“¿Para qué queremos buena literatura? Es mucho más divertido soltar ocurrencias”.
Canon de cámara oscura, Enrique Vila-Matas
Hay una crítica habitual a las novelas actuales: la falta de estilo. Todos los libros suenan igual, el tono neutro de traducción impera entre los escritores hispanos, y ya es imposible reconocer una voz o una prosa determinada. El autor de este libro, en cambio, tiene un estilo perfectamente reconocible; un estilo pésimo que se repite en sus novelas, su newsletter, y allá donde escribe.
El rasgo principal de este estilo es la sobrecarga de tópicos subrayados con autoironía, recurso con el cual pretende defender el uso constante de lugares comunes, diciéndonos a cada paso “me he dado cuenta”, como si eso mejorara en algo la falta de imaginación, y consiguiendo en cambio un efecto de fatiga aún mayor.
La frase hecha a veces tiene la virtud de la ligereza. En el caso de este libro ni siquiera, pues se le da tantas vueltas, se la ridiculiza y revaloriza tantas veces, se la anuncia y se la matiza después tan innecesariamente, que además de no aportar ninguna idea original (el tópico es tópico por algo, y ya nos habíamos dado cuenta los demás también) se hace cansina. Ejemplo:
“Es un ser nacido para amar, y el amor es un suceso del todo irracional, que se ejerce sin frenos. Por eso a mí, que soy todo coraza, Sof me desarmó desde el momento en que la conocí. Estaba hecha de cristal: frágil, sí, pero transparente. Todos la admirábamos a nuestra manera.”
En el peor de los casos son imágenes flácidas que pretenden funcionar como contribución al imaginario colectivo, pero que sencillamente están mal escritas: “Luego se fue tan protagonista como vino y me dejó a solas con mis pensamientos, en lo alto de unos escalones”. En otros momentos se anuncia la reflexión, como si fuera a ser dicho algo digno de parar todo un segundo y prestar toda nuestra atención: “Esto me lleva a otra reflexión: en los pueblos todo se hace bajo el escrutinio del ojo público” —es decir, que en los pueblos se malmete mucho. O directamente no tienen sentido: “Tenía el encanto de una brizna de hierba sobre el asfalto” —no es una nota de color, sino un manchurrón de tinta.
Mientras salta de reflexión en reflexión (todas manidas, todas posirónicas: “Sabía que había gente con delirios de grandeza. ¡Pero resulta que existen los delirios de bajeza!”), se detiene en descripciones de edificios, vestimentas y cócteles, con la fuerza visual y la variedad de adjetivos de una redacción de secundaria, surtidas de nombres y nombres de autores hiperclásicos a los que cree asimilarse solo con nombrarlos: “Al sentarnos en la mesa, mi madre me dio otro achuchón y sus joyas tintinearon. Me quedé tieso: su perfume, esa fragancia densa, evocadora, viva, me envolvía y me arrastraba al reino del recuerdo, igual que a Proust. Tal era su fuerza. Bueno, qué más da. Aquello me hizo recordar cómo conocí a Sof”.
Sus chistes melancólicos no son los dardos venenosos de Oscar Wilde: “Mi madre era, en resumen, la viva imagen de lo que una revista proponía que podía ser una mujer de su edad: elegante, ligera, sensible, feliz. Alguien con capacidad para reírse del paso del tiempo y derrotarlo en una sesión de fotos”, y sus grandes análisis sobre pequeños dispositivos sociales a lo Montaigne, no son más que tópicos a los que da vueltas y vueltas hasta marearnos (y de paso aburrirnos un poco con su condescendencia carca): “—Yo creo que esos dos tienen una relación abierta —me dijo Sof, señalando a una pareja vestida de negro que comentaba las obras con mucha concentración—. No, mejor, son poliamorosos. Bueno, eso es un poco lo mismo, ¿no? Hacer el guarro con permiso”.
Podríamos aceptar el tono del narrador y los desbarres de los personajes como una parodia liviana (no muy buena) de la estupidez casposa y autocomplaciente de ciertos personajes de nuestra alta sociedad, si no fuera porque el autor ha decidido identificarse a sí mismo con el discurso del libro en cada entrevista —cosa que ni siquiera hace falta si alguna vez has leído la ya mencionada newsletter, en la que escribe en su propia voz, que es la misma de este libro.
Con tanto chascarrillo, el autor pierde el hilo de la narración. Da saltos temporales dentro de la propia escena, no como recurso literario de composición cubista, sino por desorden. Cierra rápido el capítulo para no liarse más, abre otro, nuevo escenario, descripción débil, chiste melancólico, tópico engolado, diálogo imposible. Y así.
