Capítulo tres. Adoré Nueva York. La idolatré fuera de toda proporción. No, digamos que romanticé que todo fuera desproporcionado. Mejor. Daba igual la estación que fuera del año, porque Nueva York era y sigue siendo una ciudad en blanco y negro que suena aún a las melodías de Gershwin. Volvamos a empezar.
Capítulo tres. Yo adoraba Nueva York. Para mi, era una metáfora de la decadencia de la cultura contemporánea. La misma falta de integridad individual que hizo que tanta gente tomara el camino fácil convertía a la ciudad de los sueños… No, va a parecer un sermón. Aceptémoslo, quiero ganar algún lector. Volvamos a empezar.
Capítulo tres. Hay un tipo de silencio que solo se instala el último día de un viaje. No es un silencio de paz, es un silencio denso, pesado, como el aire antes de una tormenta. Es el murmullo de una cuenta atrás que nadie ha activado pero que resuena en cada esquina de la habitación del hotel, en el zumbido del aire acondicionado, en la forma en que la luz de la mañana entra por la ventana con una cualidad distinta, más pálida, como si también ella estuviera de luto. La maleta, abierta y vacía sobre la moqueta, es un sarcófago esperando un cuerpo. Un cuerpo hecho de souvenirs envueltos con torpeza, de ropa sucia que huele a la humedad del metro y al asfalto recalentado, de tickets arrugados y de la certeza de que el hechizo está a punto de romperse. Y en ese silencio, en esa quietud de fin de fiesta, empieza a sonar una melodía en tu cabeza. No es un estallido, es un susurro. Un piano solitario, casi de bar de madrugada, que dibuja unos acordes melancólicos, expectantes, que parecen decir: "lo sabíamos, ¿verdad? Sabíamos que esto no podía durar". Es el inicio de "New York, New York" de Sinatra. Es el “Start spreading the news”.
Todavía no hay noticias que difundir. Solo la constatación de un final. La ciudad, que hace apenas unas horas era un organismo infinito de posibilidades, un mapa del tesoro desplegado a tus pies, ahora se ha encogido. Se ha convertido en un listado de tareas prosaicas que se sienten como una traición: comprar esos últimos bagels para desayunar, no porque tengas hambre, sino en un intento fútil de llevarte un trozo de su sabor a casa; hacer una última foto, no de un monumento, sino de una calle cualquiera, tratando de capturar algo tan inasible como su atmósfera; decidir a qué hora se pide el transfer al JFK. La melodía de Sinatra en esta primera fase es lenta, casi una balada. Se toma su tiempo, paladea cada nota con una deliberación casi dolorosa, como si quisiera alargar el momento antes de la explosión. Así te mueves tú por la ciudad en esas últimas horas. Lento. Arrastrando los pies. Con una gravedad nueva en el cuerpo, como si la atmósfera se hubiera vuelto más densa solo para ti.
Cada semáforo en rojo es un regalo, una pausa no solicitada que te permite escanear la acera una vez más. Cada cola en una cafetería es una tregua, un paréntesis para escuchar el murmullo de conversaciones ajenas. Intentas absorberlo todo con una desesperación tranquila. El vapor que sigue saliendo de las alcantarillas, ahora te parece el aliento mismo de la ciudad. El sonido de un saxofonista en delante del Madison Square Garden que parece tocar una balada de despedida solo para ti. La forma en que la luz dorada de la tarde se filtra entre los rascacielos y convierte el asfalto en un río de oro líquido. Es una belleza dolorosa, porque ya tiene el barniz de la nostalgia. Ya no estás viviendo Nueva York, la estás recordando en tiempo real, superponiendo el recuerdo a la experiencia, como una doble exposición fotográfica. Sinatra canta “I’m leaving today” y lo hace con una calma tensa, la de quien sabe que la partida es solo el principio de otra cosa. No es una huida, es un anuncio. Pero es un anuncio hecho en voz baja, casi para uno mismo. Como si al decirlo, intentaras convencerte de que es real.
Te sientas en un banco. Da igual dónde. Y ves a la gente pasar. Esa marea humana que te arrolló el primer día, ahora te parece una coreografía familiar y extrañamente reconfortante. Ves al ejecutivo con sus AirPods, no solo caminando, sino gesticulando, ensayando en silencio una presentación que podría cambiar su vida. Ves a la turista con su mapa, con una expresión de asombro tan pura que te ves reflejado en ella hace apenas unos días. Ves al repartidor en su bicicleta eléctrica, sorteando el tráfico con una habilidad que es puro instinto de supervivencia. Y por primera vez, no te sientes un extraño. Te sientes parte de esa locura, un figurante más en la película, con tu propio arco narrativo que llega a su fin. Has encontrado tu ritmo en su caos. Y justo en ese momento, cuando la aceptación se mezcla con la pena, es cuando la canción de Sinatra empieza a cambiar.
