«Haz la revolución, cariño»

One Battle After Another no es una obra maestra; si fuese así habría que crear otra categoría superior en la que entrarían el resto de las películas que firma este señor

Esta reseña no contiene spoilers.

Paul Thomas Anderson tiene la misma obsesión con Thomas Pynchon que yo con Mircea Cărtărescu (a quien ahora mismo, mientras escribo esto, dos horas antes de que se entregue, sigo esperando que le den el premio Nobel de Literatura1). El mismo que adaptó en su momento Inherent Vice adapta ahora Vineland, pero de una forma tan libre que le ha cambiado hasta el título. La historia, que el otro Thomas ubica en el Estados Unidos de los 60 con el fin de la era Reagan, su contemporáneo la sitúa en el hoy más hoy de todos los hoy. Una batalla tras otra bien podría ser un documental sobre los últimos meses de ese país que nadie sabe muy bien cómo no ha colapsado todavía sobre sí mismo como la singularidad de un agujero negro.

Ya aviso de que no es la mejor película de Paul Thomas Anderson, pero puede que sí llegue a ser la mejor película del año (ya sea por inercia o por descarte). Paradójicamente, tal vez esta no sea una película que permita hablar demasiado sobre sí misma; gastar caracteres en hablar sobre sus tramas y su desarrollo sería como explicar con palabras una pintura o leer un libro a través de un ensayo sobre el mismo (¿se me entiende?). Lo mejor es verla, que parece una perogrullada pero tal vez no lo sea tanto: Una batalla tras otra no encierra ningún misterio, nada que ofrezca posibilidad de divagar e irse por las ramas. Una batalla tras otra es lo que hay, y lo que hay es bueno. Cualquier idea interesante que sobre ella pueda decirse deberá tratar lo extracinematográfico, pues sobre lo cinematográfico poco más puede decirse que lo que ya se sabía: que Paul Thomas Anderson es muy buen cineasta; que sabe no sólo coger una cámara, sino también utilizarla; que seguramente sea más montador que guionista y más guionista que director y que aun así le pasa la mano por la cara al resto de directores y guionistas.

Leonardo DiCaprio aka Sionista Sionístez aka El Emoji Triste encarna a un revolucionario retirado que no tiene tanto peso (menos mal) como los primeros tráilers hacían pensar (aunque tal vez sea su interpretación que menos me molesta), mientras que la película se la cargan a las espaldas Sean Penn, Chase Infiniti y Teyana Taylor. Me gusta (y no me sorprende), que Anderson haya optado por caracterizar a sus personajes y no caricaturizarlos. En ese país que es una empresa enorme, todo lo que huela a política se observa desde el chiste –a excepción del Presidente (cómo vas a reírte del CEO) y del Ejército, que, con la excepción de Trump (porque él mismo es el mejor showman), se tratan con un respeto casi sectario–, y por eso en la industria del cine y la televisión estadounidense están acostumbrados a hacer caricaturas de todo tipo (desde Negan y su famoso bate de béisbol en The Walking Dead al Homelander de The Boys que es una especie de Superman hitleriano adicto a la cocaína), que si bien pueden ser muy buenas metáforas, es muy poco probable que existan con la intención de algún tipo de crítica o análisis2. Me gusta que Anderson se haya decantado por revolucionarios con iPhones y fascistas con polo de Lacoste. Porque sí, los revolucionarios ahora tienen iPhones y los fascistas llevan polos de Lacoste, aunque no sea esa la primera imagen que nos viene a la cabeza cuando leemos o escuchamos esos dos términos (teoría de prototipos, Eleanor Rosch, lingüística cognitiva, etc).

