Los idólatras y todos los que aman, Adriana Murad Konings (Anagrama, 2025)

La pregunta interesante es cómo una novela que se presenta en un formato tan clásico, resulta absolutamente contemporánea.

“¿Y si los modernos estuvieran equivocados?”

Roland Barthes

“La cultura es una pausa”

Witold Gombrowicz

¿Qué es un clásico? Un texto útil para el futuro; un texto duro, pues resiste —esto (puesto que aquí no creemos en ningún tipo de misticismo) solo puede saberse en el futuro: ocurre o no ocurre; así que hay que esperar.

No podemos, por tanto, decir hoy si este libro será un clásico de las letras hispanas; sí podemos, como mínimo, afirmar que ha comprendido la utilidad y dureza que otorgan los clásicos y las ha puesto en juego —su propia dureza se juzgará con el paso de los años, tendremos que esperar décadas para ver si sigue siéndonos útil.

*

Esta es una novela clásica, así se presenta: los capítulos son largos, las frases subordinadas, habla una voz narrativa tradicional y bien templada; y como tal novela clásica pide para sí un análisis clásico: construcción de personajes, solidez de la trama y subtramas, coherencia (y sorpresa) narrativa, gracia, ritmo, estilo —qué importante es el estilo, y cuántas veces lo confundimos con el efectismo, la metáfora grandilocuente, la trascendencia impostada, los sustantivos arcaizantes o la adjetivación grotesca; no, el estilo no está en ninguno de esos elementos, el estilo no está, de hecho, es un gesto, una determinada curva del lenguaje, se hace escribiendo, se percibe en la lectura, está siempre en la siguiente palabra, pero no se puede fijar: ¡mira, aquí está!, no, no funciona así el estilo, y cuando la autora o autor quiere resolverlo, evidenciarlo en pruebas materiales y quitárselo de encima, es cuando más estrepitosamente se hunde el estilo.

Lo que el estilo tardío Henry James habilita es la densidad necesaria para el trabajo de las emociones y el análisis sobre las relaciones afectivas. Un recurso, una sensibilidad y matización, una fuerza y equilibrio para el que la novela española no ha sido muy dócil, y que en nuestra tradición quizá solo Gil de Biedma, puede que Pablo García Casado en la actualidad, han sabido bruñir —y no es casual que ambos sean poetas.

En novela, el tono y temple de Adriana Murad Konings no tiene tradición en nuestro país y la convierte desde ahí en una de las adelantadas de la novelística española con una novela (casi) anti-española. 

*

Algún señoro (muy español, claro) ya se ha encargado de demostrar lo brutos que somos, efectivamente, reclamándole al texto más brutalidad, algún improperio, descaro en las escenas de cama (parece que este crítico sigue teniendo sueños húmedos con Javier Marías, que al menos tuvo la tan castellana hombría de colocar una ordinariez cada diez páginas en sus novelas a la inglesa). Lo cierto es que con denuncias de este tipo solo comprobamos cuánto nos cuesta en este país entender la calidad literaria labrada con sutileza.

Sí tiene razón el señoro en un aspecto, esta es una novela rara para nosotros, pues está bien escrita y no necesita palabrotas para ahondar en el alma humana.

Viste sin pudor pero con el recato pertinente las galas que necesita para construir su particular mundo, un mundo inventado e imaginado a través de los tópicos ingleses que las traducciones, el cine y la cultura pop han construido en nuestra mente ibérica dosmilera, un artificio explícito y voluntario plagado de pasteles recién hechos, tazas de té, jardines traseros, conversaciones impostadas con sus maneras tan educadas y aristocráticas, tan venenosas y comedidas, con todo ese crisol interior y sobriedad exterior, tanto para el sufrimiento como para el humor. 

En España, en cambio, tan tendente a lo grotesco o al melodrama, a lo exagerado, a lo brutal (ya lo hemos dicho), tan tope para la mesura, lo sutil, con las contadas excepciones ya mencionadas, este texto es raro. Bendita rareza, la verdad.

