Siempre lo habíamos esperado, aunque no de esta manera. Formas de vida extraterrestre visitaron la Tierra en algún momento entre 20xx y 20xx. Pero no fue a nosotros a quienes visitaron, sino a nuestros árboles.
Es la conclusión unánime de largas investigaciones. Todo empezó en Normandía, en cierta granja cuyos árboles dieron un día un fruto extraño. A ellos siguieron otros: en Perú, India, Sudáfrica; ciertas regiones desérticas de Mongolia. Se analizó la composición de los frutos y no cupo la menor duda: no tenían origen terrestre.
De por qué lo hicieron o si se llevaron algo consigo (o lo dejaron tras de sí) no supimos nada. Los frutos, en cualquier caso, murieron tiempo después, y nos quedamos de nuevo sumidos en el silencio. A la alegría inicial siguió pronto una blanda melancolía, y después una apatía diáfana, gris. Aún seguimos en esas.
Se concibieron filosofías, sistemas. Hubo en el principio una vibrante asimilación del contacto: no estábamos solos, todo lo que creíamos saber hasta entonces era falso, etc. Se dio al traste con buena parte de las religiones, edificios levantados sobre el hombre como principio y destino del universo, pero poco más. Nada vino a sustituirlas. Algunas guerras terminaron, empezaron otras; aumentó el número de suicidios. También se dio una segunda vida a ciertos autores. Pícnic al borde del camino se convirtió en un éxito superventas.
La única respuesta fue que habíamos sido pasados por alto. Cuestión difícil de digerir; los hay que habrían preferido la invasión clásica. La lección que nos reservaba el universo era que no había lecciones. La catarsis: que no había catarsis1.
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1 La vida humana es un acontecimiento cualquiera. Leí en algún sitio que pensar es una propiedad del cerebro lo mismo que arder es una propiedad de la madera.
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…El sueño es el siguiente: asciendo por un tramo de escaleras. Piso a piso los números se suceden: primero, segundo, tercero…, trigésimo cuarto, quinto, sexto. Por alguna razón me inquieta no haberme detenido en un mismo piso, el cuarto sigue al cuarto sigue al cuarto, pongamos; como si el hecho de estar atrapado en un bucle fuese de algún modo tranquilizador. Pero no: aquí una planta sucede a la siguiente, hasta el infinito. Me atenaza una terrible congoja, y cada vez estoy más cansado. En cierto punto ya no distingo los números, me cuesta coger aire, se me nubla la vista. Me siento en el rellano a descansar, y en ese momento un hombre se cruza conmigo. El hombre deshace el camino en sentido contrario, se agarra ansiosamente a la barandilla, ni siquiera repara en mí. Yo le pregunto que adónde conducen las escaleras, y me dice: yo iba a hacerte la misma pregunta.