Sobre esto he leído críticas de todo tipo: hay quien defiende que la película es políticamente tibia y quien argumenta que es muy lúcida. Yo no sé muy bien a cuál de los dos bandos adherirme, pero sí puedo defender que el tratamiento de los personajes y su construcción, que sean algo más que lo que defienden, ya coloca a la película en un lugar al que muy pocas películas de su misma nacionalidad pueden acceder. Si bien hay un telón de fondo –la crisis migratoria, la incapacidad de acción de la izquierda y el resultante auge del fascismo como consecuencia de ello– no toda la carga política se queda ahí; al contrario: son las contradicciones políticas en las que incurren los personajes, inexplicables e injustificables bajo las pautas que los definen, las que mueven sus acciones. El salto temporal con el que la película realmente arranca acrecienta y modifica esas contradicciones, que en el caso de los revolucionarios vemos convertidas en pena, resignación y abandono, y en el caso de los malos (porque son los malos, la película es poco o nada ambigua a este respecto), se materializan en la pérdida irremediable de la identidad construida, la vergüenza y el más que posible ostracismo al que quedan abocados los que han osado salirse del camino marcado por los preceptores de la supremacía blanca. Anderson mezcla en un batiburrillo ingente de temas y propuestas la idea de la confusión como signo de nuestro tiempo, y no puede hacerse de otra forma que a través de esa mezcla y su entrelazamiento constante (el título sería, en este caso, más explicativo que otra cosa), que si bien puede interpretarse como un caos narrativo, en mi opinión está más que justificado. Algo similar a que te estén dando una paliza y pedir que vayan por orden porque quieres sentir todos los golpes. 

Y que no se me malinterprete, una película de 175 millones de dólares que empieza con el logo de la Warner no tiene como finalidad hacer tambalearse al sistema, aquí nadie se acaba de caer de ningún guindo. Parafraseo aquí a Carlos Cruz: Una batalla tras otra es un muy buen blockbuster que trata temas tan actuales que permite lecturas que es muy probable que ni siquiera estén en la película. Porque las hay de todo tipo: que la revolución la harán los que trabajan por hacerla y también que ni siquiera ellos podrán hacerla por mucho que se esfuercen; que el derrotismo es el destino inevitable de cualquiera que ose enfrentarse al capitalismo y que caer en él es lo que el capitalismo busca. Hay algo de todo eso y el espectador verá lo que quiera ver, pero es innegable que no es una simple frivolidad puesta por poner.

Pero al final de todas estas capas, bajo todo ese ruido, lo que hay es una relación padre-hija que no se parece en nada a ninguna otra relación padre-hija (claro que Paul Thomas Anderson no iba a caer en viejos tópicos ni en estereotipos manidos). No sé si esto contará como spoiler, pero me gusta que Bob no sea el padre modélico que quieren las hijas, que no consiga nada por sí mismo y que el trabajo se lo hagan otros. Bob ya no es un héroe, lo fue y él mismo ha renunciado a serlo más, por eso cuando le toca adoptar el mismo papel que representaba diecisiete años atrás, poco le falta para no saber ni por donde empezar. Esa escena del teléfono y la contraseña, perfectamente verosímil en un remake contemporáneo de El proceso de Kafka y ejemplo perfecto de cómo el humor aparece en esta película en momentos estelares, no sólo es una crítica a una burocracia desmesurada y en muchos casos absurda, sino también la constatación de que Bob ya no es uno de ellos, que no es suficiente con demostrar que se ha sido, sino que hay que demostrar que todavía se es (bienvenido otra vez al mundo, Bob, ponte cómodo). Puede que esto sea un buen resumen de lo que les pasa a todos los personajes: que no son quienes quieren ser, o que han acabado siendo quienes no querrían ser nunca. Una batalla tras otra con uno mismo que es también una batalla tras otra con el mundo. Lo personal es político y tal y cual.

