Sirat sí

La película va de la muerte. Ya está. No hay deus ex machina ni trampantojos que valgan. No hay conflicto más importante. No hay, en puridad, otro conflicto.

Esta reseña contiene spoilers

Leo la crítica de Sirat de Marc
y, debo confesarlo, me produce rabia. Rabia, en primer lugar, por un motivo muy frívolo y muy poco profesional que es negarle el mérito a un gallego y coruñés, el primero en ganar, quién sabe si en toda la historia (no lo sé, no llevo la cuenta) un premio de altos vuelos en Cannes, y hacerlo además entre una selección de alto octanaje y peliculones muy serios. Y en segundo, y esto sí es quizá oportuno, por pasar por alto un discurso notable y un mensaje me atrevo a decir esencial (pronto explicaré por qué) de un artista en buen estado de forma que merecía como mínimo una reflexión equivalente, y no cargar las tintas con política y pseudoproblemas que no son sino excusas o glorietas en torno a la idea-fruto (por supuesto: la granada), que ahora intentaré desarrollar. 

Sirat va de la muerte. Ya está. No hay deus ex machina ni trampantojos que valgan, por mucho que queramos desenterrar a Aristóteles: lo hay si te has perdido como los hippies en el desierto y al final el desenlace, inesperado, inevitable, te hace saltar por los aires y preguntarte qué clase de truco de mal gusto te acaban de colar. Marc se ha perdido, me temo, y como siempre en estos casos le atribuye el extravío a quien, por lo demás, ha sembrado las pistas cuidadosa (e insidiosamente, de acuerdo) desde el principio.

Como bien ya ha explicado él, y sabemos todos por la campaña intensiva del distribuidor BTEAM (prodigioso trabajo, por otro lado: Sirat acaricia mientras escribo el millón bruto en taquilla), Luis (Sergi López) y su hijo Esteban (Bruno Núñez) parten con poco convencimiento (el ceño fruncido de aquél desde el principio una estruendosa primera pista) en la búsqueda de su hija y hermana en las todopoderosas raves de Marruecos. Luis se huele pronto la tostada, y a pesar de lo que muy bienintencionadamente le susurra Jade (Jade Oukid) en la Mad Max-caravana a medio camino, estoy seguro de que su corazón le chilla cosas muy distintas. Junto con Esteban y luego de una distópica redada del ejército marroquí en una de las primeras raves (bien, Laxe no ensarta en este punto ni en ningún otro un Marruecos, 2025, pero creo que se capta la idea), deciden liarse la manta a la cabeza y surcar con su furgoneta Peugeot las dunas detrás de un banco de selectos raveros, en pos de un segundo y mítico juergón donde esperan, esta vez sí, hallar a la desaparecida.

Dice Marc que no se cree que Laxe (por cierto, se pronuncia Lashe, como Shakira) haya vivido doce años en Marruecos. No hace falta. Basta con pasar en Galicia dos o tres para entrar en materia. En Galicia la muerte está por todas partes: desde leyendas como la de la Santa Compaña o las meigas a la tienda de Sargadelos en la calle Real, o los atardeceres en la Costa da Ídem, donde el Sol literalmente se baña y muere con un bikini rosa púrpura (es posible, en fin, que la confusión provenga de otras latitudes, donde el mar señala el comienzo y no el fin; el nacimiento). Es inevitable darse de bruces con ella y así, como de nuevo bien se ha encargado BTEAM de meternos por el gaznate (otra vez: aplausos), Laxe se ha paseado como un embajador orgulloso por todos los outlets periodísticos de la galaxia, desde la alfombra roja en Cannes hasta la Cadena SER, en castellano y en galego, para recordarnos de qué va su película: de esa fractura; de esa contradicción fundamental; de esa heridita (o aquí: feridiña).

