Fue en la tierra del fado —cuyas composiciones hablan de amores que se pierden, de oportunidades no aprovechadas y de sueños, utilizando la nostalgia, la melancolía y la tristeza como inspiración— donde ABC entrevistó a un Morante abatido. Tocado, que no hundido, pero sí apagado. Reconociendo él mismo que se veía capaz de verse pegando dos muletazos. Y hoy, meses después de la entrevista, todavía debe de haber gente que camino a la feria siga hablando de sus últimas dos tardes esta semana en la Maestranza. Porque Morante, más allá de lo divino de su toreo, nos ha acercado los últimos meses a su lado más humano. Y eso no solo se ha notado en su rostro, también en su toreo.
No debe ser fácil de explicar cómo tu mente te atrapa. Cómo tus pensamientos oscuros vierten sobre ti un telón que te imposibilita ver esa función efímera que es la vida y, además, salir victorioso frente a las muertes (La suya y la del toro). Porque más allá de la batalla que libra consigo mismo, José Antonio no solo ha vuelto a pisar el albero sevillano, sino que lo ha hecho en redondo, pasándoselos cerquita, ligando melancolías en forma de muletazos que, aunque puede que por culpa de su tratamiento no se queden a vivir en su memoria, será el pueblo quien se los recuerde. Y ahí reside la notoriedad del artista. En los trazos que dejan marcados para la eternidad a quienes pudieron verlo y, así, también contarlo.
En la corrida del día 1 pudimos ver al maestro abatido por momentos. Resoplando entre serie y serie, con el rostro a veces desencajado, pero fue esa melodía portuguesa la que nos trajo el cigarrero como aprendizaje. De aquella tristeza nació una inspiración rebosante que le brindó alegrías a todos los tendidos y también a él mismo. Fue de lo más profundo de su mente de donde sacó la fuerza y la virtud para improvisar una coreografía encima de un tablao que quema y no da tregua, pero que espera expectante a que el artista les levante de sus asientos. Morante nos enseñó una vez más a aprovechar cada rayo sol. A no entender la calma como una bocanada de aire símbolo de la tormenta que vendrá, sino como una bendición. El genio proyectó luz en la oscuridad y brotó de él el agua que llena el manantial.
Decía Pessoa, artista admirado por el diestro y figura que ha estudiado durante su retiro portugués, que vivir y morir son la misma cosa. Pero vivir es pertenecer a otro por fuera, y morir es pertenecer a otro por dentro. Que las dos cosas se asemejan, pero que la vida es el lado de fuera de la muerte. También escuché hace poco a Miguel Guerrero en una conversación con Carlos Padilla decir que uno se da cuenta en una plaza de toros que hay cosas en la vida que no están en su mano. Y quien va a una plaza, ya sea para ver a Morante o al novillero de turno, debe entender que va a ver la vida en su máxima expresión. No creo que haya un aficionado en toda la plaza que no quiera que el animal sufra lo menos posible, dándole así la mejor de las muertes, pero todos bien sabemos que en la vida uno no elige la crueldad con la que se irá. Y la muerte en la plaza es un reflejo de ello. El albero es el maestro en la escuela y el altar en el templo. El aplauso en las buenas y la bronca en las malas. Es pan, pero también hambre. Es, al fin y al cabo, la vida.