Poco más se puede decir sobre la película sin destriparla, y para ello es mejor, como ya he dicho, que uno vaya a verla. Y reposada es mucho mejor, como la tortilla de patatas. A medida que escribía me he dado cuenta de que me estaba gustando más de lo que en un principio pensaba, y no es algo que pueda decir de las últimas películas que he visto en el cine (cuya opinión sobre ella ya había establecido en la mitad de su metraje). Me cuesta también sacarle algo negativo, y, si lo tiene, espero que se me perdone la falta de neutralidad y se me permita obviarlo. Ahora bien, ¿obra maestra? No, ni mucho menos; si fuese así habría que crear otra categoría superior en la que entrarían el resto de las películas que firma este señor. Habrá que ver si reposa igual de bien con el paso del tiempo o si su éxito es resultado de una coyuntura favorable y sin ella para tapar los agujeros empieza a hacer aguas por todas partes.

Si me quedo con algo a destacar por encima del resto de cosas, es lo sorpresivo que resulta que un producto de Estados Unidos trate bien a un grupo revolucionario, tampoco que su posición frente a él se acerque incluso a la empatía (y mucho menos que el enemigo le reconozca el mérito). Es verdad, la revolución no la grabará Paul Thomas Anderson (y mucho menos poniendo a DiCaprio de protagonista), pero siempre se agradece que exista un discurso que, sea o no la intención de su director, ataque de frente y sin rodeos. Migajas, sí, pero son las mejores que he probado. En el país de la libertad les falta poco para ponerse a recoger firmas que permitan prohibir la película y mandar a PTA al CECOT de Bukele: Ben Shapiro, el sionista que abiertamente celebra y aplaude el genocidio en Palestina, la define como una «apología del terrorismo de izquierda radical», y David Marcus (que según Wikipedia es un tío que se hizo famoso por crear una criptomoneda y ser vicepresidente de PayPal) dice que «para que esta película tenga algún sentido, uno tiene que creer que Estados Unidos, hoy, ahora mismo, es una dictadura fascista», una frase que termina con: «Trump está reprimiendo a Antifa, los verdaderos terroristas de hoy, y tal vez esta sea una película divertida para que la vean cuando estén todos en la cárcel». Te tienes que reír.

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1 Actualización: me va a tocar seguir esperando.
Que tampoco son necesarios: el espectador no es imbécil.

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Cines
«Haz la revolución, cariño»
One Battle After Another no es una obra maestra; si fuese así habría que crear otra categoría superior en la que entrarían el resto de las películas que firma este señor

Esta reseña no contiene spoilers.

Paul Thomas Anderson tiene la misma obsesión con Thomas Pynchon que yo con Mircea Cărtărescu (a quien ahora mismo, mientras escribo esto, dos horas antes de que se entregue, sigo esperando que le den el premio Nobel de Literatura1). El mismo que adaptó en su momento Inherent Vice adapta ahora Vineland, pero de una forma tan libre que le ha cambiado hasta el título. La historia, que el otro Thomas ubica en el Estados Unidos de los 60 con el fin de la era Reagan, su contemporáneo la sitúa en el hoy más hoy de todos los hoy. Una batalla tras otra bien podría ser un documental sobre los últimos meses de ese país que nadie sabe muy bien cómo no ha colapsado todavía sobre sí mismo como la singularidad de un agujero negro.

Ya aviso de que no es la mejor película de Paul Thomas Anderson, pero puede que sí llegue a ser la mejor película del año (ya sea por inercia o por descarte). Paradójicamente, tal vez esta no sea una película que permita hablar demasiado sobre sí misma; gastar caracteres en hablar sobre sus tramas y su desarrollo sería como explicar con palabras una pintura o leer un libro a través de un ensayo sobre el mismo (¿se me entiende?). Lo mejor es verla, que parece una perogrullada pero tal vez no lo sea tanto: Una batalla tras otra no encierra ningún misterio, nada que ofrezca posibilidad de divagar e irse por las ramas. Una batalla tras otra es lo que hay, y lo que hay es bueno. Cualquier idea interesante que sobre ella pueda decirse deberá tratar lo extracinematográfico, pues sobre lo cinematográfico poco más puede decirse que lo que ya se sabía: que Paul Thomas Anderson es muy buen cineasta; que sabe no sólo coger una cámara, sino también utilizarla; que seguramente sea más montador que guionista y más guionista que director y que aun así le pasa la mano por la cara al resto de directores y guionistas.

