Dashcam: Posesión Infernal + Solo Contra Todos

Por
Jose Sanz
30/12/2025

Me sorprendí viendo en el repositorio de idiocia que es Letterbox que nadie la consideraba la película más importante de terror desde Posesión Infernal (Sam Raimi, 1981)

Evento relacionado
al
·

“Something about the way you do
helped to get you this far cause
one by one they're all done
and you're the last one standing.” 

(Final Girl, Electric Youth)

Si la ruptura más grande de muro que se da en las ficciones cinematográficas es la que se produce debido a la necia manía de los espectadores por creer que han de coincidir al cien por ciento en las decisiones que asumen los protagonistas y sus cosmovisiones1 y resulta que ellos, los héroes y heroínas, empiezan a mostrar cierta autonomía de acción para con lo que se les supone deben de hacer en cada momento para que el público les siga cogiendo la manita, a nadie se le escapa que el terror (y, más concretamente, el slasher) es donde más transluce esta ruptura involuntaria del cuarto muro. Durante décadas era habitual escuchar a la gente en las salas un rotundo “¡Por ahí no, idiota, que está el malo!”o un obvio “¡En el armario no te escondas!” acompañado de toda clase de imprecaciones a los adolescentes atolondrados de Viernes 13 (Sean S. Cunningham, 1980), hecho que fue aprovechado para retroalimentar y fijar una serie de códigos y clichés en en género que llevasen a la imposibilidad de identificarse con nadie de esas pelis al establecimiento de unas pautas de disfrute bastante alejadas de lo que es el drama convencional. A una peli de terror de las de muchas personas muriendo una detrás de otra se va con expectativas bien diferentes a las del cine normal, y es un pacto tácito entre quienes urden las narrativas en un procesador de texto y quienes luego las disfrutan frente a una pantalla. 

Incluso el concepto de Final Girl, evolución más o menos contemporánea del primigenio Scream Queen2 hasta que aparezca un nuevo término que lo deje atrás y obsoleto, implica la negación de cualquier atisbo de identificación por parte de las espectadoras o espectadores de identidad fluida: saben en qué mundo viven y que nadie que esté viendo la película va a empatizar con la protagonista por ser la única que echa codos como si opositase a Fiscal General o se muestra reticente a perder la virginidad hasta cumplidos los cincuenta años. El de Final Girl, pues, es un concepto que evita la identificación plena (en la medida que nadie en sus cabales, con la excepción de la gente masoquista, se sentiría cómodo asistiendo al calvario de una mártir, algo que sirvió de premisa a la arriesgadísima Martyrs (Pascal Laugier, 2008)) pero que huye de definir o plantearle al espectador un personaje que se le oponga frontalmente en lo que dice, piensa y hace, ya que el suplicio planteado por el género reside en la concatenación de sustos, muertes y suspenses moderados, no en acompañar durante hora y media a una persona que se le atraviese a los espectadores.

No obstante, eso no implica que muchas películas del terror no polaricen por lo extremadamente atontados que son sus protagonistas y secundarios, pidiendo los espectadores que, por favor, les doten de un mínimo de cerebro, que ya saben que la principal función de esos personajes es ser descuartizados pero no por ello han de ir a los brazos del matarife con la alegría y el desparpajo con el que acudiría Odón Elorza a un Chiquipark. Dicha mínima elaboración de personajes se malinterpreta con ficciones meta tipo Scream (Wes Craven, 1996) en las que un cuarentón que se hace pasar por adolescente (en homenaje a las muy influyentes series nacionales Compañeros y Al Salir De Clase) declama en algunas escenas títulos de otras películas de terror o las reglas más o menos canónicas que cualquiera tiene en mente. Y no, eso no es un buen personaje. Es una exhibición de vaguedad e incapacidad creativa3, algo que con quince años flipas pero a poco que crezcas (dieciséis años) le ves las costuras y lo mucho que tiene de artificio efectista para ocultar la nadería que en realidad es. 