Este texto debería leerse en la genealogía de George Eliot, Chesterton, Muriel Spark, Iris Murdoch, Julian Barnes o Kazuo Ishiguro. Es cierto que nosotros tenemos el hiperinglés Los jardines de Kensington, de Rodrigo Fresán (aunque sabemos que él solo acepta la etiqueta de escritor tralfamadoriano), o las humoradas anglosajonas de Laura Fernández con su ejemplo más ambicioso en La señora Potter no es exactamente Santa Claus (que ya avisa desde el título de su gusto estrafalario sin complejos), pero estos dos autores trabajan más, creo yo, con el juego posmoderno y la metaficción que con el matiz clásico y el mundo de las emociones. Para esto último se postula la autora que nos ocupa como una sólida candidata al rescate de la novela.

*

La pregunta de fondo, la interesante, es cómo una novela que se presenta en un formato tan clásico, resulta absolutamente contemporánea. Y cómo, según indicábamos al comienzo, propone y matiza una nueva sensibilidad. 

Y es porque en ella se habla en broma de las cosas importantes (que además están cambiando en nuestros días, que quizá fueron importantes hace ya mucho —y por eso se entienden de una forma tan profunda aunque conflictiva la vieja Elizabeth y su joven alquilada Rita, las dos protagonistas; pero habían dejado de serlo en las últimas décadas en las que nos habíamos creído tan modernos y pragmáticos y tan bien psicoanalizados todos, y hasta las habíamos ridiculizado, y nos parecían supercherías arcaicas o viejos afectos viciados, tóxicos, venenosos, traumas del pasado poco racionales —posición tan insoportablemente bien representada por el perfecto adulto Florian, hijo de la primera y director de tesis de la segunda; que se parece tanto al señoro español de antes, por cierto, ¿igual le molestó eso?, ¿verse retratado?): hoy nuestra interioridad, el sentido de nuestra vida incluso, puede girar en torno al fantasma de un gato muerto.

En torno a una casera clasista y necesitada, o a un hijo egoísta y dependiente, o a una chica joven fría, friki, un poco cruel, huyendo de sus heridas familiares y refugiándose en tramas victorianas que ella misma se monta en su cabeza, habitando una casa engalanada un poco por encima de sus posibilidades, y por tanto en una precariedad laboral casi voluntaria, el sentido del humor violento, los detectives y los fantasmas, todo tan inglés.

La relevancia afectiva de las mascotas en el aislamiento contemporáneo. Los puros clichés sociales insoportables que todos somos en realidad, acomplejados por un éxito laboral que nunca llegó, un amor parternal/maternal que nunca satisface, un nihilismo como escudo que no se cree nadie, y demás trampas tan ridículas y comunes.

De todo eso tan moderno y tan clásico va esta novela tan modernamente clásica. Una estructura, técnica, psicologías, descripciones precisas, localización de tensiones, conflictos económicos, sociales (de género, de edad y de clase), éticos, una densidad de la frase que se puede tocar con la mano y una ambigüedad moral heredera directa del mismísimo Nabokov.

*

En los tiempos del fragmento, la hibridación, negar la belleza y la propia literatura, obviar la trama en favor de lo meta, copiar la oralidad de la calle para demostrar que somos hipermodernos, o directamente aniquilar la palabra literaria en favor de la ciencia, la técnica, el periodismo o cualquier otra forma de lenguaje productivo, eficiente, útil; hoy que soñamos con quitarnos de encima la lentitud tan incómoda de la buena literatura, este título es una pausa.

Quizá aquellos tan empeñados en matar a la novela estábamos equivocados.

Pues Los idólatras y todos los que aman, de Murad Konings, es una novela coherente y bien construida, densa, compleja en su agradable ligereza, profunda desde su propuesta de desquiciados arquetipos. Una novela muy bien armada, muy consciente de lo que hace y capaz de modular las tensiones frenéticas del presente en la penumbra de frases de varias líneas que no ralentizan sino incrementan el frenesí febril del que disfruta con el humor, el misterio, la lectura lenta y la suave dureza de lo clásico.