Leonardo DiCaprio aka Sionista Sionístez aka El Emoji Triste encarna a un revolucionario retirado que no tiene tanto peso (menos mal) como los primeros tráilers hacían pensar (aunque tal vez sea su interpretación que menos me molesta), mientras que la película se la cargan a las espaldas Sean Penn, Chase Infiniti y Teyana Taylor. Me gusta (y no me sorprende), que Anderson haya optado por caracterizar a sus personajes y no caricaturizarlos. En ese país que es una empresa enorme, todo lo que huela a política se observa desde el chiste –a excepción del Presidente (cómo vas a reírte del CEO) y del Ejército, que, con la excepción de Trump (porque él mismo es el mejor showman), se tratan con un respeto casi sectario–, y por eso en la industria del cine y la televisión estadounidense están acostumbrados a hacer caricaturas de todo tipo (desde Negan y su famoso bate de béisbol en The Walking Dead al Homelander de The Boys que es una especie de Superman hitleriano adicto a la cocaína), que si bien pueden ser muy buenas metáforas, es muy poco probable que existan con la intención de algún tipo de crítica o análisis2. Me gusta que Anderson se haya decantado por revolucionarios con iPhones y fascistas con polo de Lacoste. Porque sí, los revolucionarios ahora tienen iPhones y los fascistas llevan polos de Lacoste, aunque no sea esa la primera imagen que nos viene a la cabeza cuando leemos o escuchamos esos dos términos (teoría de prototipos, Eleanor Rosch, lingüística cognitiva, etc).

Sobre esto he leído críticas de todo tipo: hay quien defiende que la película es políticamente tibia y quien argumenta que es muy lúcida. Yo no sé muy bien a cuál de los dos bandos adherirme, pero sí puedo defender que el tratamiento de los personajes y su construcción, que sean algo más que lo que defienden, ya coloca a la película en un lugar al que muy pocas películas de su misma nacionalidad pueden acceder. Si bien hay un telón de fondo –la crisis migratoria, la incapacidad de acción de la izquierda y el resultante auge del fascismo como consecuencia de ello– no toda la carga política se queda ahí; al contrario: son las contradicciones políticas en las que incurren los personajes, inexplicables e injustificables bajo las pautas que los definen, las que mueven sus acciones. El salto temporal con el que la película realmente arranca acrecienta y modifica esas contradicciones, que en el caso de los revolucionarios vemos convertidas en pena, resignación y abandono, y en el caso de los malos (porque son los malos, la película es poco o nada ambigua a este respecto), se materializan en la pérdida irremediable de la identidad construida, la vergüenza y el más que posible ostracismo al que quedan abocados los que han osado salirse del camino marcado por los preceptores de la supremacía blanca. Anderson mezcla en un batiburrillo ingente de temas y propuestas la idea de la confusión como signo de nuestro tiempo, y no puede hacerse de otra forma que a través de esa mezcla y su entrelazamiento constante (el título sería, en este caso, más explicativo que otra cosa), que si bien puede interpretarse como un caos narrativo, en mi opinión está más que justificado. Algo similar a que te estén dando una paliza y pedir que vayan por orden porque quieres sentir todos los golpes. 

Y que no se me malinterprete, una película de 175 millones de dólares que empieza con el logo de la Warner no tiene como finalidad hacer tambalearse al sistema, aquí nadie se acaba de caer de ningún guindo. Parafraseo aquí a Carlos Cruz: Una batalla tras otra es un muy buen blockbuster que trata temas tan actuales que permite lecturas que es muy probable que ni siquiera estén en la película. Porque las hay de todo tipo: que la revolución la harán los que trabajan por hacerla y también que ni siquiera ellos podrán hacerla por mucho que se esfuercen; que el derrotismo es el destino inevitable de cualquiera que ose enfrentarse al capitalismo y que caer en él es lo que el capitalismo busca. Hay algo de todo eso y el espectador verá lo que quiera ver, pero es innegable que no es una simple frivolidad puesta por poner.