Dashcam (Rob Savage, 2021) es una de tantas y tantas pelis que he conocido gracias a mi novia. No sabía de su existencia (me refiero a la de la peli, no a la de mi pareja) y, cuando la puso un día a principios de año, quedé estupefacto por lo que acababa de ver. En esencia, un tren de la bruja en falso streaming. Si no la has visto y piensas darle un tiento, por favor, no leas más: Dashcam es una película que se sostiene por sus innumerables virtudes, pero se magnifica la sensación de locura si se ve sin saber nada sobre ella. Luego, más adelante, me sorprendí viendo en el repositorio de idiocia que es Letterbox que nadie la consideraba la película más importante de terror desde Posesión Infernal (Sam Raimi, 1981). Bueno, o al menos de ese tipo específico de terror del que sentó las bases la peli de Raimi al someter a Bruce Campbell (en la peli y sus secuelas, Ash) a innumerables perrerías. Es, a su manera, una adaptación para este nuevo siglo en su premisa elemental de putear a un personaje durante hora y pico de metraje, casi un dibujo animado extrapolado de su medio natural al de imagen de seres humanos y ghoules. Un poco hacer un recopilatorio de hora y media de lo que le ocurre al Coyote cada vez que el Correcaminos escapa de sus nefastas trampas y trasladarlo a un plano en el que las hostias y las amputaciones sí duelen.

Luego mi sorpresa fue en aumento al ver que el motivo esgrimido por los espectadores para defenestrarla era al que aludía en el primer párrafo, el usar un protagonista que, encima de no estar de acuerdo con lo que hace (y he aquí un detalle muy inteligente de Savage, pues es lo suficientemente ambiguo para no saber si hace sangre de los streamers o juega la baza de Michael Haneke en Funny Games4, el truco de generar malestar por darte la película justo eso que querías que ocurriese y que igual no te atreves a admitirte a ti mismo), cometía el sacrilegio de pensar de forma diametralmente opuesta a lo que es el “pensar correcto hegemónico”. Dashcam polariza a sus espectadores al nivel de, no sé, Seul Contre Tous (Gaspar Noé, 1998), quizá el ejemplo más claro donde alguien (Gaspar) se haya tomado la molestia de configurar el protagonista más execrable posible para tensionar el pacto tácito que (en teoría) ha de haber siempre entre ficción cinematográfica y espectadores. Dashcam y la película de Noé están hermanadas no ya en cuanto a negarle un asidero identificativo a la audiencia, puesto que ambas juegan a tantear un terreno que sobrepasa con mucho dichos asideros mínimos y deciden ponerse a sí mismas en contra de los espectadores desde el instante en el que optan por dotar de personalidad a sus protagonistas. Una personalidad que no es el cliché habitual de ¨personaje X haciendo cosas que también haría espectador X y que además tiene, oh, atributos compartidos por espectador X” y resulta que espectador X equivale a lo que haría el 80% de la población susceptible de ir a ver esa película y que tiene unas tendencias de consumo cultural y de subsistencia que mostrará en alguna secuencia y el Espectador X verá afianzado su lazo para con la ficción que se le da mascada. No. Aquí personalidad entraña no querer ser el resultado de un estudio de mercado ni de un sondeo de público objetivo o, caso de serlo, decidir ser lo opuesto, lo que no facilite las cosas. Una personalidad constituída por lo que mejor define a un ser humano: por lo peor de sí mismo, y en las circunstancias menos propicias para sacarlo a relucir.

