Bueno, a ver cómo empiezo este texto. Antes de tocar el barro, como referencia y ojo spoiler, voy a decir que lo que más me ha gustado de leer el libro “Yoga” de Emmanuel Carrère este verano es el ejercicio de honestidad quirúrgica que hace de sí mismo y la metarrealidad que hay en esa obra. El colega tenía una gran pretensión sobre el libro que quería meditar, valga la redundancia, porque su intención era escribir sobre la experiencia de hacer un retiro de Vipassana y el maridaje de su práctica espiritual con su carrera como escritor. Le brotó otra cosa. Valga la redundancia también porque le dio un brote, literal. Un poco así es este texto, tenía una idea más o menos concreta de lo que iba a ser pero, cada vez más, escribo menos, por esa cosa de que lo que narras te acabe comiendo y pisar la orilla artística se convierta en un chapoteo en lugar de una contribución.
Sin embargo, la tensión de Carrère con su sed creadora no le da más opción que publicar un libro que iba a ser canelita de cielo y torrezno zen y acabó incluyendo su ingreso en el psiquiátrico tras los atentados de París. El ejercicio aquí es que eso también forma parte de su experiencia vital y de autoconocimiento. Y no sé qué camino espiritual hay en la vida si no atraviesa el autoconocimiento. Así que ahí voy: este va a ser un texto sobre la homosexualidad y la diversidad sexual en la iglesia católica. Sí, católica. Del 21 de agosto al 25 tuvo lugar en Madrid el Global Network of Rainbow Catholics, el encuentro mundial de católicos LGTBIQ+ que incluía ponencias como la del sacerdote gay James Allison, que ha publicado un libro llamado “Una fe más allá del resentimiento” y que atrajo a personas del colectivo de todo el mundo, africanos incluidos. Digo África porque me parece importante: a día de hoy una treintena de países de dicho continente criminalizan con penas de cárcel (e incluso cadena perpetua en Uganda) las relaciones sexuales entre personas del mismo sexo. Uno de los chicos que estaba allí, de hecho, acababa de abrir un centro de rescate para personas trans en Kenia, la mayoría de ellas expulsadas de sus casas y enganchadas a la droga. Consiguió la casa a través de un misionero español. Así que bueno, ahí estábamos: una tribu de personas creyentes de todo el mundo compartiendo vida y fe. He de reconocer que me planteé mucho si ir o no, especialmente porque en lo que se refiere a la identidad, reivindicarse desde una herida se puede convertir en una cárcel. Y es jodido ser una víctima, aunque es más jodido no darle espacio a lo que duele. El papel de víctima es cansino. Hace que te identifiques con una insuficiencia, y genera mecanismos de protección de aparente seguridad que drenan mucho la energía. El intelectualismo, por ejemplo, es uno de esos recursos. En las personas homosexuales, a mansalva. Y me incluyo. Es una forma de crear distancia desde un púlpito, tener una mayor panorámica para que las cosas no te pillen a contrapié. Y precisamente el evangelio es todo lo contrario. Por eso fue tan bonito. Porque lejos de ser un muro de lamentaciones de cuatro gatos acomplejados, no había nada que reivindicar. A ver, que se entienda. Claro que las personas que estábamos allí reivindicábamos un espacio seguro, y era conmovedor ver a los mayores de 70 años (especialmente hombres) que se habían dejado la piel por no volver al armario y permanecer en la iglesia, habiendo sufrido discriminación en tiempos mucho peores. Tampoco hay que romantizar el asunto; la cantidad de historias rotas en familias de la iglesia por temas de género, grupos de terapia de padres en parroquias de forma clandestina, personas consagradas que no pueden con su homofobia interiorizada… pero nada de neurosis ni histrionismo. Y bueno, me confirmó que lo importante no es la forma, que polariza constantemente la sociedad y la política se sirve de ello en su autoafirmación, sino el fondo. Y que la ilusión en la que vivimos y que nos creemos es la que divide, y bueno lo digo dejando poco a poco los orfidales para dormir porque no se trata de entender sino de procesar la vida. Y ser real, pero sin recrearse. Y escribir el libro que te atraviesa y no el que tienes romantizado, como Carrère. Citando a Huxley: “El amor ahuyenta el miedo y, recíprocamente el miedo ahuyenta al amor. Y no sólo el amor el miedo expulsa; también a la inteligencia, la bondad, todo pensamiento de belleza y verdad, y sólo queda la desesperación muda; y al final, el miedo llega a expulsar del hombre la humanidad misma”. Citando también el evangelio de Juan 4:18: “En el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor; porque el temor lleva en sí castigo”. Lo que en cristiano, valga la redundancia, es: disfruta y vive porque la vida es amor. Tanto que incluso una cruz no pudo matarla. Lo que te aleje de eso es una ilusión, aunque nos hayan metido el miedo hasta el tuétano.
Y enfin serafín, mucho más tengo que contar pero igual en otro capítulo y hay tiempo para todo que dice el libro del eclesiastés pero por último quiero acabar con la noticia del mes y es el impacto que ha tenido que el influencer Pablo Garna entre al seminario. Se ha hecho viral y ha roto el foco mediático, literalmente, porque esto del camino espiritual no es postureo y hay algo más en la vida que todo lo que promete el mundo o el sistema que dirían los más anarcas. Y que la sed de Dios no la edulcora Instagram. En este mismo orden de cosas, el último post de Marta Cillán, me parece igual de real, por no decir lo mismo, de nuevo en el fondo: “No hay nada tan inspirador como estar cerca de alguien a quien le importa algo más que sí mismo. No hay nada tan poderoso con cruzarse con quien se conmueve por lo que pasa a su alrededor: no solo en aquello que le afecta sino en lo que jamás podría experimentar en su propia piel. No hay nada tan luminoso como estar junto a quien no vive alienado, enajenado, ensimismado. Nada tan sexy como compartirse con alguien que sabe que la neutralidad nunca es neutra”. Y bueno, seas quien seas, espero que tengas unos días llenos de realidad, y no de distorsión.
Petricor, aparte de sonar a multicolor y a arcoiris (que por cierto es el símbolo de la alianza entre Dios y su pueblo) es una palabra preciosa que se refiere al olor a tierra mojada que se produce cuando la lluvia cae sobre el suelo seco. Y me inspira nuevos tiempos, a lo que está a punto de eclosionar. El aroma de las personas queer pasando por la puerta santa del Vaticano este fin de semana.