Esta reseña incluye algunos spoilers.
Leo con estupor muchas de las críticas hacia Los domingos, de Alauda Ruiz de Azúa, y con cada una me reafirmo en la idea de que es la mejor película del año. Y también la más inteligente.
Estamos muy poco acostumbrados a que el cine no responda de forma directa a nuestras preguntas, que no pueda darnos una respuesta clara y concisa a nuestras inquietudes. Ya escribí sobre que no sabemos separarnos del arte: que buscamos en él nuestro propio reflejo; que, ante todo, lo que queremos es que nos dé la razón. Por eso, cuando una película no lo hace, cuando nos pide altura de miras y comprender (no digo ya aceptar y mucho menos compartir) lo que nosotros jamás comprenderíamos (o querríamos comprender), el resultado es que lo que vemos es otra película, y esa película que hemos visto o creído ver está muy lejos de la película que realmente se proyecta ante nosotros. Es necesario acabar con esa percepción de que el cine está obligado a escupirnos sus conclusiones en la cara, que tenemos que abandonar la proyección con la certeza de que quien nos cuenta la historia piensa una cosa y no otra, y que esa cosa que piensa es la que nosotros también pensamos. Los domingos no cae en ese juego, a mi parecer infantil e inmaduro, y pensar que sí lo hace es considerar la histriónica fantasía de que la película está hecha para el espectador y que, por tanto, le debe algo. En todo caso, es el espectador quien tiene que aceptar que es él quien va a la película y no al revés (se dice que sin espectador no hay película, pero la realidad es que lo que no hay sin espectador es taquilla, que no es lo mismo que película y por supuesto no es lo mismo que calidad). Porque se ha dicho que Los domingos es muchas cosas, pero estaría bien decir, también, qué no es.
Los domingos no es una película sobre la fe, ni siquiera es una película sobre Dios o sobre la religión. Tampoco es una película sobre el dilema del libre albedrío, mucho menos un debate entre creer o no creer. Los domingos es una película sobre qué pasa cuando chocan dos ideas contradictorias e irreconciliables, sobre cómo cada uno reacciona ante la victoria de aquello que considera inaceptable. Por eso es una película inteligente, porque en su desarrollo no plantea respuestas, sino que ofrece una visión amplia y horizontal sobre la cuestión principal que presenta: Ainara, a punto de cumplir los 18 años, está barajando la posibilidad de hacerse monja. Y digo que es una película inteligente porque esa misma sinopsis, esa misma frase de apariencia tan sencilla, puede construirse desde extremos tan opuestos como contradictorios: una joven de 17 años tiene la suerte de haber sido tocada por Dios y estar a punto de empezar una vida de contemplación a Su lado; una joven de 17 años está siendo manipulada para encerrarse en una habitación durante el resto de su vida. Voy más allá: hay quien dice que Ainara es «una niña», hay quien prefiere el término más amplio «joven» y hay quien dice que es «casi una adulta». Y del término utilizado surgen buena (o gran, o la mayor) parte de las lecturas de esta película.
Ruiz de Azúa no cae aquí en narrativas torticeras ni en juegos estereotípicos: la suya es una visión mucho más sobria y elegante. Un guion sutil, sin florituras (con momentos exagerados, sí, pero requeridos por la acción), en el que por encima de todo prima la profundidad psicológica de sus personajes (algo así como un Dostoyevski moderno que hubiese decidido hacerse cineasta). La cámara es un personaje más que observa sin interrumpir, no hay planos construidos que diriman una visión sobre la otra. Tampoco hay en Los domingos una lucha entre «buenos» y «malos», porque, para empezar, no hay «buenos» o «malos». Tampoco hay sólo dos formas de comprender y asimilar la decisión que Ainara está a punto de tomar, es ese rompecabezas de complejidad el que poco a poco nivela las distintas perspectivas. Incluso ese rompecabezas se lee de distinta forma según el pie de que cada uno cojee: la tía puede ser vista tanto como la persona más racional y sensata de esa familia como la menos racional y más autoritaria; el padre, como un incompetente incapaz de comunicarse con su hija o como el más respetuoso con la libertad de Ainara para elegir su vida.
Sea cual fuere la lectura por la que uno se decante, ambas coinciden en que ninguno de los miembros de su familia tiene su vida asentada en el orden que de algún modo quieren proyectar sobre Ainara. Es el caso de Maite, su tía (casi y de algún modo la figura materna que no tiene), que aunque hay quien dice que actúa desde la envidia, lo que yo veo en ella es una frustración fruto de la incapacidad por mostrarle a su sobrina que esa vida a la que quiere acercarla (que estudie, aunque no se dice nunca el qué; que esté con chicos, aunque no sepa con cuáles) es la vida que necesita. «¿Y si esta vida no me llena?», le pregunta Ainara; «Cariño, pero a veces la vida también es eso», le responde Maite que, aunque sabe que es verdad –porque lo es, y hasta me aventuraría a decir que la vida es, sobre todo, algo que no te llena casi nunca o que no lo hace del todo–, no tiene forma de demostrárselo. ¿Y cómo hacerlo, si ante Ainara lo que se despliega es el camino hacia el mayor amor y la mayor felicidad que nadie haya sido jamás capaz de experimentar? Así se lo dice el padre Chema ante el amago de enamoramiento que Ainara le expresa por Mikel: ningún amor hay que iguale al de Dios.
