Mi reciente acercamiento al terreno de los pantalones anchos me ha hecho pensar en qué significa ser uno mismo. Equidistante radical, he sostenido en los últimos años que, dados los vaivenes de la moda, lo suyo era mantener una anchura media, ni pitillo ni ancho, que sobreviviese a los caprichos del tiempo. Pero, presionado por los cuatro costados, he ido aceptando que quizá tocaba abandonarse a las tendencias. No sin decir primero, y para mi vergüenza: “Es que eso no soy yo”.
Ser uno mismo es un concepto que me genera rechazo, porque parte de la idea de que uno tiene que ser una cosa, ya determinada. Yo me niego a claudicar ante la configuración química de mi cerebro, o ante designios divinos o astrales. Un amigo psicólogo defiende a capa y espada que la gente no cambia. Para mí, sin embargo, ser es, primero, aspirar a ser y, por el camino, parecer. Y uno puede ser muchas cosas.
Una de las derivas más interesantes del robo del Louvre —además de la barra libre de metáforas que ha dado al sediento colectivo de los analistas políticos— ha sido una foto de un hombre joven, en los alrededores del museo, ataviado exactamente como el imaginario colectivo espera que vaya vestido un detective privado francés. Primero se difundió que era el encargado del caso, e internet explotó, fascinado ante alguien que no solo era, sino que también parecía serlo. Después se descubrió que solo era un paseante, pero la gente se negó a dejarle ir, llegando incluso a pedir su nombramiento como investigador jefe. “¿Es este hombre realmente un detective francés? No, pero en un sentido más profundo y mucho más verdadero, sí”, afirmaba con mucha razón un tuitero.

Conrad hablaba en una de sus novelas de la “fidelidad a ese ideal que cada uno construye de sí mismo” y Ortega y Gasset, unos cuantos años después, sentenciaba: “El argumento del drama consiste en que el hombre se esfuerza y lucha por realizar, en el mundo que al nacer se encuentra, el personaje imaginario que constituye su verdadero yo”. Por esta cita yo, por ejemplo, procuro no correr para coger el metro. Y en la construcción del personaje imaginario de alguien calmado que constituye mi verdadero yo, he tenido que disimular sudores y taquicardias que me han valido a veces una imagen algo alejada de la realidad.

Me contaron hace poco una anécdota de un jefe intermedio —la peor raza sobre la tierra— que en una reunión interminable no paraba de beber de una taza de café. Alguien vio de reojo que había estado vacía toda la reunión. El tipo debía llevar poco en el cargo y aspiraba a ser ese jefe que le da importancia a las cosas, que se implica y que, si tiene que beber café a las 19.30, pues lo hace sin titubear. Se ve que acabó siendo un completo gilipollas, pero no puedo evitar entender por qué hacía eso.
Por lo general, en la vida somos más bien pocas cosas, pero aspiramos ser muchas otras. Y, por el camino, pues las fingimos, e intentamos acercarnos poco a poco a ese ser imaginario que constituye nuestro verdadero yo, aunque ese yo sea un detective francés de novela negra. No es nada que no diga Lladós con un Lamborghini alquilado, pero lo suyo, claro, es no aspirar a ser un gilipollas.
Tampoco es que yo haya dibujado a ese personaje imaginario con pantalones anchos, pero durante un tiempo en mi vida, tras haber tenido muy claro lo contrario, llegué a la conclusión de que mi verdadero yo no era una persona capaz de estar enamorado. Alguien me dijo por entonces que estar enamorado era, también (pero no sólo), querer estar enamorado. Ahora tengo, por una relación de causalidad que no necesita de explicaciones, tres pantalones anchos en el armario y la certeza de que hay algo que indudablemente soy. Lo demás lo voy fingiendo.