Qué corto e incluso frívolo queda decir que Jane Goodall dedicó toda su vida al estudio de los primates, como quien coge una calculadora para ver si le cuadran las cuentas. A golpe de titular, en el lenguaje y lo mediático, se desviste la riqueza de toda una vida. Un vida vivida. Sin más adjetivos, que es ejemplar por su mirada de asombro hacia todas las cosas, e incluso la muerte, que ella definió como la última aventura que le quedaba por vivir a los 90 años. Entre todas las entrevistas y vídeos que han salido tras su muerte, junto a su característica coleta plateada (la misma que llevaba cuando empezó con 26 años a observar primates en Tanzania) sorprendía ver en sus ojos una inocencia y bondad propia de los animales y los niños, la misma que trasluce también las últimas fotografías de la poeta Mary Oliver, un ser más entre los seres del bosque. Supongo que pacíficas es una muy buena palabra para sintetizar ese sentir. Entonces no. No va solo de primates. Va de una mirada que es vocación de asombro. Hacia todas las cosas; hacia el ser humano en armonía con todas las cosas. Al ser humano en su justo lugar. Al ser humano despojado de su asquerosa identificación con “usuario” o “consumidor”, que se fragmenta en la soledad de su especie.
Hay como una especie de infantilismo o reduccionismo al hablar de ecología a nivel social. Como cualquier tema que quepa en un folleto de campaña, este también cae en el agujero negro de los pros y los contras, como una lista de conveniencia. Viendo la vida de Jane, es una línea de vida tejida sin doblez, porque para ella no existía ni siquiera ese espacio de planteamiento de pros y contras, simplemente ha existido la vida con su misterio desarmado, tan natural como lo es el agua para el cuerpo.
Qué diferente es la potencia de una vida que ha encarnado lo que ha venido a ser. Idea, como diría una gran amiga, sintetizada en la palabra vocación, que en el caso de Jane fue hablar de la naturaleza tal y como se plantea en el escenario político. Que de político realmente no tiene nada. Es más, la vida de Goodall da sentido a la palabra política, y no al revés, en el compromiso hasta el final de sus días por la defensa del medio ambiente. Su legado hace que las cosas caigan por su propio peso por su arrebatadora sencillez, su reconocimiento límpido de la realidad toda. Como el canto de las criaturas de San Francisco de Asís o la poesía del árbol de Thomas Merton: “Un árbol da gloria Dios, ante todo siendo un árbol”. En este sentido, este fragmento de una entrevista suya es profético. Hace al tiempo inmortal en el presente. Protege la vida. Es.
“Recuerdo estar sentada en el bosque un día sola y una preciosa mosca (no había visto nunca una así), era de todos los colores, solo así de grande. Se posó en mi rodilla y la miré. Mi mente dijo de inmediato: ‘Es una mosca’. Y en cuanto dices ‘es una mosca’, le quitas la magia. Y, sin embargo, no podemos evitarlo. Así nos criaron, algo debe tener un nombre. Pero me esforcé mucho en ese momento por pensar en ella como un ser. Como parte de este hermoso tapiz natural de la vida. Y para mí, es como un pensamiento, una conexión total conmigo y con la naturaleza, la vida silvestre que me rodea. Y si tengo alma, entonces es un pequeño fragmento de esta asombrosa armonía. Este espíritu. Y si yo la tengo, también la tiene esa pequeña mosca, la mariposa y el árbol en el que estamos sentados”.
Es que no hace falta decir nada más.