La batería entra con un ritmo sutil de escobillas, un siseo rítmico que es como un latido que se acelera, marcando un pulso que empieza a crecer. “I want to be a part of it”, canta Frank. Y ya no es un susurro. Es una declaración. La nostalgia empieza a dejar paso a otra cosa. A un orgullo sordo. A la sensación de haber sobrevivido. De haberte medido con la bestia y no haber salido mal parado. La maleta ya no parece un sarcófago, sino un cofre del tesoro. Y el acto de llenarla, de hacer el tetris con la ropa y los objetos, se convierte en un ritual. Cada camiseta doblada es un recuerdo. La bolsa del MET, la del MoMA, la gorra que te compraste en una tienda de souvenirs porque sí y que probablemente nunca te pongas. Estás empaquetando los fantasmas de lo que has sido estos días.
El viaje al aeropuerto es la segunda estrofa de la canción. La orquesta empieza a sumarse. Los vientos metales lanzan las primeras notas, todavía contenidas, pero que anuncian la que se viene encima. El coche se abre paso por el tráfico de Queens. Miras por la ventanilla y ves los barrios que no has pisado, las vidas que no has conocido. El paisaje se vuelve menos icónico, más real, con sus tiendas de barrio, sus lavanderías y sus casas con pequeños jardines. Y esa realidad te golpea. El sueño se acaba, la burbuja está a punto de estallar. Pero la música sigue creciendo, empujándote hacia adelante. Te niegas a que la pena te gane la partida.
El JFK es un universo paralelo. Una ciudad dentro de otra ciudad, con sus propias reglas y su propio idioma. El rumor de las maletas sobre el suelo, los anuncios por megafonía en veinte idiomas que se solapan creando una extraña sinfonía, la luz fría y artificial que borra las horas del día. Es un no-lugar diseñado para la transición, para el desarraigo. Y es ahí, en medio de ese caos funcional, donde la canción de Sinatra explota. La batería pasa de las escobillas a las baquetas con un golpe seco. El ritmo se convierte en un swing arrollador, prepotente, irresistible. Y entonces llega el estribillo. “New York, New Yooooork”.
Es un grito de guerra. Un desafío. La orquesta estalla en un tutti glorioso, una pared de sonido que te envuelve y te levanta. Y tú, mientras facturas la maleta, mientras pasas el control de seguridad, mientras buscas tu puerta de embarque, sientes que esa música te pertenece. Ya no es la canción de una ciudad, es la tuya. Porque has estado ahí. Has caminado por sus calles, te has perdido en su metro, has sentido su pulso bajo tus pies. “These vagabond shoes, are longing to stray”. Tus zapatos, esos que ahora mismo te quitas para pasarlos por el escáner, están cansados, sus suelas gastadas guardan el polvo de sus aceras, pero quieren más. Hay una promesa en esa frase. La promesa de volver. La certeza de que esto no es un adiós, es un hasta luego. ¿Un último Shake Shack?
El embarque es un anticlimax. Una fila de gente cansada, con la mirada perdida, deseando llegar a casa. Pero la música en tu cabeza sigue a todo volumen. Sinatra se lanza a la segunda vuelta del estribillo, con más fuerza si cabe, casi con rabia. “I want to wake up, in a city that doesn’t sleep”. Y piensas en todas las noches en las que te has despertado, no por el ruido, sino por la pura excitación. Por la sensación de que mientras tú dormías, la ciudad seguía viviendo mil historias a la vez. Y tú has sido una de ellas. Una diminuta, insignificante, una nota a pie de página en su gran novela, pero una historia al fin y al cabo.
El avión carretea por la pista. Y entonces, el empuje. Esa fuerza brutal que te pega al asiento y que parece que va a desarmar el avión. Es el crescendo final de la canción. La sección de vientos se vuelve loca, lanzando frases que son como cuchillos de sonido, las cuerdas suben hasta el agudo en un glissando imposible, la batería es un martillo pilón que golpea el ritmo directamente en tu pecho. Y el avión se eleva. Gira. Y por la ventanilla, la ves.
La ciudad entera. Iluminada. Un tapiz de luces que se extiende hasta el infinito, una constelación caída sobre la tierra. Un organismo vivo que respira y parpadea en la oscuridad. Reconoces el Empire State, el Chrysler, la aguja del One World como si fueran viejos amigos a los que dices adiós. La Estatua de la Libertad, un punto de luz verde en la bahía. Es una imagen tan poderosa, tan irreal, que te deja sin aliento. Es el plano final de la película. Y en ese preciso instante, Sinatra lanza la nota final. Larga, sostenida, triunfal, suspendida en el aire como tu avión sobre la noche. “New... York...”.
No hay pena en esa nota. Hay victoria. La victoria de haberlo vivido. La certeza de que una parte de ti se queda ahí, en esas calles, y una parte de esa ciudad se viene contigo, para siempre. “If I can make it there, I’ll make it anywhere”. Ya no es una frase hecha, un eslogan de camiseta. Es una verdad que sientes en los huesos. La ciudad te ha puesto a prueba y has aguantado. Te ha deslumbrado y te ha asustado. Te ha roto los esquemas y te los ha vuelto a construir, más fuertes, más flexibles.
El avión sigue subiendo y la ciudad se va haciendo pequeña, una maqueta, una abstracción de luz. La canción termina. Y vuelve el silencio. Pero ya no es el silencio pesado del principio. Es un silencio lleno de música, lleno de imágenes, lleno de vida. Cierras los ojos. Y sonríes. El marcador final no importa. Has jugado en el campo de los campeones. Y eso, joder, eso no te lo quita nadie.
It’s up to you, New York, New York.