Esto, lo de la decisión de Savage, lo de configurar una Annie odiosa, al final tiene un resultado que en algún momento la gente se dará cuenta de lo bien traído que está: Dashcam es la primera película de terror (al menos, que yo recuerde) en la que  la protagonista (al margen de si estoy o no en línea con ella en cuanto a su cosmovisión, sus bromas pesadas y su bocachanclismo)  termina haciendo lo que considero que haría cualquier espectador en su situación, sin necesidad de que otro espectador por fuera de la pantalla nos chille que por ahí no, que mejor por el otro lado: Annie huye de la boca del lobo y sólo se mete en ella cuando hay un buen fajo de billetes de por medio, parece que auxiliará a un herido hasta que una explosión le hace pasar de él y opta por mejor salvar su culo... y así con todo. Annie es la protagonista de peli de terror más sensata y próxima a un ser humano real que yo haya visto jamás. Y en una película en la que la vemos pasar del sinsentido de las normativas Covid (cunde más la primera media hora en cuanto a satirizar ese absurdo que las casi tres horas de Eddington (Ari Aster, 2025), aun estando resultona esta) al horror zombie y de posesiones para zanjar en el directamente de carácter cósmico/Lovecraftiano5, igual lo que no se le perdona ni a Dashcam ni a Annie es que de tan reales tengan su propia personalidad. Asumiendo el riesgo de ser odiadas por no traicionarse a sí mismas.

---

1En realidad son tanto o más culpables quienes instigan esas ficciones fundamentadas en protagonistas identificables por distribuciones Gaussianas para no perder cuota de mercado en cines o plataformas. A estas alturas ya es imposible saber si fue primero el Cine sentando esa constante del “héroe identificable” o los espectadores para abonarse al formato tosiendo cada vez que un protagonista al que acompañar durante hora y media era persona áspera o de difícil agrado. Lo del huevo o la gallina, vaya.

2Ambos términos son una especie de guía de ruta para la protagonista, suponiendo casi que un condicionante: sobrevivirá, puesto que para algo es la última chica, pero se dejará la garganta en carne viva de tantísimo como se la va a putear durante la ficción, ya que es la reina del grito. Es decir, sabe que si sobrevive, que lo hará, será porque, de largo, es la que más va a sufrir de todo el elenco.

3De ese tipo de pelis meta sólo hay dos buenas, la sensacional The Cabin In The Woods (Drew Goddard, 2011), que además sus lecturas son más políticas e incluso de luchas intergeneracionales que de cuestiones sobre el propio cine de terror, y el falso documental Behind The Mask: The Rise Of Lelsie Vernom, (Scott Glosserman, 2006), que empieza en plan “falso documental marisabidillo” para trascenderlo y terminar siendo un slasher de propio derecho en su acto final.

4Funny Games (Michael Haneke, 1997 y 2007) tiene un mecanismo explicito en lo del mando a distancia, pero el gran mecanismo oculto de la película es conseguir que tú, espectador, te sientas mal contigo mismo por ver cómo dos pijazos torturan a extremos que igual ya para el final de la peli no te parecen igual de buena idea que cuando deseabas al principio que alguien hiciese algo así con unos protagonistas odiosos que se dedican desde la primera escena a reconocer piezas de música clásica en su todoterreno de alta gama camino de una casa con muelle privado.

5Otro puntazo a favor de Dashcam es que, en tiempos con una obsesión cerval por generar lore y perteneciendo a un género donde es norma no escrita que alguien explicite el cánon en la propia pelicula (la grabadora del sótano de Evil Dead, la turra con Jason y lo que le pasó de crío en Viernes 13, etc etc), aquí no se explica absolutamente nada. Pero nada, nada. Y eso, siendo una película que recorre el género zombie, el de posesiones, el de cultos (el suicidio colectivo es una de las cosas más inesperadas que haya dado el cine de terror jamás, está al nivel del susto de las tijeras en El Exorcista III (William Petter Blatty, 1990), el horror cósmico (esa masa informe final, deudora de La Cosa (John Carpenter, 1982) y hasta el terror que emana de los anuncios de accidentes de la Dirección General de Tráfico (aquí hay más piñazos que en el Crash de Cronenberg o que en Cannonball y Death Race 2000), es una bendición porque abunda en el aire de locura y permite que los espectadores, en la tradición del mejor cine, sigan dándole vueltas a lo que han visto para hacer sus conjeturas sobre cómo se unen los puntos, qué es lo que ha pasado.