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Los idólatras y todos los que aman, Adriana Murad Konings (Anagrama, 2025)

La pregunta interesante es cómo una novela que se presenta en un formato tan clásico, resulta absolutamente contemporánea.

“¿Y si los modernos estuvieran equivocados?”

Roland Barthes

“La cultura es una pausa”

Witold Gombrowicz

¿Qué es un clásico? Un texto útil para el futuro; un texto duro, pues resiste —esto (puesto que aquí no creemos en ningún tipo de misticismo) solo puede saberse en el futuro: ocurre o no ocurre; así que hay que esperar.

No podemos, por tanto, decir hoy si este libro será un clásico de las letras hispanas; sí podemos, como mínimo, afirmar que ha comprendido la utilidad y dureza que otorgan los clásicos y las ha puesto en juego —su propia dureza se juzgará con el paso de los años, tendremos que esperar décadas para ver si sigue siéndonos útil.

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Esta es una novela clásica, así se presenta: los capítulos son largos, las frases subordinadas, habla una voz narrativa tradicional y bien templada; y como tal novela clásica pide para sí un análisis clásico: construcción de personajes, solidez de la trama y subtramas, coherencia (y sorpresa) narrativa, gracia, ritmo, estilo —qué importante es el estilo, y cuántas veces lo confundimos con el efectismo, la metáfora grandilocuente, la trascendencia impostada, los sustantivos arcaizantes o la adjetivación grotesca; no, el estilo no está en ninguno de esos elementos, el estilo no está, de hecho, es un gesto, una determinada curva del lenguaje, se hace escribiendo, se percibe en la lectura, está siempre en la siguiente palabra, pero no se puede fijar: ¡mira, aquí está!, no, no funciona así el estilo, y cuando la autora o autor quiere resolverlo, evidenciarlo en pruebas materiales y quitárselo de encima, es cuando más estrepitosamente se hunde el estilo.

Lo que el estilo tardío Henry James habilita es la densidad necesaria para el trabajo de las emociones y el análisis sobre las relaciones afectivas. Un recurso, una sensibilidad y matización, una fuerza y equilibrio para el que la novela española no ha sido muy dócil, y que en nuestra tradición quizá solo Gil de Biedma, puede que Pablo García Casado en la actualidad, han sabido bruñir —y no es casual que ambos sean poetas.

En novela, el tono y temple de Adriana Murad Konings no tiene tradición en nuestro país y la convierte desde ahí en una de las adelantadas de la novelística española con una novela (casi) anti-española. 

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Algún señoro (muy español, claro) ya se ha encargado de demostrar lo brutos que somos, efectivamente, reclamándole al texto más brutalidad, algún improperio, descaro en las escenas de cama (parece que este crítico sigue teniendo sueños húmedos con Javier Marías, que al menos tuvo la tan castellana hombría de colocar una ordinariez cada diez páginas en sus novelas a la inglesa). Lo cierto es que con denuncias de este tipo solo comprobamos cuánto nos cuesta en este país entender la calidad literaria labrada con sutileza.

Sí tiene razón el señoro en un aspecto, esta es una novela rara para nosotros, pues está bien escrita y no necesita palabrotas para ahondar en el alma humana.

Viste sin pudor pero con el recato pertinente las galas que necesita para construir su particular mundo, un mundo inventado e imaginado a través de los tópicos ingleses que las traducciones, el cine y la cultura pop han construido en nuestra mente ibérica dosmilera, un artificio explícito y voluntario plagado de pasteles recién hechos, tazas de té, jardines traseros, conversaciones impostadas con sus maneras tan educadas y aristocráticas, tan venenosas y comedidas, con todo ese crisol interior y sobriedad exterior, tanto para el sufrimiento como para el humor. 

En España, en cambio, tan tendente a lo grotesco o al melodrama, a lo exagerado, a lo brutal (ya lo hemos dicho), tan tope para la mesura, lo sutil, con las contadas excepciones ya mencionadas, este texto es raro. Bendita rareza, la verdad.

