Alauda Ruiz de Azúa nos presenta la historia de Ainara, una joven de 17 años que, a la pregunta de qué carrera quieres estudiar en la universidad, responde ser monja de clausura.
La vida humana siempre se desarrolló sobre el telón de fondo de lo sagrado, incluso —sobre todo— cuando aún no había Dios. El origen mismo del pensamiento no puede desligarse de un temor primitivo ante lo imponente de la realidad más radical. La naturaleza, los procesos biológicos, la sucesión del tiempo, todo ello cae bajo la forma de lo sagrado.
De una crisis de lo sagrado, del no saber cómo tratar con ello, de no poder referirse a ello porque no tiene nombre siquiera, surge lo divino. Lo divino es la forma que adopta lo sagrado, el resultado de su tematización, el rostro que decidimos ponerle a aquello que nos atemoriza. María Zambrano escribe en El hombre y lo divino que una cultura depende de la calidad de sus divinidades.
La manera en que nos relacionamos con lo sagrado que nos rodea, que es, al fin y al cabo, nuestro escenario, determina el tipo de divinidades que creamos todo el rato. El lugar privilegiado de lo sagrado es siempre la infancia. De pequeños, todo es sagrado: nuevo, reluciente, peligroso y atractivo. Vivimos las primeras veces con torpeza. La caída, la incomprensión y el dolor hacen emerger el miedo y esto a su vez empuja a la creación de sentido, de categorías, de nombres, de rostros a modo de protección.
Desde el momento en el que Ainara plantea su idea de consagrar su vida al monacato, en su familia —y con su tía Maite especialmente— se suceden un montón de argumentos y razones por las que debería no ser monja: se va a perder el mundo. Es muy joven, no ha estudiado una carrera (da igual qué carrera, lo que importa es que vaya a la universidad), aún no conoce a toda la gente que tiene que conocer, no ha viajado, no ha salido lo suficiente de fiesta, ¡¡¡¡y ni siquiera ha estado con un chico!!!!!!!
Ante todo esto, Ainara responde retadoramente: “¿y qué?”
A medida que Maite va hablando del mundo y de todas las cosas buenas que hay en él por hacer, el desencanto va inundando las escenas hasta convertirse en un personaje más de la película. Ella como adulta intenta defender la realidad, su realidad, la realidad de una familia medio normal hasta cierto punto, para convencer a Ainara de que se tiene que quedar para vivir todo eso y todo lo que vendrá después.
Como en Cinco Lobitos (2022) y Querer (2024), Alauda Ruiz de Azúa muestra de nuevo lúcida y sutilmente las dinámicas de una familia, con sus grietas y sus vergüenzas, sus contradicciones y malas maneras, con el amor y la pasión que conforman un nido áspero en el que a veces también se cuela algo de ternura.
La historia va de eso, de la hipocresía con la que una familia normal reacciona ante un supuesto llamado espiritual en una niña joven que, como tal, no ha terminado de decidir cuáles son sus deidades. En medio de lo sagrado de la adolescencia —que es también un tipo de niñez porque todo es nuevo—, ¿cómo de fácil es caer en lo que te han presentado siempre como una salida?
A Ainara le han hablado siempre de Dios, de la salvación cristiana, de la resurrección de la carne y del perdón de los pecados, dado que sus padres decidieron que fuese al colegio católico. Perdió muy pronto a su madre y su padre se encuentra la mayor parte del tiempo ausente. De ahí la estrecha relación con su tía, que muchas veces ejerce el papel materno. Ainara cuida a sus dos hermanas pequeñas y habla de vez en cuando con su abuela, con quien parece tener una relación también cercana. Los domingos, todos se sientan a comer en la mesa.
A medida que avanza la peli se va haciendo más y más audible una voz que pregunta: “¿qué pierdes renunciando a todo?”. Lo atroz, más que en la pregunta, quizá se encuentre en la respuesta. ¿Qué perdería Ainara? ¿Son cosas importantes? ¿Qué tiene el mundo que ofrecernos? ¿Es tal esa renuncia?
Lejos de presentar el monacato como un paraíso en la tierra, como una solución a los problemas de Ainara, Ruiz de Azúa no idealiza el convento. Nos muestra sus sombras, las relaciones desiguales de poder que articulan el mundo clerical que tampoco está libre de las contradicciones del deseo. Entonces, ¿qué pasa si no te salvan?
