Dientes negros, sueños en blanco. Los chavales de la nueva escuela pasean cargando el odio, cruzando el camino a patadas y arañazos. El pino está prohibido en el patio del recreo.
Ahmed tiene cuatro años, 28 de perro PP. Patea la pelota como un chaval de 10. Tiene las pestañas largas infinitas. Podrían peinar el viento. Cuando le acaricio la cara me llevo alguna sin querer. Y él pide por mamá. Porque ella venga a verlo.
Es pasional para el bien y para el mal. Te abraza y te golpea. Entiende un único lenguaje; el lenguaje del horror. Me pide que no le quiera. Me pide pelea.
Su cuento favorito es Robbin Hood. Su fruta favorita es el plátano. Le gusta el yogur de coco y no confía en que las cocineras le pongan pollo en lugar de cerdo.
Desea ser varonil, sacar pecho como un simio, dominar el cotarro. Es temido, como un gran líder maquiavélico.
Cuando pienso en él pienso en Jeremías 31:29: “en aquellos días no dirán más: los padres comieron uvas agrias y los dientes de los hijos tienen dentera”.
Me veo reflejada en él. Comprendo su delirio desenfrenado.
Pienso que la pasión nos protege de la inestabilidad. El amor persecutorio, el afecto, el control. Cuando todo es pasional y desorganizado, cuando la vida debe darse en la tormenta. Necesitas olvidar de dónde vienes, los errores que cometiste, las amigas que dejaste pasar.
A veces pienso que morir sobre una bicicleta debe ser una muerte dulce. El roce del sillín con el culo. El asfalto caliente. Todo lo que soy encima de dos ruedas es mejor que el escaparate del VIPS, que el hombre ratón de la mesa 7.
Lo que más me atrae de la idea de desaparecer es saber si todas esas personas que me hicieron tan infeliz llorarían por mí. Rechupeteo las lágrimas que cubren sus rostros pálidos. Fantaseo con que su vida se convertirá en un infierno, que la culpa la cargarán como una cruz. Aquel chaval que me besó en la discoteca, aquel supervisor de Tecnocasa. Ojalá lloréis por mí.
Pero lo cierto, lo más honesto y sensato, es reconocer que toda esta destrucción que me rodea tiene un fin: descentralizar lo importante.
Cuando todo se tambalea es fácil poner el foco en un punto fijo. A mí me pasa con salir corriendo de los sitios. Un clásico. Un castigo rápido y eficaz.
La primera vez que salí corriendo tenía 16. Vivía en Vigo por aquel entonces. Me dedicaba profesionalmente al baloncesto aunque mi padre tuviera que pagar la ropa, los viajes y algún plato roto. Jugaba en el equipo de la ciudad. De aquellos años recuerdo pocas cosas buenas. Muchos golpes y conversaciones incómodas con adultos mezquinos. Me fui de la ciudad en cuanto vi la oportunidad.
La segunda vez que me marché vivía en los Estados Unidos de América. Así recuerdo que lo decían en las películas. Hacía mucho frío y se disparaban las alarmas constantemente por hombres armados en el campus. Yo no tenía miedo porque el McDonald’s ofrecía una carta variada en smoothies. Mis mejores amigas eran las ardillas salvajes, que me esperaban nada más salir al frío helador. Mis compañeros de universidad no tenían nombre para mí. Nadador #1 y Nadador #2. Hacían salto de trampolín y se comunicaban conmigo mediante galletas asiáticas. Pero la soledad apretaba más que la dulzura.
A veces fantaseo que me gradúo a lo grande como las cheerleaders que sueñan con encontrar la cura del cáncer. Tonteo con el pasado como tontea un niño con la chapa de una botella. Pero como nada de eso va a ocurrir ya y las cheerleaders no van a encontrar la cura de nada, me consuelo en las fotos de gente feliz en TripAdvisor.


Marché y marché y marché. Visité otros países y ciudades y en todas y cada una de ellas me perseguían los adultos mezquinos. Sus ostentosas barrigas peludas. La saliva que brotaba de sus dientes torcidos y se estampaba contra el iris de mi ojo.
Ahora que vuelvo a marchar, sin huir esta vez de nada, dejo la ciudad con la tranquilidad de un soldado. Me voy, y no me acordaré de vosotros. De aquí, de esta ciudad en la que no hablan las plantas, ni las fuentes, ni los pájaros.
Mi salvación fue para otros un fracaso; mi tristeza, debilidad. Pero vosotros, asesinos de la solidaridad, estáis dormidos, y dormidos moriréis. Y mientras yo esté despierta, consciente e infeliz, tendré el control —el absoluto control— y la certeza, de que no hay nada malo en mí, de que no os he abandonado.
Espéranme augas limpas, infinitas mareas, amencer pola mañá cediño.
Vente rapasa, vente comigo.