Nos lo ha dicho alto y claro. Le ha faltado un bafle como los de Jade y su tropa, porque en realidad Sirat no tiene un mensaje en absoluto complicado; al contrario, va justo de lo que todos y cada uno percibimos, más o menos conscientemente, desde que tenemos la edad de Esteban y empezamos mal que bien a carburar. Por eso su muerte estrepitosa en el barranco, hacia la mitad, es tan traumática y a un tiempo sanadora: porque reinserta de un plumazo a su padre en su condición mortal, sugerida desde el primer momento en la desaparición de su hija. A partir de ahí la película podríamos decir que se transforma, aunque en realidad persevera en sus coordenadas y aún revela lo que en el fondo quería contarnos: que nos vamos a morir; que de nada sirve escapar y evadirse en fiestas engañosas en el desierto (en cualquier desierto), pues al final acabamos siempre por rendirle cuentas a esa obesa y fúnebre señora.

Es, por lo tanto, inevitable que los selectos raveros exploten en el campo de minas de Mauritania (no es casualidad que Jade lo haga en la cumbre, en el punto de máxima evasión, mientras grita ¡sube el volumen y explota!), ni que el mundo o el sistema allá lejos se desagüe en una Tercera Guerra Mundial: es la consecuencia insoslayable de mirar demasiado tiempo hacia otro lado. De omitir la muerte.

Pero el final, con todo, es esperanzador. Cuando los evasores todos han sido neutralizados (y he aquí un caso de igualdad, de nivelación radical, de singular buen gusto que me lleva hasta el Séptimo Sello de Bergman: mueren tanto el manco y el cojo como una simple tullida espiritual), Luis atraviesa el Sirat y, desde el otro lado, bien abastecido de la proverbial calma, indica a los otros lo que deben hacer. Se llegan así hasta la roca salvadora, y en los últimos segundos los vemos ya a todos chill de cojones, depositados sobre la hebra-filo que separa tan delicadamente el paraíso del infierno.

No hay conflicto más importante. No hay, en puridad, otro conflicto. Despistarse con las fronteras, Marruecos o la tragedia saharaui (por muy importantes y dignos de atención que, fuera del cine, sean) no es más que eso: un despiste, o tal vez en efecto otra mina traicionera que el director ha plantado, muy astutamente, para extraviar a los incautos.

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Sirat sí

La película va de la muerte. Ya está. No hay deus ex machina ni trampantojos que valgan. No hay conflicto más importante. No hay, en puridad, otro conflicto.

Esta reseña contiene spoilers

Leo la crítica de Sirat de Marc
y, debo confesarlo, me produce rabia. Rabia, en primer lugar, por un motivo muy frívolo y muy poco profesional que es negarle el mérito a un gallego y coruñés, el primero en ganar, quién sabe si en toda la historia (no lo sé, no llevo la cuenta) un premio de altos vuelos en Cannes, y hacerlo además entre una selección de alto octanaje y peliculones muy serios. Y en segundo, y esto sí es quizá oportuno, por pasar por alto un discurso notable y un mensaje me atrevo a decir esencial (pronto explicaré por qué) de un artista en buen estado de forma que merecía como mínimo una reflexión equivalente, y no cargar las tintas con política y pseudoproblemas que no son sino excusas o glorietas en torno a la idea-fruto (por supuesto: la granada), que ahora intentaré desarrollar. 

Sirat va de la muerte. Ya está. No hay deus ex machina ni trampantojos que valgan, por mucho que queramos desenterrar a Aristóteles: lo hay si te has perdido como los hippies en el desierto y al final el desenlace, inesperado, inevitable, te hace saltar por los aires y preguntarte qué clase de truco de mal gusto te acaban de colar. Marc se ha perdido, me temo, y como siempre en estos casos le atribuye el extravío a quien, por lo demás, ha sembrado las pistas cuidadosa (e insidiosamente, de acuerdo) desde el principio.

