en torno a la pregunta de si de la ducha saldrá gas o agua me parece abominable».

Uno sale de Sirât pensando, como ya he dicho, que no ha visto nada nuevo. Es un hecho generalizado que el cine político (no el cine hecho políticamente) se quede en la capa superior del discurso que quiere transmitir, en lo trivial, y el resultado sea una colección de lugares comunes, de consignas genéricas y vacías, un recopilatorio manido de lo ya dicho mil y una veces. Laxe quiere mostrar la miseria del mundo, pero se queda ahí, en querer mostrar. Sí, el fin del mundo, la Tercera Guerra Mundial, el dolor de la muerte. ¿Y? ¿Y qué, Óliver, qué nos quieres decir con eso? ¿El fin de qué mundo, el dolor de la muerte de quiénes y causado por qué? No es suficiente con enseñar, uno tiene que saber qué enseña y cómo lo enseña. La ficción requiere de un enfoque concreto, preciso, de ser consciente de lo que está diciendo y, sobre todo, de por qué lo está diciendo. Esto se relaciona muy bien con el manifiesto de Godard que mencionaba al principio. Godard dice: «hacer [cine político] es mostrar la miseria del mundo; hacer [cine políticamente] es mostrar al pueblo en lucha». Y también: «hacer [cine político] es decir cómo son las cosas reales; hacer [cine políticamente] es decir cómo son realmente las cosas».

Lo peor que puede pasarle a una película es que su director coja un micrófono, pues corre el riesgo de hablar de lo que querría haber hecho en vez de lo que ha hecho. A Óliver Laxe es exactamente eso lo que le pasa. Óliver habla, habla mucho, habrá quien piense que habla demasiado. Reproduzco las palabras textuales de Laxe en uno de los coloquios que dio en los Cines Lys de Valencia, el día 16 de junio: «Esas bombas [las minas] estallan porque alguien las ha puesto ahí, pero no sabemos quién, están en un espacio liminal, abstracto». Esta frase es decir cómo son las cosas reales. Sí, es verdad, las minas explotan porque alguien las ha puesto ahí, y no sabemos realmente quién las ha puesto, la película no lo dice, tampoco se lo pregunta. Están, también, es verdad, en un espacio liminal y abstracto, porque ese desierto no se diferencia de otros desiertos. Ahora bien, decir cómo son realmente las cosas es decir que esas minas las puso Marruecos, o que más bien se pusieron por orden del rey Hassan II de Marruecos en 1980, y que están puestas ahí estratégicamente para separar Marruecos del Sáhara Occidental y asesinar a cualquiera que intente cruzar al otro lado. Decir una cosa o decir la otra es hacer dos tipos de cine con implicaciones radicalmente opuestas. Por qué Laxe escoge lo primero sólo lo sabe él.

Ese es el ejemplo más sangrante de lo que ayer dijo, pero no fue ni mucho menos lo único. Laxe habla de espiritualidad (algo que yo no he visto en los 115 minutos que dura la película) y de que la muerte del personaje por la explosión de una mina tras decir «¡Sube el volumen y explota!» sería considerada por «la tribu ravera» como un alma que trasciende. Esto es sencillamente avergonzante y creo que no tengo ni que explicar por qué. El problema de Laxe es que, como su película, la mayor parte del tiempo no dice nada. Nada, al menos, que signifique algo. Su forma de comunicar se enmarca en el discurso de las palabras grandes y poéticas, del hablar por hablar, de la retórica hinchada de forma pero vacía de contenido. Ante la pregunta de si finalmente Luis encuentra a su hija, Laxe responde: «Hay gente que cree que sí encuentra a la hija; y la baila, y la entiende». Habla Laxe también de ambigüedad, de «recuperar la ambigüedad». «La ambigüedad es potente –dice–, ese tren que no sabemos adónde va y de dónde viene. Eso es potente». Ambigüedad hay en Sirât, y tanto que la hay; hay tanta ambigüedad que a un ingenuo e inocente espectador podría resultarle del todo inverosímil que Laxe haya vivido doce años en Marruecos. Habló también el laureado director en Cannes de su proceso creativo: «Tomo decisiones más sinestésicas, del orden de la imagen –sic–. Trato de que las imágenes choquen y ver qué pasa». Una respuesta del orden del sinsentido es la que dio sobre su forma de filmar: «Cuando no hay mucha semántica –que es lo mismo que decir “significado”–, cuando las imágenes sólo quieren evocar, es cuando afectan profundamente al espectador» (curioso que esto lo diga quien coloca tres muertes en pantalla en diez minutos, supongo que quería evocar mucho y muchas veces). Esta respuesta es un resumen muy acertado de lo que esta línea ideológica de «cine político sin política» defiende, porque es imposible que una imagen no tenga significado: desde el sitio donde se coloca la cámara, la altura, su ángulo, el objetivo empleado, qué se graba, a quién, cómo y durante cuánto tiempo, qué se muestra y qué se esconde, todo eso es significado. Si quien graba una imagen considera que esta no tiene significado es porque ha hecho un ejercicio previo, a conciencia, del borrado de dicho significado y se ha olvidado de ello. Estoy seguro de que Laxe conoce perfectamente a Eisenstein, Pudovkin, Kuleshov, Bazin o Deleuze, y yo desde aquí le recomiendo un par de ojeadas a La cámara lúcida o las Mitologías de Barthes.

