Chamberileros

El Yate está siempre abierto y siempre está lleno, especialmente por las tardes y las noches cuando los pijazos del barrio bajan a tomar algo oliendo bien y con la cara descansada.

Ya no hay colas en el Museo Sorolla porque está de obras y me pregunto cuántas cuentas de Instagram habrá en barbecho, esperando a que vuelva a abrir. Echo de menos las colas del Sorolla. También echo de menos los comercios a los que nunca fui pero que han cerrado desde que llegué al barrio hace ya casi tres años: la taberna del Cuco en García de Paredes —la están reformando, no sé en qué la convertirán—, la droguería Hércules —cuyo local se ha reconvertido en vivienda— o la pescadería Valle del Silencio, justo en frente, que ahora es un pequeño puesto de venta de açaí para llevar. El barrio se adapta y las cosas que no usas las cierran. Las que nadie pide no las abren. La gente, sin embargo, sigue siendo más o menos la misma en estas cuatro calles. Las monjitas de la caridad que suben General Martínez Campos y sus pobres que se reparten las cuatro esquinas durante el día. Uno de ellos parece que está esperando al autobús pero cuando nadie mira te pide una moneda en tono confidencial. La gente que sale con bolsas del Mercadona y si va despistada se choca con la terraza de El Yate, que siempre está abierto y siempre está lleno, especialmente por las tardes y las noches cuando los pijazos del barrio bajan a tomar algo oliendo bien y con la cara descansada. Han abierto la competencia en frente —y se llama Fondeo, claro—, pero está por ver si cuaja. Hay muchas motos aparcadas, casi todas scooters grandes y cómodas que parecen retretes. Motos de oficinista. Cada vez se oye más inglés, inglés americano. Todavía quedan filipinas, uniformadas y todo. Los porteros hacen la tertulia en corro con sus camisas azules y sus cigarrillos. Los perros siempre están bien lavados, sospecho que están mejor alimentados que yo. Hay algún edificio con puerta de servicio, pero no tantos como al otro lado de la Castellana. Está el teatro Amaya con sus funciones populares. El Burger King, que no es el de la Plaza de los Cubos pero parece que lleva mucho tiempo también. Clínicas de estética en palacetes, clínicas de adelgazamiento —creo que todavía venden Biomanán— y clínicas de fertilidad de las que salen mujeres y hombres con los cuarenta ya pasados y el gesto preocupado. Sigue abierta la mantequería Gascón y sus dueños van impecables con sus batas blancas. Qué buenos los bocadillos. Al lado, muy cerca, el misterioso local Oculto, que funciona como peluquería, cafetería y galería de arte. Hay locales donde todavía sirven un menú del día económico, pero también hay restaurantes con estrella Michelin. Hay más gente trajeada en los primeros que en los segundos. No hay kebabs cerca. Hay muchas señoras mayores y todas son muy delgadas y apuran las pieles casi hasta el verano y siempre llevan gafas de sol muy grandes. Llevarán toda la vida en el barrio. Qué habrán visto. Qué pensarán de mí. Probablemente nada.

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El Yate está siempre abierto y siempre está lleno, especialmente por las tardes y las noches cuando los pijazos del barrio bajan a tomar algo oliendo bien y con la cara descansada.

Ya no hay colas en el Museo Sorolla porque está de obras y me pregunto cuántas cuentas de Instagram habrá en barbecho, esperando a que vuelva a abrir. Echo de menos las colas del Sorolla. También echo de menos los comercios a los que nunca fui pero que han cerrado desde que llegué al barrio hace ya casi tres años: la taberna del Cuco en García de Paredes —la están reformando, no sé en qué la convertirán—, la droguería Hércules —cuyo local se ha reconvertido en vivienda— o la pescadería Valle del Silencio, justo en frente, que ahora es un pequeño puesto de venta de açaí para llevar. El barrio se adapta y las cosas que no usas las cierran. Las que nadie pide no las abren. La gente, sin embargo, sigue siendo más o menos la misma en estas cuatro calles. Las monjitas de la caridad que suben General Martínez Campos y sus pobres que se reparten las cuatro esquinas durante el día. Uno de ellos parece que está esperando al autobús pero cuando nadie mira te pide una moneda en tono confidencial. La gente que sale con bolsas del Mercadona y si va despistada se choca con la terraza de El Yate, que siempre está abierto y siempre está lleno, especialmente por las tardes y las noches cuando los pijazos del barrio bajan a tomar algo oliendo bien y con la cara descansada. Han abierto la competencia en frente —y se llama Fondeo, claro—, pero está por ver si cuaja. Hay muchas motos aparcadas, casi todas scooters grandes y cómodas que parecen retretes. Motos de oficinista. Cada vez se oye más inglés, inglés americano. Todavía quedan filipinas, uniformadas y todo. Los porteros hacen la tertulia en corro con sus camisas azules y sus cigarrillos. Los perros siempre están bien lavados, sospecho que están mejor alimentados que yo. Hay algún edificio con puerta de servicio, pero no tantos como al otro lado de la Castellana. Está el teatro Amaya con sus funciones populares. El Burger King, que no es el de la Plaza de los Cubos pero parece que lleva mucho tiempo también. Clínicas de estética en palacetes, clínicas de adelgazamiento —creo que todavía venden Biomanán— y clínicas de fertilidad de las que salen mujeres y hombres con los cuarenta ya pasados y el gesto preocupado. Sigue abierta la mantequería Gascón y sus dueños van impecables con sus batas blancas. Qué buenos los bocadillos. Al lado, muy cerca, el misterioso local Oculto, que funciona como peluquería, cafetería y galería de arte. Hay locales donde todavía sirven un menú del día económico, pero también hay restaurantes con estrella Michelin. Hay más gente trajeada en los primeros que en los segundos. No hay kebabs cerca. Hay muchas señoras mayores y todas son muy delgadas y apuran las pieles casi hasta el verano y siempre llevan gafas de sol muy grandes. Llevarán toda la vida en el barrio. Qué habrán visto. Qué pensarán de mí. Probablemente nada.

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