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Jose Sanz
30/12/2025
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and you're the last one standing.” 

(Final Girl, Electric Youth)

Si la ruptura más grande de muro que se da en las ficciones cinematográficas es la que se produce debido a la necia manía de los espectadores por creer que han de coincidir al cien por ciento en las decisiones que asumen los protagonistas y sus cosmovisiones1 y resulta que ellos, los héroes y heroínas, empiezan a mostrar cierta autonomía de acción para con lo que se les supone deben de hacer en cada momento para que el público les siga cogiendo la manita, a nadie se le escapa que el terror (y, más concretamente, el slasher) es donde más transluce esta ruptura involuntaria del cuarto muro. Durante décadas era habitual escuchar a la gente en las salas un rotundo “¡Por ahí no, idiota, que está el malo!”o un obvio “¡En el armario no te escondas!” acompañado de toda clase de imprecaciones a los adolescentes atolondrados de Viernes 13 (Sean S. Cunningham, 1980), hecho que fue aprovechado para retroalimentar y fijar una serie de códigos y clichés en en género que llevasen a la imposibilidad de identificarse con nadie de esas pelis al establecimiento de unas pautas de disfrute bastante alejadas de lo que es el drama convencional. A una peli de terror de las de muchas personas muriendo una detrás de otra se va con expectativas bien diferentes a las del cine normal, y es un pacto tácito entre quienes urden las narrativas en un procesador de texto y quienes luego las disfrutan frente a una pantalla. 

Incluso el concepto de Final Girl, evolución más o menos contemporánea del primigenio Scream Queen2 hasta que aparezca un nuevo término que lo deje atrás y obsoleto, implica la negación de cualquier atisbo de identificación por parte de las espectadoras o espectadores de identidad fluida: saben en qué mundo viven y que nadie que esté viendo la película va a empatizar con la protagonista por ser la única que echa codos como si opositase a Fiscal General o se muestra reticente a perder la virginidad hasta cumplidos los cincuenta años. El de Final Girl, pues, es un concepto que evita la identificación plena (en la medida que nadie en sus cabales, con la excepción de la gente masoquista, se sentiría cómodo asistiendo al calvario de una mártir, algo que sirvió de premisa a la arriesgadísima Martyrs (Pascal Laugier, 2008)) pero que huye de definir o plantearle al espectador un personaje que se le oponga frontalmente en lo que dice, piensa y hace, ya que el suplicio planteado por el género reside en la concatenación de sustos, muertes y suspenses moderados, no en acompañar durante hora y media a una persona que se le atraviese a los espectadores.

No obstante, eso no implica que muchas películas del terror no polaricen por lo extremadamente atontados que son sus protagonistas y secundarios, pidiendo los espectadores que, por favor, les doten de un mínimo de cerebro, que ya saben que la principal función de esos personajes es ser descuartizados pero no por ello han de ir a los brazos del matarife con la alegría y el desparpajo con el que acudiría Odón Elorza a un Chiquipark. Dicha mínima elaboración de personajes se malinterpreta con ficciones meta tipo Scream (Wes Craven, 1996) en las que un cuarentón que se hace pasar por adolescente (en homenaje a las muy influyentes series nacionales Compañeros y Al Salir De Clase) declama en algunas escenas títulos de otras películas de terror o las reglas más o menos canónicas que cualquiera tiene en mente. Y no, eso no es un buen personaje. Es una exhibición de vaguedad e incapacidad creativa3, algo que con quince años flipas pero a poco que crezcas (dieciséis años) le ves las costuras y lo mucho que tiene de artificio efectista para ocultar la nadería que en realidad es. 