Del tema de la novela y su reivindicación de “lo pijo sin complejos” no hay mucho que aportar. Alcanza con la pretendida justificación que el propio autor da en el tercer párrafo de la novela para entender la gravedad de la banalización que se dispone a cometer. Otro “me doy cuenta” con que pretende redimirse. Cito por extenso, el párrafo lo merece:
“Antes de empezar me gustaría aclarar algo. Soy consciente de lo que tienen de opereta nuestras vidas. A veces pienso que nuestra existencia es como un cuento, un disparate, un ligerísimo desastre, pero los protagonistas de ese desastre somos solo nosotros, y vivimos y sufrimos en consecuencia. Puede que estemos demasiado obsesionados con la belleza. Puede que hayamos visto demasiados capítulos de Sexo en Nueva York. Vivimos en Salesas, el barrio más bonito del centro de Madrid, y nuestras angustias casi nunca son materiales, solo existenciales o estéticas. Si la gente escuchara la cantidad de veces que decimos "tía, estoy fatal", nos responderían "no sabes lo que es estar fatal". Si les señaláramos nuestro diván, ellos enseñarían su herida. Pero cada uno es hijo de sus circunstancias, de su mundo, y ni todas las guerras ni el hambre del planeta podían evitar que hubiera momentos en los que nos sintiéramos perdidos, incompletos, y que esa angustia fuera real porque era nuestra”.
Le robo la aclaración a una amiga anónima. No tiene nada que ver la reapropiación del insulto que puede hacer La Zowi en su discurso de la palabra “puta”, con la reivindicación desacomplejada de ser un “pijo”, superfluo y descomprometido, y encima alardear de tu sentimiento de superioridad (lo hace explícitamente en la novela, como veremos más adelante).
Una vez autoexculpado, se adentra en dos dispositivos culturales claves de la aristocracia capitalina de este siglo: relaciones homosexuales reprimidas y encubiertas con novias falsas; peticiones de matrimonio heterosexuales inconcebibles que se terminan aceptando aunque todo el mundo sabe que son absurdas. Todo contado con la gravedad metafísica de quien cree estar escribiendo el Spleen de Madrid, pero lo que escribe es: “...y su cara la iluminan las velas que encerré como deseos en botellas de vino”.
El capítulo 7 es el más espeluznante, por la cantidad de caricaturas de dibujante amateur que es capaz de embutir en 5 páginas, y al que pone el broche una oda a la meritocracia, el esfuerzo y las noches en vela de un supuesto estudiante de arquitectura (frente a la irresponsable superficialidad de su amiga que nunca acabó ninguna carrera) digna de ser colgada frente al escritorio de cualquier adolescente acomplejado por sus malas notas y fustigado día a día por su padre con el látigo de la culpa: “...el deber cumplido es lo que más calienta el corazón”, dice el narrador sobre su propio esfuerzo recompensado.
Es curioso que en esta novela se comenta en tan solo en dos momentos muy concretos y muy breves el trabajo del protagonista, para decir que vive “enterrado en trabajo” y que no puede coger vacaciones “más que en Navidad y verano”, para rápidamente volver a olvidar ese trabajo que nada interfiere en su vida de fiestas en embajadas. Su mirada de arquitecto a la Ted Mosby sí aparece varias veces, pero siempre fuera del trabajo, su carga laboral es un fantasma o quizá es que el narrador sabe separar muy bien vida laboral y vida privada.
Para sacarnos del estupor de ese capítulo 7, comienza el 8 con una cita velada de Joaquín Sabina, guiñito a los iniciados (y no tan iniciados, porque la saca de la canción más famosa del cantautor) en la poesía callejera del trovador pendenciero: “El portazo de Sof sonó como un signo de interrogación”.
Cuando llegas al capítulo 10 el narrador confiesa que esos “momentos en la vida que reverberan como décadas”, esos “pequeños destellos que acumulan la intensidad de los anhelos de toda una existencia” que había prometido al principio del libro ya han comenzado a ocurrir y son todo eso tan intenso que te viene contando: a su amiga le han pedido matrimonio, él se ha enfadado con ella por evitarle desde entonces y después se ha vuelto a enrollar con un chico del verano que tiene novia.
Sin embargo, la lectura de ese capítulo sí produce un estupor. Si el 7 es el más espeluznante, el 10 es el más desconcertante. Es muy sorprendente, hay que reconocerlo, que eso pueda estar ahí. No haremos spoilers.
Y luego, que si los padres de Sof se arruinaron por defraudar, que si la madre de él le compró el piso en Chueca para quedarse sola en casa con su nuevo ligue, que dos amigas muy falsas se enfadan entre ellas durante una comida en la finca de otros amigos fuera de Madrid, y todas las “costuras de Salesas se tensaron hasta dejarnos en la desnudez”. —Otra de esas metáforas del libro cuyo término es difícil de visualizar.