Y sí, por supuesto que las imágenes de Sirât significan cosas, aunque tal vez no signifiquen lo que Laxe quiere que signifiquen. También es probable que sea el propio Óliver Laxe quien más haya disfrutado de su película, pues cree que hay en ella más cosas de las que realmente uno puede ver e intuir. Que la crítica de Cannes la haya puesto por las nubes y haya recibido el Premio del Jurado tampoco debería sorprendernos: Sirât se enmarca en ese cine que tanto le gusta al festival francés (que también puso por las nubes y dio la Palma de Oro a El triángulo de la tristeza).

Si vuelvo una vez más al cinismo es porque el Sirât de Laxe se acerca más a una película hecha desde un claro complejo de salvador blanco que a un intento por evocar imágenes poco semánticas desde una ambigüedad potente y sinestésica. Laxe dice que el mundo es una mierda, pero no se atreve a mencionar dicho mundo ni a quienes son responsables de que sea una mierda. Ver la paja en el ojo ajeno sin ver la viga en el propio; muy concienciado, llenísimo de palabras y expresiones complejas, pero aparentemente incapaz de hacer lo más fácil de todo: señalar directamente. Se atreve, eso sí, a jugar con sus personajes a su antojo, a humillarlos y deshumanizarlos, a despojarlos de toda su dignidad bajo el pretexto de que viven en un mundo desagradable y feo. «Bailan –dice Laxe–, mis personajes bailan». De esta tendencia también habló Mark Fisher (porque, de verdad, Óliver, que no has hecho nada nuevo) en Realismo capitalista: «Ciertamente, algunas de las páginas más anticipatorias de Nietzsche son aquellas en las que describe “la sobresaturación de historia de una cierta época”, que puede llevarla a “ejercer una peligrosa ironía consigo misma”, como escribió en las Meditaciones intempestivas, “y finalmente al cinismo, más peligroso todavía”. El cinismo, el “señalamiento cosmopolita”, que no es más que una forma descomprometida de espectacularismo, reemplaza el involucramiento y el compromiso. Esta es la condición del Hombre Superior de Nietzsche, aquel que ya ha visto todo pero se encuentra debilitado justamente por este decadente exceso de (auto) conciencia»3.

---

1  Mucha más información sobre esto en las webs Una mirada al Sáhara Occidental y Remove the Wall.

2 Aristóteles, Poética, 1454b.
Mark Fisher, Realismo capitalista: ¿No hay alternativa?, Caja Negra Editora, 2016-2018

---

‍Ángel Insua respondió a esta reseña aquí.

sustrato, como te habrás dado cuenta ya, es un espacio diferente. No hacemos negocio con tus datos y aquí puedes leer con tranquilidad, porque no te van a asaltar banners con publicidad.

Estamos construyendo el futuro de leer online en el que creemos: ni clickbait ni algoritmo, sino relación directa con escritores sorprendentes. Si te lo puedes permitir y crees en ello, te contamos cómo apoyarnos aquí:
Lee a tus autores favoritos y apoya directamente su trabajo independiente y audaz.
VER PLANES