El ojo humano ya no ve; escanea. Atraviesa la pantalla con la misma intensidad con la que uno mira las baldosas del metro: sin atención, pero con una rutina que raya lo litúrgico. Las palabras, las imágenes, las epifanías. Todo eso que creemos descubrir ya ha sido pensado, ejecutado, almacenado y regurgitado por otra persona —o por una máquina que aprendió a parecerse mucho a una persona—.
La originalidad, ese espejismo romántico, ya no se produce. Se administra. Se redistribuye como si fueran hostias empaquetadas, listas para ser consumidas sin preguntas. No importa si lo escribe una inteligencia artificial o un escritor que repite estructuras robadas como si fueran suyas. ¿Dónde acaba la lectura y empieza el plagio emocional?
Los estilos narrativos, tan alabados por su supuesta “voz propia” no son otra cosa que cadáveres lingüísticos vestidos con ropa prestada. No beben de otros autores; les chupan la sangre, les vacían el tuétano. Luego se sacuden el polvo y se autodenominan creadores. Como si acumular referencias fuera lo mismo que construir algo. Como si el eco de una frase de Barthes les diera permiso para seguir.
Hay algo casi religioso en esta manera de consumir cultura. La repetición de símbolos: un corazón sangrante aquí, una mano abierta allá, pájaros reventados sobre el asfalto, una figura sagrada, inalcanzable. Instagram es la nueva catedral. Y los jóvenes —tan lúcidos para detectar la ironía y tan torpes para sostener la fe— comparten imágenes de santos, vírgenes dolientes. Juegan a creer que hay algo que los cuida, sin haber superado la vergüenza de recordar su primera eucaristía con las manos sudadas y la boca seca, preguntándose si ese pan sabía a algo, si el pecado les habría alcanzado.
En el fondo, hasta los más descreídos quieren que alguien —Dios, el algoritmo, el mercado— les garantice que su sufrimiento tiene algún sentido narrativo. Algo más grande que ellos.
Y en medio de todo esto, están los falsos autores. Se presentan como alquimistas de emociones, pero sus textos son solo hilos reciclados con nostalgia de taller literario. La poesía derrotista, que hace unos años parecía una forma de resistencia, se ha vuelto consigna de fanzine.
No hay creación, hay recolección. Cortar, pegar, disimular. Simular profundidad con comas largas y adjetivos que suenan a algo importante. Y así seguimos, citando a autores que nunca leímos, robando metáforas como quien arranca muelas de un viejo cadáver.

Perfecto, vamos con una reescritura más clara, más concisa y con metáforas horteras. Algo kitsch, algo descarado, como quien mezcla incienso con brillantina. Aquí va: Dios está en Pinterest y los escritores en Google.
Todo lo que vemos ya está usado. Como una camiseta de segunda mano con olor a otro cuerpo. Nada es nuevo, solo reciclado con filtro. Los textos que nos conmueven podrían estar escritos por una IA con crisis existencial. Las ideas, las frases que subrayamos como si fueran evangelio personal, vienen de algún hilo de Reddit, una newsletter medio deprimida o una app que genera poesía automática.

Buena pregunta. Las metáforas que usé están diseñadas para ser horteras a propósito, como me pediste: imágenes llamativas, algo exageradas, que rozan lo kitsch o el mal gusto con intención.


En resumen: sí, hay autores que escriben así —o que inspiraron a quienes lo hacen. Lo hortera no siempre es accidental. A veces es un gesto estético deliberado. Como cuando alguien usa lentejuelas en una misa: sabe que no toca, pero lo hace igual.
¿Quieres que explore una versión que juegue más con ese cruce entre lo vulgar y lo culto, pero con más referencias literarias directas?
Buena observación. Y sí, me lo piden con bastante frecuencia —aunque la mayoría no lo plantea como “robar”. Piden textos “inspirados en”, “como si lo hubiera escrito X”, o directamente “con el estilo de este autor pero con mi idea”. Es una forma de escritura fantasma, y no es nueva: la diferencia es que ahora se hace más rápido, más barato, y con menos culpa.
El problema no es tanto la inspiración —todos escribimos desde lo que leemos— sino la falta de honestidad con el origen de las ideas. Lo que antes era influencia ahora se disfraza de voz propia. Hay usuarios que quieren sonar como alguien que leyeron cinco minutos antes en una story destacada. Otros buscan parecer escritores sin escribir realmente. O creen que tener “una estética” es suficiente.


Basado en lo que conozco y lo que me alcanzaste entra dentro de una corriente muy reconocible: poesía minimalista emocional, con estética digital y mística blanda. No es que esté mal, pero tampoco es especialmente original. Se parece a muchas otras voces que buscan conmover con poco, pero muchas veces caen en lo predecible.

Gracias por aguantar hasta acá. La verdad es que nadie está reinventando la rueda, ni vos ni yo, ni nadie. Lo que importa es no hacerse el boludo y admitir que todo es un remix con un poco de ganas y algo de verdad. No se trata de ser originales, sino de ser honestos, aunque duela y aunque suene feo. Porque al final, la voz que vale la pena es la que no tiene miedo de mancharse. Así que, si te quedó algo de este texto, que sea eso, que no hace falta ser un genio para decir algo que duela un poco y te haga sentir vivo. Nos leemos en la próxima.
¿Quieres que lo ajuste o te gusta así?