Después de unas semanas de pausa, retomamos Gente que piensa con su quinta entrega. Volvemos a transitar esos territorios donde la soledad se transforma en paisaje en un mundo hiperconectado, donde la nostalgia desdibuja las fronteras y las palabras y la imaginación trazan una vida posible.
Tres fotografías. Tres relatos. Un nuevo umbral entre la realidad y la ficción.
Seguimos compartiendo cada quince días, aquí, en sustrato.io.
1º Escribes canciones cuando me miras, se lo digo a todo el mundo, le digo: escribe canciones que solo puedo escuchar yo

En El Retiro no se escucha el murmullo de la ciudad. A veces, muy suave, suena una canción de jazz que se mezcla con el viento. El agua siempre se mantiene en calma. Es como si desde las nubes descendiera un silencio extraño, agradable, un velo que cubre los árboles y los impregna de voces intactas. A veces, si cierras los ojos, puedes escuchar tres palabras: olvídate de todo.
Tú y yo lo entendemos mejor que nadie. Entre paseos sin rumbo, hemos hecho un pacto con el silencio o algo parecido. No necesitamos hablar; basta con mirarnos y el aire se llena de palabras invisibles que chocan, se entrelazan, se agarran unas a otras. Veo miles de palabras escaparse de tu mirada: escribes canciones cuando me miras, se lo digo a todo el mundo, les digo: ella escribe canciones que solo puedo escuchar yo.
Más tarde, cerca del estanque, sucede todo: una pareja se mira y otra se besa. Un niño corre y otro llora. Un artista dibuja y otro toca el arpa. Hay infinidad de historias que comienzan en El Retiro porque El Retiro no es un parque. Quiero decir, no es solo un parque. El Retiro es, muchas veces, la respuesta a muchas preguntas.Y aunque allá fuera todo es ruido —ese ruido de la ciudad, de los coches, de las motos, de las voces ajenas—, tú y yo nos entendemos a la perfección. Pero eso no es lo mejor. Lo mejor de todo esto es que hablamos sin esfuerzo y nos entendemos sin esfuerzo mientras el mundo se llena los bolsillos de desesperación.
Tú y yo no somos así, tú y yo nos entendemos a la perfección porque nuestras palabras no son palabras. Cuando hablamos tú y yo, quiero decir, cuando nos miramos tú y yo, es como un juego.
2º Papá también tiene monstruos, Claudia, pero no son tus monstruos

A veces me pregunto si Claudia se da cuenta de lo que estoy haciendo por ella. Me mira y es todo risa, inocencia, un mundo feliz, un mundo nuevo dentro de un mundo sin mamá. Hago lo que puedo. Todo y más. Y no me cuesta admitir que la vida me supera muchas veces cada mañana pero uno aprende que nunca cabe un “No lo sé” en la boca de un padre. Porque un padre siempre da respuestas, aunque no las sepa. Siempre buscará las palabras y esquivará el miedo con una sonrisa que se va haciendo pequeña con los años. No pasa nada.
Casa, colegio, trabajo, colegio, casa. Piensa que lo tengo todo bajo control. Que papá siempre sabe qué hacer, que papá siempre tiene fuerzas, que papá siempre tiene la respuesta, como un mago. Lo cierto es que no. Lo cierto es que no siempre sé por dónde seguir, pero sigo. Porque está ella delante. Casa, colegio, trabajo, colegio, casa. Y sé que hay quién habla de mí y quién me ve roto en mil pedazos luchando haciendo como que no pasa nada. Y no pasa nada porque sigo y la vida sigue y llega un poco enque me da igual. No hay tiempo para pensar en cómo te ven los demás. Las noches pesan más de lo que me gustaría admitir, eso sí. El trabajo no es perfecto pero me da libertad para que Claudia sea lo primero. Y cuando ríe, cuando dice “mira eso, papá” , todo se aplana, se llena, se deshace. Todo desaparece por un instante. Es como resumir el mundo.
Papá también tiene monstruos, Claudia, pero no son tus monstruos.
3º Maite no va a llamar y yo ya he aprendido a caminar sin esperarla

Otra vez aquí, delante del viejo cartel del hotel, delante de esas frases que a Maite siempre le parecían una broma. En Madrid nadie llega a ningún sitio, todos pasamos de largo, decía. Yo entonces me reía y ahora solo escucho un eco.
Desde aquellos días por Santa Pola no he vuelto a saber más de ella. Alquilamos un apartamento modesto, vivimos tres tardes lentas, sin prisa y con alguna serie a medias. No sé cuándo volveré a Madrid, y después fue el silencio. Ni un mensaje. Ni una llamada. Nada. Me pregunto si soñé aquellos días. Sería capaz de hacerlo. Me pregunto si Maite existió o fue un paréntesis. No me fío ni de mí por el daño que me han hecho.
Me detengo unos segundos -a estas alturas no hace falta quedarme mucho más- y lo entiendo: hay ausencias que se quedan a vivir dentro, como una habitación cerrada. Ajusto el sombrero, a veces es lo único que me reconforta, y sigo.
Maite no va a llamar y yo ya he aprendido a caminar sin esperarla.