Mi novia tuiteó una reflexión que yo considero mucho más interesante que cualquier cosa que yo pueda decir aquí: los que creen están convencidos de su fe y actúan con la soberbia de quien posee una verdad ineluctable, y en su abrazo Dios las ampara de la inseguridad y el desconocimiento; los otros, en cambio, están convencidos de la duda, y esa duda esconde una negación más honesta.
Porque aunque Ruiz de Azúa jerarquice las perspectivas, los propios personajes sí que dejan ver por sí mismos sus costuras, y es inevitable que la mayoría de los espectadores encuentren su punto de vista en Maite –y aquí empieza mi lectura–, la única que de algún modo confronta lo que no se puede confrontar. Repito, hay quien ve en Maite envidia, autoritarismo y resentimiento hacia Ainara. Yo no puedo sino ver impotencia y resignación hacia lo que no se puede controlar ni mucho menos cambiar. Maite no les gusta porque grita, porque se enfada, porque lleva la contraria; el padre Chema no, el padre Chema habla despacito, muy calmado, y lo que dice lo dice tan convencido que nadie podría negar que está diciendo la verdad, pues nadie podría estar convencido como si le fuese la vida en ello de algo sobre lo que no tiene la certeza más absoluta. La actitud del padre de Ainara también es significativa: mientras que con Maite tiene réplica para cualquier argumento, con el padre Chema se dedica a asentir sin debatir, sin cuestionar. El padre de Ainara es, disculpadme, un perdedor: alguien incapaz de sobreponerse a sus circunstancias, de levantar la voz a otro que no sea sangre de su sangre, porque la sangre envuelve y protege la confianza y diluye el conflicto, la sangre es el bálsamo que facilita el enfrentamiento directo con el que de otra forma recibiría de nosotros mayor indulgencia. El padre de Ainara sólo se enfrena a su hermana y a su hija, ¿qué le van a decir ellas? Él preside la mesa, él manda. El padre de Ainara no acepta que su hija se haga monja: al padre de Ainara le da igual que su hija se haga monja. Puede que incluso al padre de Ainara le venga bien que su hija se haga monja: una boca menos que alimentar, un quebradero de cabeza menos. Es un hombre cansado, que se ha rendido, cuya robustez se descubre como una simple apariencia que desvanece cuando se ve frente a la obligación de asumir su papel –el de padre, el del único responsable legal de, por ahora, una menor de edad–.
Decía al principio que me provocaban estupor muchas de las críticas hacia esta película, pero en realidad no me sorprenden. Desde acusaciones de blanquear a la Iglesia hasta ofensas por denigrarla, lo que está claro es que habrá quien saque las lecturas que hagan falta, aunque ni siquiera estén, con tal de barrer hacia su casa. Es curioso leer en la misma frase que la fe es un don y que Maite actúa así de mal porque no quiere entender lo que le pasa a Ainara. Claro que Maite no lo entiende; Maite está sola, Maite se da de cabezazos contra la pared y lo que parece es que nadie quiere entenderla a ella. Vuelvo al argumento anterior: ¿por qué está mal que Maite quiera «influir» sobre la decisión de Ainara, pero está bien que el padre Chema le diga que su amor por Mikel es, en realidad, amor por Dios? Sobre la escena con las monjas, más de lo mismo: parece que hay gente que no ha escuchado jamás hablar a un católico. Sí, es muy coherente que Maite quiera que la madre priora hable con Ainara, que le haga reflexionar, que quiera «que se lo piense». La madre priora le responde lo que le respondería ya no cualquier monja, sino cualquier católico que siga los preceptos de su fe: es Dios quien tiene que hacerlo (aplicable aquí también el ejemplo anterior del padre Chema diciéndole a Ainara cómo es en realidad el amor –nunca se dirá deseo– que cree sentir). He llegado a leer que Los domingos va a hacer que haya niñas que quieran hacerse monjas: seguramente el mismo número de mujeres que se habrán hecho prostitutas después de ver Anora.
De todo esto se extrae que Alauda Ruiz de Azúa es una gran directora y que, sobre todo, es una grandísima guionista. De Los domingos podría hablarse durante varias horas, cada personaje podría tener su capítulo en un ensayo sobre la misma y nos saldría un libro no especialmente cómodo de transportar por la calle. En medio de discursos simplistas y reduccionismos absurdos, se agradece un cine que no nos dé la razón a ninguno, que nos permita –o nos obligue– a salir de nuestro propio ombligo de vez en cuando. Sobre todo, se agradece un cine que dignifique la figura del espectador, que la convierta en algo más que en su definición en el diccionario.