La fe y el sentimiento de abismo están íntimamente relacionados. La fe surge de esa crisis de lo sagrado, de la incomprensión, del miedo ante lo desconocido, a la muerte, al tiempo, al abandono. Los cimientos sobre los que se construye lo divino están hechos de fe. La simbología estética con la que se nos ha bombardeado a todas nosotras, habitantes de un país tradicionalmente católico y mediterráneo, presentan la carta de la religión como comodín, especialmente en tiempos en los que lo sagrado está en crisis. Todo lo que configura lo sagrado, el hasta ahora estado del bienestar, la estabilidad, está indudablemente en desequilibrio. En un mundo cada día un poco menos materialmente habitable, difícil de defender, ¿no es acaso humano y natural huir en busca de lo divino?
Cabe preguntarse, ¿no fue acaso siempre así el mundo? ¿es la crisis inherente a él? ¿es la religión la vía de escape?
Los domingos, más que de Jesús, habla de la historia de una crisis personal, familiar y puede que también generacional. Hay algo peor que la falta de fe, y es la fe sin objeto. (La verdad es que ahora mismo no sé si esto es de Kierkegaard, pero si no lo dijo podría haberlo dicho perfectamente).
La manera en la que la familia de Ainara trata esta decisión poco tiene que ver con el objeto de la fe que ella dice tener. Se ocupan de lo accidental, de aspectos periférico a la fe en sí. La única persona que menciona a Dios propiamente es una monja anciana que vive en el convento, en el momento en el que el padre de Ainara, habiendo ido a reunirse con ellas para gestionar la estancia de su hija, afirma que él respeta mucho la espiritualidad. La monja le responde con algo de tono de reproche algo así como que hay muchos tipos de espiritualidad, pero que te hable Jesús es algo muy concreto.
La película es una gran obra que habla de la crisis, de la familia y también de la religión y que plantea, a través de todo esto, una posibilidad incómoda: la de que el hueco de Dios permanezca vacío.
Cada quien elige su divinidad en algún momento: el dinero, la acumulación de experiencias, la satisfacción de los deseos, el salir por las noches, el trabajo, la fama, el amor de la familia, el yoga o irse a la montaña los domingos. En este sentido, se puede elegir también a Dios, pero, igual que espiritualidades hay muchas, maneras de elegir a Dios también.
Escribir de Dios para poder escribir de lo que no es Dios es algo que se lleva haciendo muchos muchos siglos. La imagen de Dios como Esposo apareció en nuestra literatura antes incluso que la figura de Don Quijote. La misma poesía mística puede interpretarse en términos de sensualidad humana además de divina dependiendo a qué se atienda en su lectura.
En esta línea, en Los domingos no habla de Dios, pero se habla de muchas cosas.
Lo verdaderamente problemático, que en realidad es puesto de manifiesto también en la película, es la estetización de lo divino, de lo que se elige como divino. Lo divino o la divinidad entraña esta problemática por ser resultado de una operación definitoria, dotadora de rostro, de atributos, de forma a lo sagrado, que no se deja apresar.
La película revela la tensión entre un deseo desmedido —lo sagrado— y las posibles vías de encaminarlo —de elegir lo que para cada una es lo divino—. Ahora bien, igual que produce extrañeza que Ainara en la película sea educada en el catolicismo pero luego se le reproche la elección de la vida monacal, ¿qué sucede cuando se apuesta todo a lo divino? ¿Qué es lo que viene después de la ordenación en sacramento? No lo sabemos porque justo ahí termina la película.
La crítica feminista contemporánea ha señalado certeramente cómo algunas nuevas tendencias que sitúan a Dios en el centro —Dios como tópico literario, Dios como novio perfecto1— pueden conducir al aletargamiento de la fuerza que conlleva toda espiritualidad. La imagen de Dios como salvador, de cualquier cosa, en realidad, que prometa la salvación es altamente problemática. En Los domingos late también este riesgo en el camino que Ainara está pensando comenzar a transitar. En respuesta al sufrimiento, un deseo de desaparecer, de hacerse pequeña, de no estar, de evaporarse.
Los domingos nos recuerda que lo divino no está garantizado y que quizá nunca lo estuvo, que el hueco puede aún seguir vacante, y que la crisis de lo sagrado seguirá propiciando la emergencia de lo divino mientras el ser humano siga siendo ser humano. Aun así, la promesa de que con el último día de la semana emerja lo divino, lo que nos salve, lo que nos acoja, un rostro deseado y sin dudas, seguirá articulando a la vez los cimientos de la fe y el deseo que los hará tambalear. Quizá entonces el temblor quedará resonando en lo sagrado, y por medio de lo divino no dejaremos de intentar habitarlo.
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1 Lorena G. Maldonado desarrolla esta idea de manera increíble en su artículo