Paseo por la calle mientras observo cómo un abuelo impulsa a su nieto para que la inercia le haga de guía con su bicicleta nueva. Huele a felicidad desde la otra acera. A recuerdo imborrable. “Somos lo que éramos de niños” dice Juan Ortega en una entrevista para ABC. Y tiene toda la razón del mundo. Porque la mayor responsabilidad de un adulto es cumplir con la palabra que le dió a su yo de hace unos años.
Seremos olvido, pero también recuerdo. En el pendrive (qué antiguo ha sonado eso) de nuestro cerebro quedan almacenadas vivencias navideñas que han transcurrido a lo largo nuestra existencia. Olvidamos algunas, pero nuestra memoria nos recuerda otras. Ilusión y magia a raudales. Esa felicidad tan inmensa que no tenemos ni tiempo para pensar en lo felices que estábamos siendo en ese preciso instante.
Blanca, una alumna que tuve, me contaba que lo que más le gustaba de la Navidad era cuando le tocaba guardia a su madre en la farmacia y cenaban todos juntos en la trastienda de la botica. Estamos hechos de las navidades que hemos vivido. De turrón y envoltorios de regalo.
A partir de esta semana los villancicos dejarán de sonar en las casas, los bares y los comercios. Pronto llegará el Carnaval, después la Semana Santa, y cuando menos lo esperemos, estaremos bailando de la mano del verano. Todo se va. Nada tiene pinta de que vaya a volver. La vida líquida nos atrapa. Y la rutina nos hace poner una moda encima de otra como un “coloca” en un álbum de fútbol de Panini.
Se esfuma la época del año en la que todos volvemos a ser niños, mínimo, por un día. Recogeremos los árboles y los belenes. Los contenedores se llenarán (ojalá) de cajas de juguetes. Al menos, una vez al año, nos quedará la ilusión. Pero el día de mañana no será más que la Navidad que se fue.