Este texto debería leerse en la genealogía de George Eliot, Chesterton, Muriel Spark, Iris Murdoch, Julian Barnes o Kazuo Ishiguro. Es cierto que nosotros tenemos el hiperinglés Los jardines de Kensington, de Rodrigo Fresán (aunque sabemos que él solo acepta la etiqueta de escritor tralfamadoriano), o las humoradas anglosajonas de Laura Fernández con su ejemplo más ambicioso en La señora Potter no es exactamente Santa Claus (que ya avisa desde el título de su gusto estrafalario sin complejos), pero estos dos autores trabajan más, creo yo, con el juego posmoderno y la metaficción que con el matiz clásico y el mundo de las emociones. Para esto último se postula la autora que nos ocupa como una sólida candidata al rescate de la novela.

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La pregunta de fondo, la interesante, es cómo una novela que se presenta en un formato tan clásico, resulta absolutamente contemporánea. Y cómo, según indicábamos al comienzo, propone y matiza una nueva sensibilidad. 

Y es porque en ella se habla en broma de las cosas importantes (que además están cambiando en nuestros días, que quizá fueron importantes hace ya mucho —y por eso se entienden de una forma tan profunda aunque conflictiva la vieja Elizabeth y su joven alquilada Rita, las dos protagonistas; pero habían dejado de serlo en las últimas décadas en las que nos habíamos creído tan modernos y pragmáticos y tan bien psicoanalizados todos, y hasta las habíamos ridiculizado, y nos parecían supercherías arcaicas o viejos afectos viciados, tóxicos, venenosos, traumas del pasado poco racionales —posición tan insoportablemente bien representada por el perfecto adulto Florian, hijo de la primera y director de tesis de la segunda; que se parece tanto al señoro español de antes, por cierto, ¿igual le molestó eso?, ¿verse retratado?): hoy nuestra interioridad, el sentido de nuestra vida incluso, puede girar en torno al fantasma de un gato muerto.

En torno a una casera clasista y necesitada, o a un hijo egoísta y dependiente, o a una chica joven fría, friki, un poco cruel, huyendo de sus heridas familiares y refugiándose en tramas victorianas que ella misma se monta en su cabeza, habitando una casa engalanada un poco por encima de sus posibilidades, y por tanto en una precariedad laboral casi voluntaria, el sentido del humor violento, los detectives y los fantasmas, todo tan inglés.

La relevancia afectiva de las mascotas en el aislamiento contemporáneo. Los puros clichés sociales insoportables que todos somos en realidad, acomplejados por un éxito laboral que nunca llegó, un amor parternal/maternal que nunca satisface, un nihilismo como escudo que no se cree nadie, y demás trampas tan ridículas y comunes.

De todo eso tan moderno y tan clásico va esta novela tan modernamente clásica. Una estructura, técnica, psicologías, descripciones precisas, localización de tensiones, conflictos económicos, sociales (de género, de edad y de clase), éticos, una densidad de la frase que se puede tocar con la mano y una ambigüedad moral heredera directa del mismísimo Nabokov.

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En los tiempos del fragmento, la hibridación, negar la belleza y la propia literatura, obviar la trama en favor de lo meta, copiar la oralidad de la calle para demostrar que somos hipermodernos, o directamente aniquilar la palabra literaria en favor de la ciencia, la técnica, el periodismo o cualquier otra forma de lenguaje productivo, eficiente, útil; hoy que soñamos con quitarnos de encima la lentitud tan incómoda de la buena literatura, este título es una pausa.

Quizá aquellos tan empeñados en matar a la novela estábamos equivocados.

Pues Los idólatras y todos los que aman, de Murad Konings, es una novela coherente y bien construida, densa, compleja en su agradable ligereza, profunda desde su propuesta de desquiciados arquetipos. Una novela muy bien armada, muy consciente de lo que hace y capaz de modular las tensiones frenéticas del presente en la penumbra de frases de varias líneas que no ralentizan sino incrementan el frenesí febril del que disfruta con el humor, el misterio, la lectura lenta y la suave dureza de lo clásico.

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