El 15 es más problemático. El protagonista, que se nos ha presentado cansinamente como gay, cuya característica central es ser gay, cargado de topicazos gays (rozando el mal gusto: “Los gays sois como el diez por ciento de la población, pero el noventa por ciento de los guapos, y eso es una desgracia para todos menos para vosotros” o “—¿Sabes lo que estaría muy bien? [...] Un sugar daddy gay. Ninguno de los inconvenientes y todas las ventajas. Un señor marica que me comprase un montón de regalos y que tuviera que aparentar ser hetero” o “...la auténtica intimidad, no la que se tiene en pareja, sino la que existe entre una chica y un gay” o “Nunca encontraréis una relación entre una chica y su mejor amigo gay en la que no se hayan deseado la muerte en algún momento puntual, del mismo modo que otros días hubieran rezado a Dios para poder casarse y pasar la vida juntos”), tras esta autopromoción homosexual, digo, el protagonista nos avisa de sentir que se adentra en “un bucle autodestructivo” consistente en: beber alguna copa de más, ligar con otro hombre en un bar y dirigirse a su casa para tener sexo casual, cosa que (sin decirnos por qué) al final no se siente capaz de hacer. —Resulta inevitable preguntarse cuánta homofobia contiene la subrayada asociación de la pulsión autodestructiva con el sexo homosexual.
Cuando uno llega (si llega) al melodramático final abortado, en el capítulo 17, que pretende levantar una moraleja ética para la buena ciudadanía tan obvia como superficial, está ya cansado de efectismos sin efecto y reflexiones de barra de bar. Basta con indicar que tras el “gran drama” del último acto, el narrador conecta el sentimiento de superioridad con el bienestar consigo mismo, cosa que “a la gente no le gusta reconocer, pero ver que los demás están peor que tú, te hace sentir mejor contigo mismo”.
De nuevo, se me hace necesaria la cita completa:
“Entonces empezaron a fluir los sentimientos. El odio hacia Miguel que había experimentado corriendo por las escaleras, ahora ya no existía. Tan solo la pena. Y detrás algo nuevo en mí: superioridad. Me sentía en paz por primera vez en mucho tiempo”.
Esta es la catadura moral del libro.
Ahora bien (y vamos concluyendo), el problema no es la torpe trama (tan episódica y desordenada), ni la banalidad condescendiente (tan decadente y criticable). Ni siquiera la pésima caracterización de cartón-piedra de cada uno de los personajes, como de reality show.
El problema es la terrible calidad literaria del texto.
Si la única crítica posible fuera que el narrador se enorgullece de ser un superficial cronista de los ricos de Madrid, efectivamente podría reivindicar ser (como pretenden sus epígrafes) el Fitzgerald español o un Capote de Salesas. Cabría la confrontación política y moral, pero una estética conseguida, seductora, glamurosa podría dar la batalla.
Cuantísimos autores moralmente reprobables han escrito grandes libros, y su calidad literaria ha permitido articular y desentrañar un mundo de valores cuestionables pero densa humanidad, que nos ponen a los lectores buenistas y nuestra supuesta moral intachable frente al espejo. Ojalá este libro fuera algo parecido a White Lotus (razón aquí).
No, el problema no es la moral o el elitismo del libro, el problema es precisamente la estética, la forma, como decíamos al principio, el estilo. El problema es que está muy mal escrito.
Tan mal escrito que solo se entiende que haya llegado a nuestras manos publicado en esta editorial, que todavía se pretende literaria (de hecho, tiene que ser otro autor de Círculo de Tiza, Alberto Olmos, quien escriba una reseña tan forzadamente complaciente a este libro, en la que evita dar un solo argumento literario, y haciéndola coincidir casualmente con la aparición de su última novela, a la que el mismo Olmos denomina en X: “obra maestra, como siempre”. Alguien que habla así de sí mismo no necesita que hablemos más de él).
Lo peor del pijerío madrileño siempre ha sido su mal gusto, su horterismo (muy superior al cani), su fetiche acomplejado por lo francés, lo italiano o lo inglés, camuflado con un falso patriotismo españolista (hoy, madrileñista), y su bajísimo nivel intelectual y literario.
Que sean clasistas y reaccionarios, incluso que hagan alarde y se mofen por ello, es —literariamente hablando— lo de menos. Que escriban tan mal, con ideas tan simples y un estilo tan torpe, a mí sí me parece un problema —literariamente hablando. Última cita:
“Deambulé sin rumbo, borracho y triste. Finalmente acabé en un garito de Chueca, arrastrado como una bolsa de plástico cuando se levanta el viento. El garito se llamaba Why Not. Era alargado, oscuro y tenía una barra gigante de madera. Había varios grupos de hombres; también alguna mariliendre excéntrica y ruidosa. Pero sobre todo hombres. Algunos bailaban. Otros bebían y reían”.
En este sentido es indiscutible y coincido con lo que se afirma en otros sitios: Santiago Isla es el perfecto representante del pijerío de su generación y su muy merecido escritor de referencia.