Como bien ya ha explicado él, y sabemos todos por la campaña intensiva del distribuidor BTEAM (prodigioso trabajo, por otro lado: Sirat acaricia mientras escribo el millón bruto en taquilla), Luis (Sergi López) y su hijo Esteban (Bruno Núñez) parten con poco convencimiento (el ceño fruncido de aquél desde el principio una estruendosa primera pista) en la búsqueda de su hija y hermana en las todopoderosas raves de Marruecos. Luis se huele pronto la tostada, y a pesar de lo que muy bienintencionadamente le susurra Jade (Jade Oukid) en la Mad Max-caravana a medio camino, estoy seguro de que su corazón le chilla cosas muy distintas. Junto con Esteban y luego de una distópica redada del ejército marroquí en una de las primeras raves (bien, Laxe no ensarta en este punto ni en ningún otro un Marruecos, 2025, pero creo que se capta la idea), deciden liarse la manta a la cabeza y surcar con su furgoneta Peugeot las dunas detrás de un banco de selectos raveros, en pos de un segundo y mítico juergón donde esperan, esta vez sí, hallar a la desaparecida.

Dice Marc que no se cree que Laxe (por cierto, se pronuncia Lashe, como Shakira) haya vivido doce años en Marruecos. No hace falta. Basta con pasar en Galicia dos o tres para entrar en materia. En Galicia la muerte está por todas partes: desde leyendas como la de la Santa Compaña o las meigas a la tienda de Sargadelos en la calle Real, o los atardeceres en la Costa da Ídem, donde el Sol literalmente se baña y muere con un bikini rosa púrpura (es posible, en fin, que la confusión provenga de otras latitudes, donde el mar señala el comienzo y no el fin; el nacimiento). Es inevitable darse de bruces con ella y así, como de nuevo bien se ha encargado BTEAM de meternos por el gaznate (otra vez: aplausos), Laxe se ha paseado como un embajador orgulloso por todos los outlets periodísticos de la galaxia, desde la alfombra roja en Cannes hasta la Cadena SER, en castellano y en galego, para recordarnos de qué va su película: de esa fractura; de esa contradicción fundamental; de esa heridita (o aquí: feridiña).

Nos lo ha dicho alto y claro. Le ha faltado un bafle como los de Jade y su tropa, porque en realidad Sirat no tiene un mensaje en absoluto complicado; al contrario, va justo de lo que todos y cada uno percibimos, más o menos conscientemente, desde que tenemos la edad de Esteban y empezamos mal que bien a carburar. Por eso su muerte estrepitosa en el barranco, hacia la mitad, es tan traumática y a un tiempo sanadora: porque reinserta de un plumazo a su padre en su condición mortal, sugerida desde el primer momento en la desaparición de su hija. A partir de ahí la película podríamos decir que se transforma, aunque en realidad persevera en sus coordenadas y aún revela lo que en el fondo quería contarnos: que nos vamos a morir; que de nada sirve escapar y evadirse en fiestas engañosas en el desierto (en cualquier desierto), pues al final acabamos siempre por rendirle cuentas a esa obesa y fúnebre señora.

Es, por lo tanto, inevitable que los selectos raveros exploten en el campo de minas de Mauritania (no es casualidad que Jade lo haga en la cumbre, en el punto de máxima evasión, mientras grita ¡sube el volumen y explota!), ni que el mundo o el sistema allá lejos se desagüe en una Tercera Guerra Mundial: es la consecuencia insoslayable de mirar demasiado tiempo hacia otro lado. De omitir la muerte.

Pero el final, con todo, es esperanzador. Cuando los evasores todos han sido neutralizados (y he aquí un caso de igualdad, de nivelación radical, de singular buen gusto que me lleva hasta el Séptimo Sello de Bergman: mueren tanto el manco y el cojo como una simple tullida espiritual), Luis atraviesa el Sirat y, desde el otro lado, bien abastecido de la proverbial calma, indica a los otros lo que deben hacer. Se llegan así hasta la roca salvadora, y en los últimos segundos los vemos ya a todos chill de cojones, depositados sobre la hebra-filo que separa tan delicadamente el paraíso del infierno.

No hay conflicto más importante. No hay, en puridad, otro conflicto. Despistarse con las fronteras, Marruecos o la tragedia saharaui (por muy importantes y dignos de atención que, fuera del cine, sean) no es más que eso: un despiste, o tal vez en efecto otra mina traicionera que el director ha plantado, muy astutamente, para extraviar a los incautos.

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