Dashcam (Rob Savage, 2021) es una de tantas y tantas pelis que he conocido gracias a mi novia. No sabía de su existencia (me refiero a la de la peli, no a la de mi pareja) y, cuando la puso un día a principios de año, quedé estupefacto por lo que acababa de ver. En esencia, un tren de la bruja en falso streaming. Si no la has visto y piensas darle un tiento, por favor, no leas más: Dashcam es una película que se sostiene por sus innumerables virtudes, pero se magnifica la sensación de locura si se ve sin saber nada sobre ella. Luego, más adelante, me sorprendí viendo en el repositorio de idiocia que es Letterbox que nadie la consideraba la película más importante de terror desde Posesión Infernal (Sam Raimi, 1981). Bueno, o al menos de ese tipo específico de terror del que sentó las bases la peli de Raimi al someter a Bruce Campbell (en la peli y sus secuelas, Ash) a innumerables perrerías. Es, a su manera, una adaptación para este nuevo siglo en su premisa elemental de putear a un personaje durante hora y pico de metraje, casi un dibujo animado extrapolado de su medio natural al de imagen de seres humanos y ghoules. Un poco hacer un recopilatorio de hora y media de lo que le ocurre al Coyote cada vez que el Correcaminos escapa de sus nefastas trampas y trasladarlo a un plano en el que las hostias y las amputaciones sí duelen.

Luego mi sorpresa fue en aumento al ver que el motivo esgrimido por los espectadores para defenestrarla era al que aludía en el primer párrafo, el usar un protagonista que, encima de no estar de acuerdo con lo que hace (y he aquí un detalle muy inteligente de Savage, pues es lo suficientemente ambiguo para no saber si hace sangre de los streamers o juega la baza de Michael Haneke en Funny Games4, el truco de generar malestar por darte la película justo eso que querías que ocurriese y que igual no te atreves a admitirte a ti mismo), cometía el sacrilegio de pensar de forma diametralmente opuesta a lo que es el “pensar correcto hegemónico”. Dashcam polariza a sus espectadores al nivel de, no sé, Seul Contre Tous (Gaspar Noé, 1998), quizá el ejemplo más claro donde alguien (Gaspar) se haya tomado la molestia de configurar el protagonista más execrable posible para tensionar el pacto tácito que (en teoría) ha de haber siempre entre ficción cinematográfica y espectadores. Dashcam y la película de Noé están hermanadas no ya en cuanto a negarle un asidero identificativo a la audiencia, puesto que ambas juegan a tantear un terreno que sobrepasa con mucho dichos asideros mínimos y deciden ponerse a sí mismas en contra de los espectadores desde el instante en el que optan por dotar de personalidad a sus protagonistas. Una personalidad que no es el cliché habitual de ¨personaje X haciendo cosas que también haría espectador X y que además tiene, oh, atributos compartidos por espectador X” y resulta que espectador X equivale a lo que haría el 80% de la población susceptible de ir a ver esa película y que tiene unas tendencias de consumo cultural y de subsistencia que mostrará en alguna secuencia y el Espectador X verá afianzado su lazo para con la ficción que se le da mascada. No. Aquí personalidad entraña no querer ser el resultado de un estudio de mercado ni de un sondeo de público objetivo o, caso de serlo, decidir ser lo opuesto, lo que no facilite las cosas. Una personalidad constituída por lo que mejor define a un ser humano: por lo peor de sí mismo, y en las circunstancias menos propicias para sacarlo a relucir.