Pero al final de todas estas capas, bajo todo ese ruido, lo que hay es una relación padre-hija que no se parece en nada a ninguna otra relación padre-hija (claro que Paul Thomas Anderson no iba a caer en viejos tópicos ni en estereotipos manidos). No sé si esto contará como spoiler, pero me gusta que Bob no sea el padre modélico que quieren las hijas, que no consiga nada por sí mismo y que el trabajo se lo hagan otros. Bob ya no es un héroe, lo fue y él mismo ha renunciado a serlo más, por eso cuando le toca adoptar el mismo papel que representaba diecisiete años atrás, poco le falta para no saber ni por donde empezar. Esa escena del teléfono y la contraseña, perfectamente verosímil en un remake contemporáneo de El proceso de Kafka y ejemplo perfecto de cómo el humor aparece en esta película en momentos estelares, no sólo es una crítica a una burocracia desmesurada y en muchos casos absurda, sino también la constatación de que Bob ya no es uno de ellos, que no es suficiente con demostrar que se ha sido, sino que hay que demostrar que todavía se es (bienvenido otra vez al mundo, Bob, ponte cómodo). Puede que esto sea un buen resumen de lo que les pasa a todos los personajes: que no son quienes quieren ser, o que han acabado siendo quienes no querrían ser nunca. Una batalla tras otra con uno mismo que es también una batalla tras otra con el mundo. Lo personal es político y tal y cual.

Poco más se puede decir sobre la película sin destriparla, y para ello es mejor, como ya he dicho, que uno vaya a verla. Y reposada es mucho mejor, como la tortilla de patatas. A medida que escribía me he dado cuenta de que me estaba gustando más de lo que en un principio pensaba, y no es algo que pueda decir de las últimas películas que he visto en el cine (cuya opinión sobre ella ya había establecido en la mitad de su metraje). Me cuesta también sacarle algo negativo, y, si lo tiene, espero que se me perdone la falta de neutralidad y se me permita obviarlo. Ahora bien, ¿obra maestra? No, ni mucho menos; si fuese así habría que crear otra categoría superior en la que entrarían el resto de las películas que firma este señor. Habrá que ver si reposa igual de bien con el paso del tiempo o si su éxito es resultado de una coyuntura favorable y sin ella para tapar los agujeros empieza a hacer aguas por todas partes.

Si me quedo con algo a destacar por encima del resto de cosas, es lo sorpresivo que resulta que un producto de Estados Unidos trate bien a un grupo revolucionario, tampoco que su posición frente a él se acerque incluso a la empatía (y mucho menos que el enemigo le reconozca el mérito). Es verdad, la revolución no la grabará Paul Thomas Anderson (y mucho menos poniendo a DiCaprio de protagonista), pero siempre se agradece que exista un discurso que, sea o no la intención de su director, ataque de frente y sin rodeos. Migajas, sí, pero son las mejores que he probado. En el país de la libertad les falta poco para ponerse a recoger firmas que permitan prohibir la película y mandar a PTA al CECOT de Bukele: Ben Shapiro, el sionista que abiertamente celebra y aplaude el genocidio en Palestina, la define como una «apología del terrorismo de izquierda radical», y David Marcus (que según Wikipedia es un tío que se hizo famoso por crear una criptomoneda y ser vicepresidente de PayPal) dice que «para que esta película tenga algún sentido, uno tiene que creer que Estados Unidos, hoy, ahora mismo, es una dictadura fascista», una frase que termina con: «Trump está reprimiendo a Antifa, los verdaderos terroristas de hoy, y tal vez esta sea una película divertida para que la vean cuando estén todos en la cárcel». Te tienes que reír.

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