Puedo entender la curiosidad por algunos crímenes. También el morbo, pero creo que es un instinto contra el que hay que luchar. La fascinación ya me cuesta más, y el abandono moral que subyace a la entrega de la sociedad al true crime me provoca un rechazo enorme. Me gusta escribir cosas para que luego la gente las lea, y siento, aunque sea con un post en Sustrato, un cosquilleo particular cuando se publican. Pero no todo merece un libro. Ni siquiera la historia de un hombre que mata a sus dos hijos. Reconozco que, con estos prejuicios en mente, comencé El odio, de Luisgé Martín.
Lo primero que hace Martín en su libro es, lógicamente, explicarse. En esas páginas se encuentra ya todo lo que le debería haber conducido a replantearse el proyecto: cuenta que a veces hace listas imaginarias de gente de su entorno que mataría, para decirle al lector, suponemos, que puede entender que alguien asesine. Para él sólo hay un asesinato inexplicable: matar a un hijo. Después, pasa al personaje: cuenta que a Bretón sus conocidos lo describían como una buena persona incapaz de hacer daño a nadie —que saludaba en el ascensor, vamos—, lo que supone una “mezcla entre el bien y el mal literariamente fascinante” (sic).
Por último, reconoce que había pensado muchas veces en hacer el “viaje al corazón del asesino” (sic 2). Ahí ya cita, por primera vez, a Carrère (El adversario) y a Capote (A sangre fría). Aquí está, para mí, el gran motor y el pecado de Martín: quería su adversario, su sangre fría, su banalidad del mal. Bretón le venía, por tanto, de perlas: un crimen atroz, un hombrecillo de mirada perdida y una atención mediática terrible. Así que contacta con el asesino (no sabemos qué le dice) y este le responde que su proyecto “le entusiasma”. Porque él no es un periodistucho de esos de sucesos. No viene aquí a hacer la enésima serie de Netflix sobre un asesinato escalofriante. Él es escritor. Y tiene al otro lado de la línea a un asesino entusiasmado.
La gran polémica sobre El odio, además del debate sobre la prohibición de libros, es que Ruth Ortiz, la exmujer de Bretón y madre de sus dos hijos, Ruth y José, no fue contactada para participar en este libro. Tampoco fue avisada de que se iba a publicar. Se enteró por la prensa. Esta cuestión es despachada en apenas unas líneas por Martín, que tomó la decisión —”quizás equivocada”— de solo hablar con Bretón. Porque le interesaba la mente del asesino y otros puntos de vista habrían resultado “distractivos”. Tampoco quería mortificar a esa pobre mujer.
El libro es un texto fallido porque parte más de la premisa de la satisfacción del autor que de la profundidad o interés de la propia historia que pretende contar. Así, Martín se abandona a una mezcla de true crime —relata sin matices la juventud que el propio Bretón le cuenta, la de un pobre hombre sin éxito con las mujeres, ni con nada— continua autojustificación, análisis psicológico superficial y pobre tratado moral que omite (aunque se traiciona y lo reconoce en varios momentos) lo que para mí es la principal razón para rechazar escribir este libro: que José Bretón, su vida y el hecho más relevante de ella, que fue matar a sus hijos de seis y dos años, es de una mediocridad tremenda. Y es tristemente común.
Bretón nunca se refiere a su exmujer por su nombre, sino que la llama “la de Huelva”. Aun con eso, Martín compra que esté arrepentido, si bien sabe sacar a flote la vileza asesina de su interlocutor. Lo que también compra, para sorpresa de cualquiera que lea el libro, es que ya no odia a su exmujer. Y lo compara a las parejas que lo dejan, diluyéndose el odio con el tiempo.
José Bretón no es un tipo que se pueda amoldar a la malinterpretación tan extendida de lo que quiso decir Hannah Arendt con “la banalidad del mal”: una noción manida hasta la saciedad como que cualquiera puede ser un monstruo, por la que Arendt fue injustamente criticada y contra la que tuvo que hacer, sin éxito, mucha más pedagogía de la necesaria. Bretón no es banal, ni todos podemos acabar siendo él, aunque saludemos en la escalera. José Bretón es una persona absolutamente mediocre que odió (y odia) a su exmujer con suficiente fuerza como para matar a sus hijos, esos que reconoce nunca haber querido tener. Tampoco es la suya la historia que cuenta Carrère en El Adversario, que es terrible, sí, pero que tiene un trasfondo digno de indagar: la mentira primigenia que arrastra a un hombre de no presentarse a un examen a acabar matando a su familia 30 años después.
Antes de comenzar El odio, Luisgé Martín, deja una cita de Kafka que reza así: “Hay dos pecados capitales humanos de los que derivan todos los demás: la impaciencia y la dejadez. Por la impaciencia fueron expulsados del paraíso, por dejadez no regresan. No obstante, quizá sólo haya un pecado capital: la impaciencia”. La cita confunde, claro, porque está uno a punto de leer la confesión de un asesino y se encuentra con que no es matar el pecado capital, sino la impaciencia.
Esta embrollo s resolverá más tarde: resulta que Bretón le reconoce que los mató porque le pudo la impaciencia. Le había mandado una carta a su exmujer y como sabía que no iba a volver con él y quería que esa situación pasara, se impacientó. Martin da por bueno totalmente este argumento —”una explicación criminal deslumbrante”— porque conviene para su libro. Que preparara el crimen durante días es un hecho que decide reducir al mínimo, porque tiene una explicación que roza “el realismo mágico” y que tiene fuerza literaria. También tiene una cita de Kafka que cuadra de maravilla y el testimonio de un psiquiatra que le dice que el impulso asesino es un poco como el irrefrenable (e impaciente) deseo sexual. Y hasta ahí la indagación en “el corazón del asesino”.
Me dicen, y me lo creo, que Martín es un buen escritor de libros. Sobre sus discursos no tengo opinión. No creo al leerle que sea mala persona, y hasta entiendo sus pulsiones literarias. No soy partidario de prohibir libros, hablen de lo que hablen y estén escritos como estén escritos. Hace tiempo que salí de la facultad, pero si hay una noción que me quedó grabada en la mente es que el Derecho tiene que ser lo menos intrusivo posible. La sociedad, quiero pensar, tiene otras herramientas racionales para sancionar o juzgar comportamientos que acudir a los juzgados.
Así, la pregunta con El odio no es tanto si debía o no haberse publicado —creo que sí—, sino si debía haberse escrito. Y mi respuesta es no. Por no entusiasmar a un tipo absolutamente mediocre, cuya historia, por desgracia, no tiene nada de particular; por la impaciencia, ese pecado capital para Kafka, que van de la mano del ego y del cosquilleo de escribir (y de publicar). Y por “la de Huelva”.