Esto, lo de la decisión de Savage, lo de configurar una Annie odiosa, al final tiene un resultado que en algún momento la gente se dará cuenta de lo bien traído que está: Dashcam es la primera película de terror (al menos, que yo recuerde) en la que  la protagonista (al margen de si estoy o no en línea con ella en cuanto a su cosmovisión, sus bromas pesadas y su bocachanclismo)  termina haciendo lo que considero que haría cualquier espectador en su situación, sin necesidad de que otro espectador por fuera de la pantalla nos chille que por ahí no, que mejor por el otro lado: Annie huye de la boca del lobo y sólo se mete en ella cuando hay un buen fajo de billetes de por medio, parece que auxiliará a un herido hasta que una explosión le hace pasar de él y opta por mejor salvar su culo... y así con todo. Annie es la protagonista de peli de terror más sensata y próxima a un ser humano real que yo haya visto jamás. Y en una película en la que la vemos pasar del sinsentido de las normativas Covid (cunde más la primera media hora en cuanto a satirizar ese absurdo que las casi tres horas de Eddington (Ari Aster, 2025), aun estando resultona esta) al horror zombie y de posesiones para zanjar en el directamente de carácter cósmico/Lovecraftiano5, igual lo que no se le perdona ni a Dashcam ni a Annie es que de tan reales tengan su propia personalidad. Asumiendo el riesgo de ser odiadas por no traicionarse a sí mismas.

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1En realidad son tanto o más culpables quienes instigan esas ficciones fundamentadas en protagonistas identificables por distribuciones Gaussianas para no perder cuota de mercado en cines o plataformas. A estas alturas ya es imposible saber si fue primero el Cine sentando esa constante del “héroe identificable” o los espectadores para abonarse al formato tosiendo cada vez que un protagonista al que acompañar durante hora y media era persona áspera o de difícil agrado. Lo del huevo o la gallina, vaya.

2Ambos términos son una especie de guía de ruta para la protagonista, suponiendo casi que un condicionante: sobrevivirá, puesto que para algo es la última chica, pero se dejará la garganta en carne viva de tantísimo como se la va a putear durante la ficción, ya que es la reina del grito. Es decir, sabe que si sobrevive, que lo hará, será porque, de largo, es la que más va a sufrir de todo el elenco.

3De ese tipo de pelis meta sólo hay dos buenas, la sensacional The Cabin In The Woods (Drew Goddard, 2011), que además sus lecturas son más políticas e incluso de luchas intergeneracionales que de cuestiones sobre el propio cine de terror, y el falso documental Behind The Mask: The Rise Of Lelsie Vernom, (Scott Glosserman, 2006), que empieza en plan “falso documental marisabidillo” para trascenderlo y terminar siendo un slasher de propio derecho en su acto final.

4Funny Games (Michael Haneke, 1997 y 2007) tiene un mecanismo explicito en lo del mando a distancia, pero el gran mecanismo oculto de la película es conseguir que tú, espectador, te sientas mal contigo mismo por ver cómo dos pijazos torturan a extremos que igual ya para el final de la peli no te parecen igual de buena idea que cuando deseabas al principio que alguien hiciese algo así con unos protagonistas odiosos que se dedican desde la primera escena a reconocer piezas de música clásica en su todoterreno de alta gama camino de una casa con muelle privado.

5Otro puntazo a favor de Dashcam es que, en tiempos con una obsesión cerval por generar lore y perteneciendo a un género donde es norma no escrita que alguien explicite el cánon en la propia pelicula (la grabadora del sótano de Evil Dead, la turra con Jason y lo que le pasó de crío en Viernes 13, etc etc), aquí no se explica absolutamente nada. Pero nada, nada. Y eso, siendo una película que recorre el género zombie, el de posesiones, el de cultos (el suicidio colectivo es una de las cosas más inesperadas que haya dado el cine de terror jamás, está al nivel del susto de las tijeras en El Exorcista III (William Petter Blatty, 1990), el horror cósmico (esa masa informe final, deudora de La Cosa (John Carpenter, 1982) y hasta el terror que emana de los anuncios de accidentes de la Dirección General de Tráfico (aquí hay más piñazos que en el Crash de Cronenberg o que en Cannonball y Death Race 2000), es una bendición porque abunda en el aire de locura y permite que los espectadores, en la tradición del mejor cine, sigan dándole vueltas a lo que han visto para hacer sus conjeturas sobre cómo se unen los puntos, qué es lo que ha pasado.

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